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Cuando el fotógrafo se presenta
los niños se agolpan alegres
en el primer plano
del encuadre,
o quizás podría decir
en el proscenio de la foto.
Porque nuestros infantes
no les temen al riesgo
de lucir eternamente
congelados en su niñez,
no les importan las angustias,
ni los dilemas del instante:
que son las consecuencias
más silvestres
del impostergable tiempo.
Pero los ancianos, sí,
ellos sí se retraen al fondo,
a los últimos resguardos de la composición:
allí donde no se trama ningún fatum
y pueden entregarse
a recordar con gratitud
lo que ya no existe.
Aunque es posible, que sea preciso
resignarse
a una frecuente amenaza:
la vejez, siempre
aparecerá fotografiada
como si estuviese –algo– fuera de foco.
¡Qué pena!
Entonces, sin mucho apuro,
toman sus valijas,
sus bolsas de papel
y sus carteras
y se alejan.
Igor Barreto
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