También matan a los caballos (Fragmento de un diario sobre el año de la peste, IX)

01/08/2020

Fotografía de Jaime Ballestas

Sí, estoy utilizando el título de la famosa novela de Horace McCoy, que no trata de una matanza de caballos sino de una dura historia de perdedores y desheredados de la fortuna, para comentar el secuestro y la muerte de un purasangre de la hípica criolla, Ocean Bay, el más destacado de estos últimos severos años de vil tiranía. El desdichado caballo había ganado importantes carreras como sus dos victorias en la Triple Corona criolla en 2016, y por múltiples dolencias había sido retirado y dedicado a labores de reproducción. Ocean Bay me hizo recordar las increíbles hazañas de Cañonero, aquel mítico ejemplar que en 1971 estuvo a punto de ser coronado como triple campeón de la hípica norteamericana, habiendo ganado el Derby de Kentucky y el Preakness de Baltimore, fracasando en el Belmont de Nueva York, lo que constituyó una especie de duelo nacional. En su momento se decía que en el imperio era más conocido el nombre de Cañonero que el del mismísimo Simón Bolívar, el Libertador. ¿Quién se acuerda hoy día de aquel portentoso equino nacido para volar? Supongo que pocos millennials sabrán de él. Y lo más seguro es que también a Ocean Bay lo olvidarán muy pronto.

Siempre he tenido una especial predilección por los caballos, incluso por encima de los perros, lo que ya es mucho decir. Es fama que aprendí a montar a caballo antes de nacer pues mi madre era desde niña una jineta contumaz y aun cuando estuviera ya en su séptimo mes de embarazo montaba en su caballo bayo para visitar a sus padres en el páramo del Pajarito. Nadie duda de la nobleza de los caballos, por algo los llaman nobles brutos. Estoy convencido de que los caballos, por el simple hecho de ser vegetarianos, son más fieles que los perros. En casos de hambre extrema un perro te puede mirar como a una presa capaz de saciar su apetito. El caballo, en cambio, nunca te atacará, y son numerosos los casos de aquellos que mueren de un infarto antes que echarse al suelo rendidos del intenso cansancio.

Aunque no soy animalista extremo como Olga Tokarczuk, la premio Nobel polaca del año pasado, cuya inquietante novela Sobre los huesos de los muertos leí sin parpadear hace una semana, he estado siempre en contra del maltrato animal. Recuerdo que en Tokio me negué rotundamente a aceptar la invitación de mi amigo mexicano Ulises Granados a degustar carne de perrito en salsa tártara en un exclusivo restaurante coreano. Ulises, que viajaba con frecuencia a Seúl, se había aficionado a comer aquella, según él, deliciosa carne. Hacía poco había visto las crudas escenas de una película coreana donde se mostraba cómo sacrifican a los indefensos perros en los mataderos clandestinos y se me puso la carne de gallina. No estaba yo para la gracia. Y cuando me entero del maltrato a los caballos se me viene a la mente como si hubiera sido testigo de excepción la conmovedora escena donde Nietzsche en una calle de Turín abraza a un pobre caballo castigado por un cruel cochero, acción del gran filósofo que significó el inicio de su locura de la que nunca se recuperó. En la literatura aparecen varios episodios de maltrato a los caballos; recuerdo el que figura en Los hermanos Karamazov de Dostovieski: un personaje comenta un poema de Nekrásov donde narra la furia demente de un cochero que golpea con un látigo en la frente y en los ojos a un caballo excesivamente cargado cuyo coche se hallaba varado en un barrial. Aquí entre nosotros tenemos «El catire», cuento de Rufino Blanco Fombona, en el cual se muestra el ensañamiento de un adolescente contra un pobre burro, encono sin sentido alguno que al final conduce al pollino al suicidio. Este último lo incluí en mi antología Cuentos memorables venezolanos (2016), valga la cuña.

El caso del secuestro, muerte y desmembramiento de Ocean Bay, un auténtico desguace, una cruel carnicería perpetrada por unos desalmados fue reseñado y comentado en varios medios digitales y llamó la atención de mucha gente. Las opiniones, como sucede casi siempre, fueron variadas, encontradas y contradictorias. Desde los defensores a ultranza de los derechos animales hasta aquellos que le restaban importancia al crimen diciendo que en todas partes se cuecen habas, que en Europa y Asia la carne de caballo es muy apreciada y que los que secuestraron y se comieron a Ocean Bay lo hicieron empujados por el hambre. El tema se puede convertir en una nueva versión de Rashomôn, el famoso filme de Akira Kurosawa basado en un par de cuentos de Ryûnosuke Akutagawa. ¿Dónde está la verdad? ¿Todos tienen la razón?

Hambre, crueldad, venganza, los motivos de semejante crimen tal vez no se conozcan nunca. No me creo competente para tomar partido por uno u otro. Pero tal incapacidad no aminora mi furia. Y continúo recordando algún hecho semejante, de la vida real o de la ficción. Para miles de aficionados al cine el mejor filme de la historia es El padrino de Francis Ford Coppola. Mi preferido, por razones esotéricas y literarias, sigue siendo Blade Runner, de Ridley Scott. Sin embargo, debo reconocer que la escena de El padrino cuando el enemigo jurado de Vito Corleone se despierta y a su lado, como en la peor de las pesadillas, vislumbra con los ojos desorbitados la cabeza degollada de su purasangre predilecto, es de verdad inolvidable. Solo comparable al final de Psicosis del maestro del suspenso, Alfred Hitchcock, cuando el sillón donde descansa la madre del protagonista (Anthony Perkins) se da la vuelta y… Lo lamento, en esta ocasión no incurriré en otro spoiler, aquellos extraterrestres que no hayan visto Psicosis me lo agradecerán.

Hace unos años leí fascinado Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy. Durante varios días acompañé al par de adolescentes, John Grady y Lacey Rawlins, protagonistas de aquella saga monumental –preludio en tono juvenil de la dramática y apocalíptica novela La carretera–, en su dilatado, emocionante y singular periplo por aquellos parajes desérticos, llanuras sin fin, bandoleros mexicanos, aldeas pobladas por espectros, bosques sombríos y pasiones encontradas. Los acompañé con el corazón en la boca a horcajadas en Plata, el fiel caballo de mi padre en cuyo lomo debo haber recorrido en mi adolescencia y primera juventud al menos mil kilómetros. Podría elegir esta hermosa novela de aventuras como mi predilecta en lo que a historias de caballos se refiere. No obstante, el mejor libro sobre caballos que he leído en mi vida es El duelo de mi amigo Igor Barreto.

Cuando me enteré de la muerte de Ocean Bay salí a buscar el poemario de Igor y lo leí de nuevo casi sin respirar. El ejemplar que poseo, de sobrio, bello e impecable diseño, con fotografías de Ricardo Jiménez, fue editado en 2010 por la Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro de San Fernando de Apure. Y contiene al menos un par de poemas que se pueden considerar como preludios o anuncios o elegías a los caballos secuestrados y luego asesinados con el propósito de consumir y/o comerciar su carne.

Me limitaré a citarlos parcialmente, invitando al desocupado lector a buscar enseguida el extraordinario libro que pudiera muy bien haber sido subtitulado como Elogio del caballo. Con la maestría del poeta Igor Barreto para los poemas en prosa, se apropia en ambos casos de las voces de los dueños de los caballos muertos. Veamos el primero titulado: «Mary Ramsei. Finca San Gregorio»:

Era alazano patas blancas, y muy noble, muy noble. Un potro cincuañero que se adaptó a la silla rápidamente. Alegre para salir. Los vaqueros se peleaban por la oportunidad de montarlo, por ser tan generoso, siendo aun joven. El dolor grande fue descubrir que el caballo no estaba.

Salen a buscarlo y la dueña del caballo continúa su lamento:

El robo de caballos siempre ha sido más simple que el robo de ganado. Al ganado uno tiene que arrearlo y se requiere de mucha valentía. Si el caballo es manso de silla, el ladrón lo monta y se lo lleva. Continuamos tras las pistas hasta dar con el lugar donde lo habían matado. En el sitio se extendía una cuajada de sangre en medio de un claro de hierba rala, a ratos verde. Allí también enterraron sus restos, el entierro no lo hicieron a tanta profundidad y la cola del caballo quedó afuera. Lo identificamos por el color de la pelambre de la cola. Para estar seguros removimos la tierra suelta y así pudimos ver la cabeza del caballo. Entonces, no hubo dudas. Me dicen que su carne la vendieron en las calles de un pueblo cercano.

Los comentarios sobran.

El segundo poema se titula: «Antonio Mosquera. Finca Las Peñas». Igual que en el anterior, cito un fragmento:

Recuerdo que desapareció una tarde, a esa hora cuando el día se encuentra entre dos luces. (…) Empezamos a rastrear con potentes linternas y encontramos donde cortaron el alambre de la cerca y el sendero por el cual lo sacaron. Seguimos a pie y llegamos a un pueblo muy solo llamado Amana Abajo. Lo mataron a las tres de la madrugada. Al parecer con una barra de hierro golpearon su cabeza y luego lo degollaron. Fui a tratar de rescatarlo, yo pagaba lo que pidieran, pero ya era tarde. El que lo mató se llama Oswaldo Palmar. Un día me lo encontré caminando al borde de la carretera y al verme salió corriendo y se internó en el monte. En el lugar donde murió el caballo sólo quedaron sus patas y su cabeza. La carne la vendieron en el mercado.

Antes de poner el punto final a este homenaje a los caballos muertos me acuerdo de un poeta, gran poeta, amante de los caballos, que en otro tiempo fuera mi amigo, buen amigo. En su edad madura, luego de hacer una apología del tirano colocándolo en el altar de los poetas, se convirtió en su palafrenero. Solo me resta pedir que el espíritu de Ocean Bay lo perdone. Amén.

Mérida, mi herida, 11 de julio de 2020.


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