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Uno
Ante todo, hay que decir que Artificium (María F. Izaguirre y José Urriola editores, 2024) es un libro cuyos cuentos llevan la relojería precisa que todo buen cuento requiere. Nada les falta, nada les sobra, juegan con los golpes de efecto, con los finales inesperados que nos plantan en ese vacío luminoso propio del género.
Por supuesto, la ciencia ficción es un universo ancho y extraño, complejo y abundante, pero creo que a una buena parte del género le gusta contar buenas historias, y le gusta dejarnos pensando, un tanto golpeados en la catarsis, o por lo menos en una especie de limbo donde sentimos que algo nos fue revelado, pero no sabemos bien qué, lo que cumpliría con los preceptos cortazianos del cuento y que a su vez tiene honda raíz con el viejo y poderoso romanticismo literario.
Este libro de cuentos tiene relatos magníficos, que sí, juegan con la forma pero que han sido trabajados bajo la tutela de la estructura narrativa que los define como cuentos. En ocasiones, por ejemplo, son guiones de cine como los de Olga Colmenares Morett; en otras, minicuentos como los de Gabriella Alcalá o Viviana Reverón; o un cuento formado de seis pequeños relatos como el del inigualable profesor y escritor José Urriola. Estos relatos juegan con la forma, pero, como todo cuento bien escrito, nos atrapan con sus acciones y nos llevan a un final increíble. Y es que, la mejor manera de batallar el horror del futuro es siendo absolutamente clásico. Y esto no lo digo como defecto, sino como logro: este es un sólido libro de cuentos de ciencia ficción. De cuentos, repito, que por más que experimenten con el entramado tienen la muy difícil forma de los cuentos clásicos.
Dos
Sigamos con el horror del futuro.
El futuro es un horror, en parte, porque es una pesadilla colectiva. Es decir, al futuro llegan todos en conjunto, la humanidad o la posthumanidad, como lo vemos en el relato de María Fernanda Izaguirre donde el futuro es de los posthumanos radicales que, tal como leemos en el relato, son uno solo en plural, son «el ser que somos». Así que al futuro se llega en grupo, acompañados o mal acompañados.
Para los pensadores de la Ilustración el futuro era emancipación, es decir, libertad. El hombre de la Ilustración proponía la razón como medio para emanciparnos de las supersticiones de la Iglesia, la sangre azul y la monarquía; de la oscuridad esclavista que traían esas antiguas ideas. Todos los hombres, según la Ilustración, llegaríamos al futuro por medio de la razón, del pensamiento, del saber y así lograríamos emanciparnos. En el paraíso Adán y Eva no eran libres. No tenían conflictos, dilemas, Dios les daba todo y no necesitaban imaginar o crear extensiones de sí mismos para recargar o repotenciar sus cuerpos. Solo debían ser felices en el seno de aquel Dios que les impuso tan solo una prohibición. Pero la pareja, harto lo sabemos, decidió quebrantarla, es decir, la pareja probó la fruta del árbol del conocimiento del bien y el mal. De este modo, Adán y Eva, por medio del conocimiento (que les era negado), iniciaron la libertad, el pensamiento, la creatividad, la autonomía, el yo. La persona libre tiene un yo que se revela a la imposición y toma decisiones. Dios nos expulsó a la libertad. Ese fue el destino de Adán y Eva: ser libres. La libertad implica más libertad, más atrevimientos, más exploración, más experimentación y por lo tanto más creatividad e imaginación. Uno de los cuentos de Eduardo Porcarelli así lo señala: «¿Qué sería del mundo sin imaginación? ¿Un mundo sin misterios para evocar, explorar, maravillarse e incluso atemorizarse?». El temor nunca faltará, el futuro es de temer; en ocasiones muy de temer, porque esa maravillosa razón de la Ilustración se llevó todo por delante. Y sí, cómo no, quizás la imaginación ‒la libertad de imaginar‒ trae la semilla de su propia destrucción. En uno de los cuentos de Victoria Robert, el atrevimiento experimental/científico de un residente de emergencias consigo mismo lo lleva a unos límites de pesadilla. Luz Hernández muestra a un personaje que ensaya con la inteligencia artificial de manera excepcional, a tal punto de crear un invento que fue considerado su mayor logro, pero que al final «esclavizó a los humanos y les negó lo que más anhelaban (para mi sorpresa): acceso a la información». ¿Por qué se dice la información? Porque la información es el principio del conocimiento, del bien y del mal. Ese mal, en el futuro, tiene la forma de una tiranía más o menos concreta que somete o aniquila a la humanidad. En uno de sus cuentos, Rui Santos-Simoes nos relata que una raza llega a la Tierra para ocuparla sin piedad. Pero esa raza (colectivo de seres, entiéndase) no viene del espacio, sino de la Tierra misma, del futuro de la Tierra, lo que crea así un ciclo interminable de razón, creación, destrucción.
Y acá acoto algo que me parece observar en la mayor parte de estos relatos: en un acto de rebeldía contra ese futuro colectivo pero alienado encuentro que el narrador que predomina en este libro es el de la primera persona (la narración desde el yo), y cuando no es así, sus personajes están profundamente solos; son solitarios atrapados en ese futuro colectivo, opresor. En ocasiones, se rebelan; en otras, simplemente están allí, atrapados en las tiranías que les toca. En uno de los relatos de Nancy Urdaneta, un personaje de nombre Carmela se alza en contra de sus creadores (se sugiere que son robots) y su propósito: nada más y nada menos que destruir la esperanza humana. Carmela está sola y lucha en plena selva contra las condiciones adversas que le imponen. Esa selva, aunque se presenta como otro lugar, sigue siendo parte del futuro, porque forma parte de los experimentos de sus creadores, porque ha nacido en el futuro. En el relato de Abelardo J. Márquez, un parque, entendido como un ente vivo, padece los avances del futuro, representado por un conjunto de criaturas «bípedas» que perpetran operaciones técnicas sobre su cuerpo.
Podríamos decir que, en los relatos del futuro, hay un regusto por la soledad. El solitario, ese loco del tarot que inicia el viaje con un saquito apenas, es el único que puede convertirse en héroe y hacer, justamente, el viaje del héroe. Javier Domínguez nos presenta un robot que se desprende de la normativa para buscar el humano que alguna vez fue; Miguel Ángel Ríos, a un anciano que es recolector de hielo en el espacio interestelar y que batalla a solas para lograr su cometido (al estilo de Hemingway), incluso a costa de su vida. Fernando Orduña Murguia también nos presenta a un astronauta solitario que en la inmensidad del espacio recuerda el viaje de su vida, y eso le da paz, lo consuela en la situación más adversa. En un cuento de Gabriella Alcalá hay un personaje que atraviesa un vórtice de tiempo hacia un descarga Belmont: es decir, es un solitario o solitaria que viaja hacia una dimensión que vibra en el pasado; niega así el futuro de perfecciones tiránicas y se entrega al caos de una gran fiesta, que es colectiva, cierto, pero que no pertenece al futuro y es libertad del cuerpo, del deseo, de la embriaguez desordenada. En un cuento de Alexandra De Castro encontramos a Amalia: ella va hacia los libros de poesía y encuentra un gran terror: la poesía no tiene código, no está hecha para ser entendida. Un poema es y solo puede ser interpretación individual. Es como si las grandes máquinas de inteligencia artificial hubiesen borrado la poesía por no ser «comunicable», por no servir a la gran razón unitaria del futuro.
Pero no seamos inocentes: ese futuro en el que el control radical sobre la sociedad toma formas más o menos sofisticadas es una representación hiperbólica del presente. El maestro Luis Miguel Isava habla en la introducción de este libro de la «aposterioridad» de Freud: el estudio o la visualización de eventos que pudieran presentarse como «síntomas» a futuro de posibles enfermedades. Esta problematización del evento es lo mismo que hace la ciencia ficción, nos dice Isava. Así, la ciencia ficción nos advierte que los males de nuestra sociedad del presente pueden evolucionar en variantes hiperbólicas del futuro. Esto me lleva a pensar en un cuento de Sara Cecilia Pacheco donde la infidelidad ocurre a través de una máquina que pone a los amantes en lugares virtuales. No obstante, el sentido sigue siendo el mismo: la traición del amor, que ocurre, además, por lo mismo de siempre, por causa de una relación donde, en este caso el hombre, hace lo mismo que se hace hoy día: descuidar, emborracharse y golpear hasta matar.
Tres
Creo que la ciencia ficción no se recrea en lo bello, sino en lo sublime. El futuro de la ciencia ficción siempre revelará escenarios poderosos, sobrecogedores, delirantes, incluso pulcros pero avasallantes, desquiciados. Los escenarios de la ciencia ficción arrebatan el yo. En cuanto a sublime negativo tienden a la intención de la pérdida del yo: el paisaje anula al individuo, lo paraliza, lo entorpece, lo indiferencia, lo deja fácil presa del sometimiento. Las imágenes que acompañan al libro no son propiamente bellas en el sentido de esa belleza helénica, griega, que nos trae serenidad interior. Las imágenes de este libro son una clásica recreación de lo sublime, digamos que ahora, como arte, en el sentido positivo, de placer para el lector. Sus escenarios estallan fuera de la razón, existen en lugares desolados, sobrecogedores. Las ilustraciones de María Fernanda Izaguirre, hechas por inteligencia artificial gracias a un lenguaje meditado que se tradujo en prompts conceptuales, crearon universos alucinados que me recuerdan las magníficas portadas de revistas como Metal Hurlant o Heavy Metal, su vástago norteamericano, o álbumes de los setenta o de los ochenta como I Robot de Alan Parsons Project, algunos álbumes de Boston, incluso Bitches Brew de Miles Davis o Abraxas de Santana. Por supuesto, para mí la delantera la llevan las imágenes de los álbumes de Saga en cuanto a escenarios interestelares.
Quiero decir, con inteligencia artificial o sin ella estamos ante una tradición pictórica, imaginaria: la de los paisajes sublimes que se desarrollaron en los cómics y en la música. En estos cuentos existe todo un universo de esas tierras sublimes y que provienen del más profundo romanticismo literario que se solazó en el concepto de esa belleza que sobrecoge y que se entiende como lo sublime, para decirlo de manera sencilla. Lástima, hemos perdido los álbumes. La ilustración de la carátula como valor de arte, coleccionable y de sentido de historia personal, sentimental, histórica, se va volviendo cosa del pasado.
La Ciudad Muerta de Tö que nos presenta Lorena González Di Totto es una tierra desolada, llena de objetos inservibles y con una cascada poderosa al fondo. En una ciudad que tiene muerta cien años, vuelven a la vida tales objetos de lo cotidiano, a manera de los espíritus artefactos o tsukumogami japoneses. Estamos ante un relato muy poético, pero al mismo tiempo devastador, melancólico, oscuro; acá nos encontramos ante lo sublime. La Gundrad de Luis Fraga es de polvo, y es dorada, verde, y oscura, yerma; pero sobre todo «inconmensurable», la misma palabra que Susanna Clarke usa para describir la casa de su novela Piranesi, cuyo título a su vez hace alusión al célebre arquitecto y artista italiano que realizara la serie de grabados que hoy conocemos como Prisiones y que influyeron tanto en los románticos y en los surrealistas. ¿Acaso el inconmensurable espacio no es sublime? En otro cuento, Javier Domínguez recuerda a Rutger Hauer en Blade Runner. Los hombros de Orión, la puerta de Tannhauser, las naves de ataque ardiendo, los rayos C. Todo esto es también inconmensurable y sublime. Victoria Robert nos muestra en unos de sus cuentos la máxima expresión de lo sublime terrorífico, devastador: la imagen poderosa de la explosión atómica que es un dragón, un hongo, un brócoli, incluso un árbol que además va cambiando de colores contra el horizonte, entre las nubes, hasta tornarse rojo y quemarlo todo.
Todo esto es sublime, y estos cuentos, como buenos cuentos de ciencia ficción, se recrean en tales escenarios. Una parte de ellos ya no en otras galaxias, sino, justamente, dentro de los universos de la virtualidad, allá donde iremos a viajar en el futuro de nuestras mentes, convertidas ya también en simulacros de lo sublime. Paradójicamente algunos de estos cuentos sueñan con nuestros lugares del presente: la selva, la playa de la descarga Belmont o carreteras muy del Caribe venezolano como la del mecánico Cariaquita y su alienígena onírico en el cuento de Eva Pérez. Estos lugares del presente funcionan como vórtices temporales, recreaciones de lugares de sobrevivencia o sueños: es decir, son lugares escenarios, como si se tratase de escenarios de video juegos. Para estar en ellos requerimos de un conductor, de un placebo como el sueño. John Gómez hace transcurrir todo un cuento en un gran sueño mítico, creador de mundos, y Fanuel Díaz hace presentes en la Tierra a unos alienígenas que habitan bajo tierra, en la monstruosa Ciudad de México; no obstante, no podemos saber si esta historia, la de Fanuel Díaz, es cierta, porque antes de entrar la voz plural del ser sin tiempo que culmina el relato, sabemos, desde el inicio, que la historia está contada por alguien que no está en sus cabales (la otra voz, la que cierra, también podría ser falsa). ¿Acaso el loco no habita un estado crepuscular donde el delirio y el sueño conviven? Así, escapar de estas historias, o mejor decir, escapar del futuro es apenas una mueca, porque pareciera que lo real tampoco existe. Y es verdad, cada vez existimos menos, cada vez somos más oníricos y más virtuales y más de vórtices temporales salidos de TikTok o de Instagram.
Final
Podría decir más. Pero cierro señalando de nuevo que este libro, que esta colección de cuentos es justamente eso, una magnífica colección de cuentos. Como ha de ser, estos cuentos continúan una tradición; no pretenden romper con nada, porque en realidad es un absurdo pensar que hay algo que romper. El futuro ya está roto, así que la mejor manera de pensarlo y contrarrestarlo es desde el orden narrativo que viene cultivando la ciencia ficción, esa gran herramienta de los chamanes del presente (que avizoran el horror del futuro). Pero también estos cuentos, como toda buena literatura de ciencia ficción, incorpora los miedos del presente. Los de la disolución del yo, el miedo a la esclavitud, la entronización del dios artefacto y los que en muchos cuentos se sienten muy latinoamericanos, muy venezolanos incluso. Estos cuentos aman a sus héroes (aunque fracasen), aman la libertad, aunque encuentren que en el futuro esa palabra ha sido borrada del mapa. Estos cuentos son artificio, pero artificio humano, nacido de la imaginación para mostrar verdades. Ahora el problema es que el artificio comience a crear artificios que nos hablen de simulacros que nos engañen y nos pongan a existir en una zona en la que no sepamos distinguir lo real de la simulación. ¿Recuerdan esas imágenes de Rimbaud en París que salieron por allí? Más de un afamado o afamada poeta los posteó diciendo que se habían encontrado nuevas fotos de Rimbaud. Y era verdad, se había encontrado una nueva foto de Rimbaud, pero no era esa del Rimbaud hermoso en una calle de París, hecha con toda la intención de confundir, de engañar, de jodernos por medio de la inteligencia artificial. Hasta ahora, con este tema de la inteligencia artificial, el lobo del hombre sigue siendo el mismo hombre. Quizás, el día que las máquinas nos sometan, pues lo tendremos muy merecido.
Fedosy Santaella
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