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El “Portrait of a Lady” (Retrato de una dama) es una convención de la poesía anglosajona; pocos son los vates, por lo menos desde la Edad Media, que no han escrito un texto sobre el asunto. Casi siempre es una oportunidad para demostrar el ingenio del autor, una cualidad obligada en los autores de esa tradición. No necesariamente se trata de un “retrato” de una dama determinada, sino que casi siempre es un pretexto para ironizar sobre un tema escogido por el autor. “Ahora que estamos hablando de la muerte,/ tendré el derecho a sonreír”, termina T.S. Eliot su larga, y no exenta de reiteraciones, versión. La de Pound, uno de sus mejores poemas de juventud, dice en unas conocidas líneas: “Siempre fuiste un segundón. ¿Trágico?/ No, lo preferías a lo usual./ Un hombre aburrido y aburridor, débil./ Una mentalidad promedio, alguien con una idea menos cada año”. También los novelistas asumieron el tema y este es el título de una de las novelas más leídas de Henry James. El texto de Carnevali es una muestra de su genio híbrido. Los poemas de Eliot y Pound responden a una ética protestante, con poco espacio para la sensualidad y el cuerpo. La del italiano, por su parte, es del todo mediterránea, griega en su pesimismo y en su tono desgarrado, baudelairiano. Siempre exponente del mejor imaginismo, el de Carnevali, no obstante, es un imaginismo existencial, no solo forma, sino asunto, vida y temblor. Con Pound y Williams, Carnevali es uno de los tres grandes del imaginismo. Algo que los dos vates norteamericanos siempre reconocieron y divulgaron. La poesía de Carnevali fue única en su tiempo y otra cosa habría sido la poesía norteamericana, más luminosa y sensual, si hubiesen seguido su camino. El problema de ellos es que no nacieron a poca distancia de la Piazza Ognissanti de Florencia. Carnevali nació allí el 4 de diciembre de 1897. A la muerte de la madre, estudió bachillerato en Venecia. A los dieciséis, se embarcó para Nueva York donde realizó todo tipo de oficios; aprendió inglés en la calle y, tres años después, comenzó a escribir poesía en inglés que sería reconocida por los mejores talentos de su tiempo. Llegó a codirigir la revista Poetry al lado de su fundadora, y posible amante, Harriet Monroe. En 1922, fue víctima de una encefalitis que lo reducirá al hospital. Ese mismo año es deportado por las autoridades norteamericanas. En Italia, en diversas instituciones hospitalarias, pasará los últimos años de su vida en la más honda pobreza. Sus amigos norteamericanos no lo olvidaron y a menudo le brindaban apoyo espiritual y económico. Murió en la misma soledad en la que había vivido. Sus muchos papeles quedarían inéditos y en manos de sus familias. En 1970, el director del coro del Metropolitan Opera House, después de leer todo lo que encontró de Carnevali, viajó a Italia a buscar los papeles del poeta y, con la familia, comenzó el rescate y publicación del precioso material que hoy se encuentra en su totalidad publicado. Nunca dejó de escribir en inglés su poesía. Una antología de poesía norteamericana no podría dejar de incluirlo. Una de poesía italiana tampoco. No conozco que nada suyo haya sido publicado en Venezuela.
UNA MUJER
Sus labios son rosas
que se pudren en el agua.
Sus párpados dos marchitas
violetas.
Son charcos sus ojos.
Su voz es la de un pájaro estrangulado.
Mientras pasa, su juventud
se detiene en sus manos.
Flotan, aleteando,
como dos mariposas
sobre su cadáver.
Un sombrío capricho hay en ella,
como el de una boca muerta
que sonríe.
Sus bien torneadas piernas
cuentan una mentira insolente.
Su alma yace
en un orgiástico desorden.
Sobre las cenizas y restos dispersos
cuelgan, como hilos de humo azul
con una mínima elegancia.
ESBOZO DE MÍ MISMO
Siempre puedo regresar a una parte
de mí que me sirve de refugio;
y quedarme allí, apretado
como una nuez en su concha,
ni feliz ni infeliz.
Camino solo, como una roca
desnuda y solitaria
en un campo donde juega la hierba.
Camino como una orquídea en un bosque,
y mis pisadas, que nadie entorpece,
producen un grato sonido.
Soy una negra cueva, con una
vela que proyecta sombras
grotescas en las paredes.
Soy una habitación solitaria
donde se escuchan lúgubres pisadas.
Camino solo, como un caballero
que ha olvidado su damisela.
Manejo con elegancia la delicadeza
y la arrogancia.
Soy tan sencillamente vanidoso
que leer mi nombre en una carta
me fascina.
Soy tan egoísta que, cuando alguien
está muriendo en el hospital,
el fastidio me pone de mal humor.
Soy tan ferozmente egoísta
que, cuando un amigo estaba muriendo,
sólo pensé que ya no tendría que pagar
las cinco libras que le debía.
INVOCACIÓN A LA MUERTE
Déjame
que cierre los ojos.
Paraliza mis brazos,
déjame ser.
Entonces, ven.
Déjame estar completamente
solo,
no permitas que la terrible certeza
que viene con el pensamiento
de la muerte
me perturbe.
Tu amor no fue suficiente
para retenerme.
La muerte se lleva las cosas,
tengo en las manos mis harapos.
No entiendo el humor cósmico
que deja con vida necios imposibles como yo.
He hecho un gran desorden con todo
pero no tengo deudas.
Es como el anhelo de un hombre
nervioso por la paz y
la curiosidad por una palabra,
para siempre.
Si por lo menos llegara en silencio,
como una dama,
la primera y última dama.
Para no volver a escuchar
el sonido que en las calles metálicas
se infla, ni a las dos desesperadas golondrinas,
para no volver a escuchar a la dueña de la casa.
(Nota y traducción A.O.)
Alejandro Oliveros
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