Perspectivas

Spinning

Fotografía de Juan Luis Landaeta

02/02/2024

Nadie puede impedir que cierres los ojos durante una clase de bicicleta estacionaria. A oscuras y aunque no te estés desplazando, aparece la oportunidad de conectarse con otra cosa. Un espacio mental, ajeno a todo y distinto para cada uno. Puedes proyectarte en cualquier otra parte, lejos, bajo otro clima, o quizás en una ciudad vecina. Por instantes, podemos atravesar esa abstracción, también sugerida por las resistencias y distintas posiciones de comando que va sugiriendo el instructor. De pronto, aunque no exista frente a nosotros, vamos subiendo una cuesta, bajando en sprint por una bajada muy pronunciada o dando brincos de pie por una zona rocosa. Imaginas el paisaje que te envuelve y las ruedas dejan de girar en el piso de un gimnasio de Nueva York para hacerlo donde sea. Tú le pones el nombre.

Rara vez he supuesto una llanura y en cambio, con frecuencia, pienso en montañas en las que, si estuve, jamás fui en bicicleta. Calculo el recorrido que haría por las curvas del Parque Henri Pittier, que termina en la costa que ya linda con el Caribe, o en recorrer la avenida Las delicias, adelantándome a la presencia de tantos árboles colosales que vi durante la infancia. Me veo delante de tal Samán a un costado del campo de golf del Hotel Maracay, o algún Araguaney ya casi al final de la cuesta que desemboca en un zoológico. Tristemente, también algún otro espécimen contiguo al Círculo Militar, donde perdió la vida un amigo del colegio.

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No todas las clases son iguales ni las dicta la misma persona. Varían según hora y día. De hecho, tienen distintos nombres, aunque se trate de la misma disciplina. Un calendario disponible en el app del gimnasio permite revisar y acomodarse a conveniencia. El primer instructor que tuve, por el que empecé a aprender y frecuentar la bicicleta, es médico cardiólogo y da la clase junto a su pareja, que también se dedica al sector de la salud. Se llama John, Doctor John. Su clase empezó siendo los miércoles y luego se movió para los jueves.

Casi todos los instructores dan las clases conectados a un micrófono inalámbrico por el que van dictando instrucciones, sugiriendo velocidades o resistencias, o incluso balbuceando canciones con el aliento entrecortado. John no era la excepción. Unos minutos antes de empezar la clase, lo podíamos escuchar detrás del estrado, sofocándose mientras activaba el bluetooth de su aparato y a la vez desenrollaba un cable innecesariamente extenso, que conectaba a la Tablet de la que iba escogiendo canciones en Spotify para su clase.

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Las bicicletas son aparatos especialmente diseñados para esta práctica, con una pantalla Led incorporada al manubrio que ofrece los números de tu velocidad, distancia recorrida, resistencia y un aproximado de calorías quemadas por hora. Hay instructores que jamás se asoman a esa pantalla con indicadores de tu rendimiento, pero otros sí, incluso exigiéndote más esfuerzo. Hay de todo. Incluso hay instructores que prácticamente se dedican durante toda la hora a recorrer la sala de la clase caminando, dando órdenes, pasando muy poco tiempo en su propia bicicleta. Hay quienes en el afán (desmedido) de estimularte, prescinden de discreción alguna y abiertamente te gritan. Yo detesto los gritos, y en estos casos más, tratándose de un espacio cerrado y de una actividad de esparcimiento, por la que (detesto el argumento, aunque cierto) estoy pagando.

En una ocasión, uno de los instructores más locuaces, me dijo aludiendo a la fuerza y el tesón que debía emplear durante una “cuesta”, que debía ser como un personaje mitológico que comparte nombre con un exjefe que tuve, a quien no guardo el mínimo afecto. En medio de la obstinación que despertaba en mí con su tono de voz, me dio risa que alguien propusiera que mi gol vital fuera parecerme al cretino en cuestión. Del inglés al español me decía: “tú eres X, recuerda, nada te detiene de ser tan fuerte como X”.

Toda la vida me ha costado seguir instrucciones, así que con la mediana experiencia que tengo, sé muy bien cuándo abandonar la presión de quien dicta la clase y hacer cualquier cosa a mi propio ritmo, con las variaciones que encuentre pertinentes.

La permutación de todos los elementos anteriores me permite elegir, clasificar o mezclar las clases que voy a tomar durante la semana.

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Come on, faster, faster, push, right, left, right left.

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La selección musical tiene mucho que ver con el poder contagioso de los ritmos. Antes de sugerir un rango de velocidad en un tramo, el instructor puede simplemente decir: “sigan la canción” y conseguir que una percusión y el bajo lo asistan. Efectivamente, es fácil encontrarse moviendo el cuerpo en sincronía con lo que sale de los parlantes. Entendiendo eso, asumo y hasta disfruto de artistas o géneros que jamás escucharía por mi propia cuenta. Lo que me ha molestado, a niveles que he hecho explícitos, es la intensidad de la reproducción. Me irrita la estridencia.

A pesar de ser un deporte que se puede practicar sin implementos, los volúmenes de la música me hicieron incorporar el único accesorio adicional a la ropa y mis zapatos: un par de tapones de oídos, de los que se consiguen en cualquier ferretería. Su uso me sumerge en una sensación de cápsula, que incluso puede marear al principio. Sumado al aislamiento, está el cambio en la percepción de mis sentidos. Los tapones me desconectan del espacio exterior, pero me arrojan a la intimidad del mío. Dejo de deducir lo que pasa en mi cuerpo para pasar a percibirlo, directamente. Siento que trago agua, no que la bebo. La desconexión me da consciencia del líquido bajando por mi garganta, refrescándome. También advierto cualquier suspiro o exhalación. Después de algunos esfuerzos pronunciados, la sangre palpitando en mis orejas. Cualquier eructo, por más imperceptible que sea, se sentirá como un terremoto. Es verdad que se pierde un poco la excitación de la música, pero los dolores de cabeza consecuentes me estaban obstinando. Salía a la calle relajado, pero aturdido. Entiendo que el iWatch advierte si los decibeles del entorno exceden cierta intensidad, haciéndolos nocivos y con frecuencia he visto esa notificación aparecer en las muñecas de mis compañeros, como una constatación del hecho. No soy el único que se da cuenta.

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La competencia, uno de los mayores factores que aúpan un deporte colectivo, no se hace presente. Las luces están apagadas, acaso funcionan algunos bombillos ultravioletas haciendo que las toallas, prendas y dientes (junto a cualquier otra cosa blanca) brillen o resalten, pero las estadísticas personales son imperceptibles para los demás. Cualquiera puede moverse muy rápido porque intenta una resistencia menor y otro, muy lento, luchando con una resistencia grave o considerable. Los dos pueden estar quemando las mismas calorías o recorriendo la misma distancia.

La única rivalidad, parecida a los modos de un videojuego, es posible durante las clases virtuales. La definición implica varios detenimientos. Por ejemplo, el término que usan es “Live” que traduciría “en vivo” pero ello no las separaría de cualquier clase dada en persona. Lo que ofrecen en realidad se parece más a una transmisión, pero no usan esa palabra. La experiencia es ofrecida por una empresa llamada Swerve.

Un proyector sobre una pantalla blanca de lona, detrás del pedestal donde se encuentra la silla (vacía) de los instructores (presenciales), revela a un instructor (remoto) que, desde los estudios de la empresa, dirige la clase. Los participantes, que ya se habrán inscrito para la sesión, al llegar a la sala pueden escanear un código qr que les permite iniciar sesión en la misma. Acto seguido, sus datos personales y de rendimiento serán sumados a los de los otros participantes en la sala, cosa que los convierte en un equipo que llevará el nombre de la sede del gimnasio. Para las sedes de Nueva York, suele ser algo asociado con el número de la calle donde está. Digamos, el equipo de la 34. Esas clases se dividen en tramos y al final de cada uno, los promedios de cada equipo conectado a la clase se comparten jerarquizados, por lo que el instructor bidimensional, dirá: bien hecho 34, Boston, San Diego, etc. Manténganse así. Al completar la sesión, el programa te manda un correo electrónico con tus estadísticas, para que las sumes a tu historial y acaso pases a competir contigo mismo.

Que saluden al equipo de una sede no llama tanto la atención porque es suficientemente genérico. Es obvio que tienen monitores con los datos de las ciudades que están atendiendo en ese momento. Además, algunas clases quedan grabadas y las vuelven a transmitir el mismo día más tarde, sin la acotación del “Live” en el calendario de la aplicación. Lo realmente impresionante, casi absurdo, es que te pueden alentar o saludar por tu propio nombre. Mi experiencia al respecto, apocalíptica e hilarante, fue la de hallarme montado en una bicicleta durante una clase en la que era el único asistente y así, escuchar y ver a la instructora saludarme y reaccionar a mis cambios de números entre un tramo y otro. Era un hombre solo, rodeado de bicicletas desocupadas, interactuando con otra persona en tiempo real, que está metida no sé dónde. Good job, Juan.

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Estimular a los participantes es un reto, porque existen algunos atajos (como el ritmo de la música), su intensidad (una vez más, el volumen) pero a su vez, existe un lenguaje, el de los mensajes tipo mantra, con frases cortas y ligeramente trilladas, pero que constituyen insumos positivos para las mentes, en medio de la fatiga o el hartazgo. Él ánimo y la disposición varían en el transcurso de ese trance, atravesando transformaciones de todo tipo. Junto a un sistema respiratorio más activo de lo normal, empieza un proceso fisiológico donde las hormonas suman protagonismo, haciéndote sentir mejor o increíblemente mejor, definitivamente agotado y feliz. Dopamina, y otros nombres que no necesito enumerar para saber que existen o demostrar sus efectos.

Los mensajes van de: “Sí lo haré, sí puedo hacerlo”, que en inglés es más corto y tiene cierta ritma fonética “yes I Will, yes I can” a “Exploren todo su potencial”. No sé si todos los instructores piensan lo que van a decir, o asumen que cualquier lugar común provechoso es suficiente, pero las frases de aliento funcionan. Son mensajes que compiten con las ganas de ceder, inevitables ante cualquier esfuerzo sostenido. Nadie quiere escuchar que lo mejor de uno quedó afuera o que solo es un bulto sudando con profusión su patetismo. Está bien empujar hacia adelante, sin más, como un axioma. La mayoría de las veces el cuerpo puede y uno lo sabe. “Durante la próxima hora sean la mejor versión de ustedes mismos”. Esa es mi frase favorita del Dr. John.

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Las bicicletas están numeradas. Unas siete hileras compuestas de 4 o 3 unidades suman el total disponible del lugar. La preferencia se decanta al momento de reservar el puesto, pudiendo escoger la silla preferida, dependiendo de la concurrencia. La posición dentro de la sala con la que me siento más cómodo ha variado con el tiempo. Al principio me daba miedo sentarme adelante, sentía que un látigo me iba a obligar a ir a un ritmo que no podía alcanzar, sometiéndome a un ridículo inevitable. Luego me decanté por la número 7, a un costado de la segunda fila, que además hace esquina y me despreocupa un poco de salpicar de sudor a alguien más. A veces me acompañan hasta tres toallas para evitar tal cosa. Actualmente, como si fuera un consuelo, los instructores que me conocen, me convidan a acercarme más al pedestal donde están ellos, así que me siento en primera fila.

Una vez que te han corregido lo suficiente la postura, resulta útil para los instructores que quienes se incorporan, puedan calcar el ajuste idóneo de las posiciones de los demás, por dónde debe ir el sillín, qué tan cerca el manubrio, la altura de las piernas, o cuan inclinado debe estar el pie cuando cae. Uno aprende viendo a los demás y el afán por corregir no tiene que ver con el perfeccionismo sino con ahorrarse o evitar lesiones. En cualquier caso, no son tantas las opciones: la posición uno es la regular, sentado con las manos delante de ti, la posición dos es de pie, estando más o menos recto y la posición tres es extendiendo el cuerpo y los brazos hacia adelante, cosa que te obliga a estirarte sobre el aparato. El recordatorio universal, el más frecuente de todos es bajar los codos, relajar los hombros y claro, tomar agua cada vez que lo necesites.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

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El derecha, derecha, derecha, que alude a persistir, siempre se me convierte en un izquierda, izquierda. No soy zurdo, pero quizás esa pierna es más fuerte o se siente más animada a tomar la delantera. También puede que tenga que ver con mi abierta incapacidad para seguir instrucciones. Acaso no importe.

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Hablar de beneficios me resulta pesado y propagandístico. Es mucho más complejo y a la vez evidente que una vana enumeración. Es como el carácter estéril, meramente descriptivo, que procuran alzar quienes hablan de los beneficios de la lectura. Basta con exponerse a ambas cosas para entenderlo. Ahora bien, como suelen decir los médicos: todo lo que pasa afuera, pasa adentro. A la par de respirar mejor, tener más resistencia de todo tipo, perder peso y ganar tono muscular, también pasa que la mente se despeja, las ideas reciben su pátina de oxígeno, las soluciones imposibles hasta hace apenas minutos afuera del gimnasio se hacen evidentes y también se duerme mejor o simplemente se duerme. Todo esto, en cualquier orden, si se trata de un adulto, no es poca cosa. Al menos de un adulto en Nueva York.

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Rodar ahora es parte de mi vida, una extensión de mi movimiento físico y mental. Una metáfora más como lo que pinto o escribo, otra forma de cifrar mi existencia. Cada vez que piso un pedal y estiro una pierna para acomodarme en la silla, me uno a todas las personas que se están subiendo a un aparato para cambiar en él. Para dejar de ser lo que son por un rato. Para intentar volver a serlo. Para moverse (o no) de sitio. Para cerrar los ojos y proyectarse en cualquier parte. Para intentar estar con ánimo y a toda velocidad, finalmente aquí.


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