Postales de Igor Barreto

Tres posibles rostros

12/11/2020

Avenida Nueva Granada, Caracas: Tarjeta Postal Costa Salas ©Archivo Fotografía Urbana

Me llamo Jaiker y tengo algo que contarles para que no renieguen de este mundo. Cierta noche regresaba de pintar paredes blancas y llegué a la estación de autobuses que se encuentra al pie de la entrada del gueto. Era viernes y había una enorme fila de personas esperando el transporte. Las luces de las colinas densamente pobladas resplandecían tanto que la vista podía agrupar sin esfuerzo diferentes escenas de  sosiego. Abandoné mi lugar en la fila de pasajeros y crucé a la acera opuesta de la calle en un intento por ensanchar el ángulo de mi corta visión, y pude ver a un grupo de niños que corrían tras un aro radiante y una cadena humana que emprendía el ascenso por la escalera del cerro con la parsimonia de los cortejos religiosos. Incluso me parece recordar que sostenían velas fulgurando en las zonas de mayor sombra. El ruido de la noche era un arrullo. Solo sé decirles que vi belleza.

Avenida Antonio José de Sucre, Caracas: Tarjeta Postal Costa Salas ©Archivo Fotografía Urbana

Mi nombre es Yondri y me apodan «Peor es nada». Cuando estuve enfermo leí en un libro que no convenía derrochar todo en el presente si querías alcanzar algo del porvenir. En el centro del plato del almuerzo solo encontraría media ración de arroz. También aprendí a guardar el agua de la lluvia en enormes tambores de gasolina y sentir la brisa de la madrugada en el autobús de la fábrica junto a sombras semejantes. Pero cómo podía realizar estos sacrificios si aquí en el gueto la música caribeña es como el pavimento de las calles y se toma un aguardiente anisado en umbrosas bodegas, mientras alguien se divierte acariciando la mano prohibida de la dependiente que está de pie frente al mostrador. Luego decidí vagar sin término al igual que los perros que comen un día sí y otro día no y marcan inútilmente la ciudad con orín de un olor almizcloso, ¡como si la ciudad fuese suya! Entonces, al verme sin posible retorno me he entregado al disfrute de la vida precaria, a la muda contemplación de estas nubes de verano.

Plaza Baralt, Maracaibo: Tarjeta Postal ©Archivo Fotografía Urbana

Debo decir que llegaron como pareja a mi oficina. Ella me agradó desde un primer momento. Él era un marido previsible y taciturno. Entre el ajetreo de entradas y salidas, y aquella falda entornada a su cuerpo, con un rostro tan bien maquillado como una bella máscara. Eso derribó los muros que protegían mi vida privada. En poco tiempo la tuve sentada sobre mis rodillas. Él trabajaba organizando los archivos de clientes de la empresa, así que decidí ascenderlo para que estuviera verdaderamente ocupado. Mientras tanto yo complacía los caprichos de su mujer invitándola a cenar o regalándole perfumes. Ella le decía:  ⎯Él me los regala, es cierto, pero yo los utilizo para estar contigo. Eran parlamentos falsos, sí. Pero aun siendo de esa manera ocurrió aquel acercamiento tan vivo y urgente; hacía cualquier cosa con tal de retenerla a mi lado. Qué piernas suaves al tacto, ¿y los senos?: bíblicos, por aquello de las cabritas del Cantar de los cantares. Ellos ascendieron de forma rutilante llegando a cuatriplicar sus salarios. Y qué iba yo a pensar que no eran pareja. Simplemente unos conocidos que habían planificado esta forma de sobrevivencia. Un acuerdo astuto, un ardid para utilizarme. El truco del trampero que oculta la jaula para que la puerta se cierre en el momento menos esperado y te conviertas en un animal indefenso. Ellos disfrutaban la vida a plenitud guardando lo que podían. Hasta que un día huyeron: seguro tropezaron con otro tercio parecido a mí.


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