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Me asombraban sus zapatos sin trenzas
y la piel curtida de sus pies.
Lo vi mirar la calle y vaciarla de ciudad,
en su lugar
aparecía un paisaje de mercados
con tiendas de lona verde.
Era
El señor del Yemen:
el famoso lautar.
Y escuché los acordes de su instrumento
descender los tres pisos
donde vivíamos
hasta el portal de la residencia
para estudiantes extranjeros.
Allí contó algo sobre palmeras
y pozos de arena caliente.
El sinsentido era una gota de sudor
mientras caían
copos ralentizados de nieve.
Tahil guardaba una mano
en el bolsillo izquierdo
para repasar las cuentas de un rosario.
En aquel tiempo por las calles de Bucarest
se llegó a escuchar su canto
desde un minarete imaginario.
Éramos extraños
en un lugar de los Balcanes,
donde vivíamos en un país-mujer
que protegía a sus hijos,
pero a nosotros nos arrojaban
sobre los adoquines.
Igor Barreto
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