Perspectivas

Sonrisa y nariz

Fotografía cortesía del autor.

21/07/2021

Casi puedo ver el fuelle negro encerrado en su pulcro vaso de cristal subiendo y bajando monótonamente. Una burbuja en el líquido que avanza veloz por la montaña rusa de plástico que sale de la botella de suero para perderse en tu brazo. Tus órganos-sustitutos-de-metal distribuidos por toda la sala. El clásico monitor donde se dibujan brevísimas montañitas-latido, cada vez más pequeñas y el temor subterráneo de que no levanten más.

Tu cabeza rapada en medio de tantos almohadones… ¿Cómo ha sido esto posible?

La Bogotá que recuerdo de finales de los 70 y buena parte de los 80 es una cosa extraña. Al menos para un niño que viene de Caracas. Es como una de esas fotos análogas que salían mal porque en el mismo negativo quedaban dos disparos sobreimpresos. Una de las imágenes es un campo verde con potreros y tarros de leche de esos de aluminio y vacas y ese olor a fresco mojado. La otra imagen es la de una ciudad “normal” como Caracas en ese entonces: edificios, asfalto, concreto. Así que Bogotá es esa cosa doble: asfalto y grama, autopista y una vaca pastando en la isla, una urbanización de quintas y el lechero en bicicleta con botas de caucho y suéter de lana trayendo el tarro con la leche que acaba de ordeñar.

Mi tía, hermana de mi mamá, tiene su casa en una urbanización así. Me refiero solo a mi tía porque enviudó. Quedaron ella y mis cinco primos en una casa enorme con techos de madera, tejas rojas y altillos maravillosos. Yo adoro los altillos. Son casas en miniatura para nosotros los “señoritos”, como dice la cocinera. Solo subir las empinadas escaleras sin barandas por las que se llega a los altillos con sus techos bajos de dos aguas me parece una aventura. Benito, el primo más cercano a mí por edad, tiene un tren a escala con puentes, postes mínimos y una estación con muchas vidrieras y gente con maletas. Cuando saben que vamos de vacaciones nos piden a nosotros que le compremos accesorios para el tren, que en la Caracas de ese tiempo se conseguían importados y en Bogotá no. Pero el tren no está en el altillo. Está en el cuarto verdadero, abajo. En el altillo de los varones están los juegos de electrónica de Eugene (incomprensibles para mí) y las revistas de Robin, con mujeres sin ropa que me producen una cosa rara mezclada con miedo cuando las sacamos de dentro de unos parlantes de equipo de sonido y las vemos escondidos. De todas maneras prefiero el tren porque tiene un solo mando de velocidad y como diez botones para cambiar las rutas. Además, no tengo que usarlo a escondidas. Pero creo que ya dije que el tren no está en el altillo sino abajo. En el piso de abajo, el de verdad.

Fotografía cortesía del autor.

Me cuesta imaginarte sin cabello. Es difícil. Tú y el cabello lacio y amarillo siempre fueron una misma cosa. Tu cabello siempre largo. Solo una vez te vi con el cabello corto. Era una foto vieja con los colores como si la hubieran metido en la lavadora. Tendrías tres años. Benito no había nacido y salían ustedes con la tía y el tío. Tú y el cabello lacio, el cabello lacio y tus ojos. Tus ojos azules y esa simpática y gran nariz. Ya van muchas cosas: cabello amarillo, ojos azules y nariz. Sol, cielo y nariz.

Ahora que te han rapado la cabeza, la nariz se te debe ver más grande. Aunque importa poco ¿No? Tu sonrisa siempre acabó con cualquier exceso nasal y aunque en coma no puedes sonreír, poco importa. Sé que la sonrisa está allí, justo detrás de tu boca en coma. De hecho el aparato de oxígenos de seguro esconde ambas cosas: la nariz y la boca. Y los párpados esconden tus ojos. La verdad es que sin ojos, sin nariz, sin pelo y sin boca es como si ya no estuvieras ahí.

Coma suena feo. Horrendo. Coma detenido, coma stop. Pero al menos es coma y no punto, hay que tener esperanza. Siempre que sonreías arrugabas la nariz. Eso unía tu nariz a tu alegría y le quitaba tamaño, como que la encogía. Por eso te veías bella y nadie pensaba en el tamaño real de tu nariz. Nunca te había detallado tanto. Detallamos tarde. Demasiadas veces demasiado tarde. Tarde sol, tarde cielo y tarde nariz. Sin tamaño, solo nariz.

Yo paseaba por los grandes espacios de la casa de mi tía en San José como Amundsen por la nieve del Polo Sur. Siempre era una expedición. Me protegía del frío con una chaqueta prestada, una de las tantas colgadas en la entrada, porque en Caracas no hacen falta chaquetas así de gordas. Ni menos gordas tampoco en realidad. Y aunque soñaba siempre con llevármela, porque según yo me quedaban increíbles, de nada hubiera servido porque en mi ciudad no se pueden lucir rechonchas chaquetas. Bueno, sí, pero sudando como loco.

Benito se había escondido en alguna parte con la “paciencia-para-soportar-primos-de-visita” en cero. El “primómetro”, pensaba yo divertido. Le pasaba con cierta frecuencia porque era un tipo un tanto serio para su edad. Caminaba entonces yo solo por la casa y me detenía a ver la pecera empotrada en la pared del salón principal, por ejemplo. Me gustaba tomar el imán con fieltro que, con su doble dentro de la pecera, servía para limpiar los vidrios de moho. La persecución del imán del otro lado del vidrio me extasiaba. Siempre más lento y torpe, el imán sumergido se esforzaba enormemente por mantenerse a la par del otro. También leía decenas de cómics tirado en un puf en alguna de las salas de la casa o un libro que me regalaron allá de crónicas humorísticas de Daniel Samper Pizano.

Tiempo-plastilina de las vacaciones en Bogotá. Tiempo-melcocha haciendo nada y todo a la vez.

Escudriñando la pecera me llegó suave una pieza de piano del otro lado de la pared. Me hizo levantar el imán externo y perder el otro en las profundidades del pequeño acuario. Hoy sé que escuchaba «Para Elisa», pero en ese entonces era simplemente una linda melodía de piano.

Taratatata tatatatannnnnn

taratatán

taratatán

Taratatata tatatatannnnnn

taratatán

taratatán

Pensé en un disco, pero no, algo en los golpes de tecla hacía vibrar el piso como solo lo hace la música en vivo. Lo confirmé cuando no terminó la canción y empezó de nuevo, lindo pero truncado. Un error y corregía:

Taratatán, taratatán, taratatán, taratatán

Tin tin

Tin tin

Me asomé a la sala contigua y allí, sentada al piano, una niña rubia desparramaba su corazón entre las teclas. Su cabello se movía apenas, rozando las manos que acariciaban teclas. Entre los cabellos asomaba apenas, por momentos, un trocito de nariz. Era mi prima. Un par de años mayor que Benito. Por supuesto que la veía todo el tiempo en las vacaciones pero en ese instante juro que la miraba por primera vez. Tuve un torrente de sensaciones desconocidas que no voy a poder describir. Traicionaría a ese niño que dejaba de serlo espiando a una prima tan lejos de su casa.

Fotografía cortesía del autor.

Ella detuvo el concierto y se quedó inmóvil, como se queda la gente cuando siente que la están mirando. Como pude recogí del suelo todo lo que se me había desparramado del alma y las tripas y corrí lo más rápido que pude hasta salir de la casa, hasta el pasto, hasta el árbol enorme donde pasaba los días el loro de Benito, el árbol de las maderas clavadas en el tronco como escalera. Subí hasta donde pude y desde allí seguí escuchando el piano que empezaba de nuevo la canción y tuve deseos de llorar.

¿De qué sirve que sigas ahí en medio de tanto tubo? ¿De qué?

Tampoco quiero que te vayas.

¿Habrá piano allá arriba?

Quererte aquí ya es un problema de egoísmo nuestro, aunque nadie se atreva a decirlo o a culparnos. Mientras puedan ver tus párpados hay oportunidad de que abran un día. Puede que la coma maldita, por fin, de paso a la otra parte de la oración. A veces, pensando en ti, puedo dejarme llevar por el sueño e invertir los papeles de la enorme cantidad de aparatos que te rodean. Puedo sentir, estúpidamente, que no es el fuelle el que infla y desinfla tus pulmones, sino al revés. Puedo creer –aunque llore– que eres tú la que mantiene vivos todos los aparatos y no al revés. Y yo quisiera tener la posibilidad también de desenchufar este dolor, esta tristeza que no se quita nunca, que no amaina con nada.

Las vacaciones cambiaron para siempre. Todas. No sabía si ir con Benito a brincar por los potreros y cazar renacuajos o quedarme en la casa para ganarme por casualidad una frase, un cariño. Quería verla a escondidas tocar algo en el piano otra vez. La diferencia de edad, estando tan niños, era enorme, insalvable. Yo era el primo mocoso de Caracas y ya. Pero yo tampoco necesitaba demasiado. Bastaba una palabra, un revolverme la cabellera. Cualquiera de esos pequeños gestos valían por quince triunfales renacuajos metidos en una bolsa de plástico transparente que es lo que podía estar haciendo en ese instante con Benito. En realidad, no había mucha diferencia entre lo que sentía por mi prima y los pobres renacuajos que podría haber cazado. Ambos estaban destinados a morir sin desarrollarse. Ambos tenían contados los días. Ambos sabían de antemano que nunca les saldrían patas.

Luego volvimos a Caracas y regresamos como siempre muchas veces muchos años. Y ese sentimiento con acompañamiento de piano fue quedando como en el fondo de una pecera, tapado por el sedimento, las noviecitas, el bachillerato, el primer trabajo.

Y uno olvida. Hasta que.

Por fin la mano del pintor se cansó. Cada vez colinas más pequeñas en el monitor y esta mañana una sola e inmensa llanura. Una línea plana, esa que ninguno quería que cruzaras.

Nunca estuve ahí, todo me lo contaron porque no pude viajar, porque más gente sería una incomodidad en la clínica, porque para qué.

Y no he vuelto a Bogotá. Décadas. Pero sé que cuando vaya y abrace a mi tía y a Benito y no estés será como si el coma acabara en ese instante y el círculo se cerrará finalmente hasta que nos veamos de nuevo. Cabello dorado y cielo. Un piano. Sonrisa y nariz.

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena]


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