Perspectivas

Un concurso en Pampatar

13/07/2024

Imagen satelital de Pampatar

I

Este asunto de ser jurado en un concurso sobre el futuro de una ciudad me ha resultado fascinante y, de tal intensidad, que estoy tan agradecido por la experiencia como seguro de no volver a repetirla. Al asomarme a la dicha de los ganadores he recordado que más emocionante es ser juzgado que juzgar.

La civilizada costumbre de someter los proyectos públicos a concurso ha ido mermando en Venezuela, por no decir desaparecido. Pareciera ser cada vez menos popular una sana costumbre que debería ser obligatoria. Entiendo que los privados puedan escoger a su arquitecto (cumplo con recomendarles la refrescante modalidad de los concursos), pero es absurdo e injusto tomar decisiones sobre el destino de terrenos públicos sin convocar a los ciudadanos; a unos para ofrecer su propuesta y a otros para evaluar la mejor opción.

Una de los posibles etimologías de la palabra religión es religere: “elegir una y otra vez, con plena libertad y lucidez, el camino que nos sentimos llamados a recorrer”. Aristóteles definía el carácter como la capacidad de expresar la voluntad de elegir. Una ciudad con carácter es aquella capaz de elegir su propio destino “con libertad y lucidez”.

El caso es que tuve la suerte de formar parte del jurado de un concurso de ideas de Arquitectura y Urbanismo para el Centro Histórico de Pampatar. Nunca imaginé que la experiencia de decidir podría ser tan grata, y tan ecuánime. Sé de jurados cuyo unico veredicto fue odiarse unos a otros. Una vez concursé para un puesto de profesor en la Facultad de Arquitectura y los enfrentamientos entre los miembros del jurado fueron tan intensos que anularon el concurso. Fue como si no hubiera existido. Nuestras reuniones en Pampatar fueron armoniosas, plenas de maravillosos instantes, y no estoy valorando nuestras decisiones sino el delicioso tránsito para llegar a ellas.

Imaginen que los invitan a la Isla de Margarita con sus dos mejores amigos. Puedo decir “mejores amigos” porque la amistad es mucho más permisiva que el amor. Decir “mejor amigo” no implica una elección permanente, sino confirmaciones sucesivas, incluso a veces pasajeras. Es como decía mi padre: “de mis hijos, el consentido es el que tenga más cerca en ese momento”.

Así fue como, gracias a Santi Cabrujas (organizador del concurso), aterrizé en la isla de Margarita junto a Carlos Gómes de Llarena y Rafael Pereira. A Carlos lo considero mi padre menor (me refiero a que es unos diez años menor que mi padre) y a Rafael mi hermano mayor. Son dos amistades de más de medio siglo.

Poco después de aterrizar nos hicimos los mejores amigos de Nelly del Castillo, al menos durante dos días. Nelly ha sido la dama perfecta para darle altura a nuestras juicios y apartarnos de esas actitudes machistas y posesivas de los jueces engreídos. Estamos planeando reunirnos todos una vez al año en Pampatar alrededor del 5 de julio para celebrar la memorable gesta de un jurado feliz.

No pudo acudir a la cita Zulma Bolívar, quien está en Zaragoza y apareció por internet. No contamos con su presencia y sus geniales trasmisiones de energía, pero sí con un listado preciso y coherente sobre sus decisiones.

Ya en la isla, conocimos a Augusto Ascanio y Antonio Aspite. Augusto y Antonio viven en Margarita. No tuvimos tiempo de hacernos amigos como Dios manda, pero esta misma brevedad hizo más asombrosas y venerables nuestras coincidencias. Fue tan nítida nuestra armonía que llegué a pensar en la posibilidad de haber sido poco acuciosos, pero mientras más busco más valoro nuestras decisiones.

Ahora quisiera criticar las bases del concurso, lo que equivale a alabarlo, pues nuestras observaciones son más bien una consecuencia agradecida de la experiencia. Llegamos a pensar que las bases establecían con excesiva rigurosidad unos límites a la zona del centro de Pampatar a intervenir. Esto puede ser sano, “el que mucho abarca poco aprieta”, pero a veces delimitar se convierte en una inconveniente limitación. Creo que todas las propuestas premiadas plantean la necesidad de expandir el centro establecido en las bases.

Un buen punto de partida, para acceder a una visión más amplia, es preguntarnos si Pampatar es un pueblo o una ciudad. Italo Calvino definió a la ciudad como un lugar donde, indeciso entre dos amores, siempre podrás encontrar un tercero. Según esta regla en los pueblos no hay más remedio que elegir una opción. Lo dice un dicho de los pueblos trujillanos: “Quien se despecha dos veces, es soltero seguro”. De manera que las ciudades tienden a las opciones crecientes y los pueblos a las elecciones precisas. Creo que el tema del concurso tiene que ver con la segunda opción, en buena parte por las extraordinarias determinantes geográficas de Pampatar.

Alguien propuso que la geografía es la madre de la historia, y es evidente cuánto ha influido lo geográfico en la historia de Pampatar. Quien funda un pueblo en el tramo más estrecho entre unos cerros muy empinados y una amplia y generosa bahía no está pensando en una gran ciudad. En estas particulares condiciones nació Pampatar y justo en ese nodo se acotó, quizás con excesivo celo, los límites del concurso. El área incluye un castillo, una iglesia, una aduana con un patio, diversas plazas, un anfiteatro y una cancha de basketball que parece ser el recinto más sagrado. Creemos que faltó añadir el triángulo isósceles que está al este, con sus vendedoras de suculentas empanadas en su base y un muelle en el ángulo que se adentra en la bahia. Allí está es el mirador ideal para observar a Pampatar desde el mar  y suspirar pensando en su destino.

Lo cierto es que conjugar el verbo elegir, en Pampatar, requiere de más lucidez que libertad si queremos evitar los despechos trujillanos.

II

Tenía más de diez años sin visitar a Margarita. Quizás esta excesiva ausencia justifique que se me haya escapado ese verbo “visitar” de tan evidente desapego. En una época iba a “vivir” en la isla por una semana y me quedaba un mes. Eran experiencias tan delirantes y pasionales que me excitaba cuando bajaba del avión y caminaba por la pista sintiendo la brisa marina acariciando mi piel. Me refiero a esas erecciones que se manifiestan principalmente en los pelos del antebrazo. En Margarita me transformaba en un hombre esencialmente fisiológico y con todos los apetitos duplicados, especialmente alrededor del desayuno.

Dice el dicho que no vuelvas con quien una vez amaste ni al pueblo donde fuiste feliz. Joaquín Sabina agrega que es “una trampa de la melancolía, pues todo habrá cambiado y ya nada será igual, ni tan siquiera tú”. Hasta aquí estoy de acuerdo, pero no con el cuento de que “el tiempo juega sucio, y se habrá encargado de destrozar todo aquello que un día te hizo feliz”. ¡Qué vanidosa esta felicidad de Joaquín!

La verdadera felicidad requiere interpretar, comprender. Yo sigo cada vez con más fe la fórmula de Paul Eluard: “Hay otros mundos, pero todos están en éste”. Sí debo confesar que, a mi edad y con una ausencia tan larga, me tomó más de dos días volver a enamorarme, a sentir la misma cálida levitación y el apetito de un nadador. Llegue el jueves y me fui el sábado, cuando apenas volvía a ser el que una vez fui. Debo regresar pronto.

Lo primero que me sorprendió fueron las vallas desnudas a lo largo de la autopista. Es el síntoma de una economía sin mucho que anunciar, pero prefiero esos esqueletos con fondos de cielo que los empalagosos coloridos comerciales.

Y llegamos al centro de Pampatar para una caminata junto a su cronista, Julio Marino Luna. Por esa prisa creciente de tener un veredicto antes de las seis de la tarde, hablamos poco con Marino, pero pude ver en su mirada que los cronistas no solo guardan y narran historias, también las encarnan, habitan dentro de ellas, y la mayor lección que pueden darnos es su actitud, su mirada, su tempo al caminar por el tema central de sus vidas.

Recorrimos los lugares del concurso con la prisa de un preso al que le dan el día libre. Luego tuvimos un almuerzo delicioso organizado por la madre de Aspite, quien remató la faena con un licor de cien hierbas, una de esas pócimas que con un solo trago te hacen más sabio, y en ese estado nos encerramos a deliberar, atiborrados de tantas impresiones y recuerdos que no lograban asentarse.

Como suele suceder, las soluciones no tenían el nombre de sus autores sino un número. ¿Cuánta diferencia puede haber entre un 45 y un 43? Y además tenían parentescos y variantes que se complementaban. Estas coincidencias tiene que ver con la naturaleza de un pueblo y la intrínseca falta de opciones que suele caracterizarlos. De haber sido un edificio en una ciudad, las soluciones propuestas serían muy diversas, pero en este concurso las visiones se prestaban a dialogar unas con otras, a complementarse. Fue necesario, pero no grato, elegir a un solo ganador y luego cinco menciones. ¡Cuánto nos hubiera gustado elegir fragmentos de las seis soluciones, todas sobrias y elegantes, y unificarlas en una propuesta ecuménica, una comunión de los santos en Margarita.

Cuando finalmente supimos quiénes eran los autores, sentimos una gran alegría pues conocemos a los arquitectos, sus obras, su amor por la arquitectura y lo urbano. Si llego alguna vez a fundar un pueblo, me encantaría trabajar con los ganadores: Folco Riccio, David Gouverneur, y con quienes recibieron mención: Ángel Yanes, Andrés Simón Herrera y Alessandro Famiglietti, pues aprecio sus trabajos. No he conocido a Daniel Atilano, Grace Morazzani y Yurayma Alberti, pero me hablaron de sus trabajos y también tuve esa sensación de fraternidad que se da entre quienes creen en la propuesta de San Juan: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, lleno de gracia y de verdad”.

Alguien dirá que intento quedar bien con el mayor número posible de personas, y tiene toda la razón. Son tiempos para ayudarnos, darnos apoyo. Ojalá los ganadores y los mencionados dialoguen entre sí. Lo importante es que Pampatar está en buenas manos.

Imagen satelital de Pampatar

III

Bajo el alegre encantamiento de presentir que la aventura ha tenido un final feliz, nos toca hablar frente a un grupo reunido en el Colegio de Ingenieros que estaba celebrando el Día del Arquitecto. Yo solo quiero beberme unos tragos y descansar, pero José Vivas (organizador junto a Cabruja del concurso) y Rafael Pereira se montan en la tarima y dan unos discursos tan emocionantes que, sin darme cuenta, tengo el micrófono ante mi nariz.

El arranque me sorprendió a mí más que la audiencia:

La importancia de este concurso es abrirle un camino a los pueblos de Venezuela, ofrecerle posibilidades a su necesidad de futuro.

Ya de vuelta en Caracas empiezo a comprender por qué terminé hablando de pueblos. He recorrido toda Venezuela y muy pocos viajes los dediqué a conocer la selva, los inmensos ríos, los tepuyes, las sabanas, las llanuras; tampoco puedo jactarme de conocer bien las ciudades. Mi pasión han sido esos pueblos que se trepan a los páramos y a las montañas andinas que descienden hacia el sur, como Mucuquí y Mucutuy; los de Paraguaná, que parten de muros de tierra pura hasta los pueblos de colores insólitos entre Falcón y Lara, como Capatárida y Casigua; los que bordean el lago de Maracaibo y mantienen los palafitos de una pequeña Venecia, como San Isidro de Ceuta y Torococo; y los de Margarita, Guayacán, La Guardia, Tacarigua, y, como ya se habrán enterado, Pampatar.

Hubo un tiempo en que recitaba estos nombres como una oración de gracias por haber conocido una realidad tan telúrica. Por años recorrí el país buscando el más lejano, el más aislado. Creo que fue Baragua. A veces barro las calles antes de retratar una fachada; en Baragua no hizo falta; después de cuatro siglos parece recién fundado. En sus calles está la clave de lo mejor y más fundacional de nuestro pasado y porvenir, siglos de plazas y dameros.

Esos pueblos de Venezuela han sido abandonados por las facultades de arquitectura, por el pensamiento de nosotros, los arquitectos. Y nos necesitan tanto como nosotros a ellos. Pareciera que desde que fueron fundados, con base en esas tramas de siglos, nunca fueron repensados. Es una herencia gigantesca que hemos abandonado, aunque también forma parte de la historia de Caracas. Sus dameros tienen cuatro siglos, que muy pronto, en algo más de lo que me queda de vida, serán cinco. A partir de mediados del siglo XX nuestra ciudad se dedicó a renegar su herencia hispanoamericana con intrincados urbanismos aislados unos de otros.

Partiendo de este ejemplo llamado Pampatar, podemos comenzar a centrarnos en los pueblos de Venezuela que continúan diluyéndose, desdibujándose, para formar una parte más de las ciudades, o convirtiéndose en centros turísticos con muchas fachadas falsas que se enardecen en las noches, parapetos de puro consumo y ya no de cultura, historia, arquitectura y urbanismo. Creo que este es uno de los temas centrales para enfocar el destino de Pampatar: ¿Cómo formar parte de la ciudad sin dejar de ser un pueblo digno? ¿Cómo evitar esas grandes extensiones que no son ciudad sino depósitos de viviendas, e incluso niegan con leyes y acuerdos la posibilidad de ser realmente urbanas.

Estos temas pueden tener relación con la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central y su lucha por sobrevivir. Si la valiente iniciativa del joven alcalde de Pampatar, Morel David Rodriguez, llevando adelante este concurso, se repitiera desde las alcaldías en toda Venezuela, la Facultad podría participar y nutrir a sus alumnos con problemas reales, palpables, legibles, y no alimentarlos con invenciones que no existen ni existirán. Creo que los talleres de diseño tendrían mucho chance de llevarse ese primer premio que tanta falta hace en la creación de un fondo digno para un personal con un sueldo innombrable. Le hará tanto bien a nuestra Facultad entregar su talento y sus procesos docentes a esa memoria, que puede alimentar nuestro futuro desde lo más ancestral y profundo de nuestra arquitectura.

El caso de Pampatar es un primer ejemplo.


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