COVID-19
Sobre el equipo que usamos para protegernos // Diario de una pandemia
Fotografía de Sebastien Bozon | AFP
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Carlos Torres Viera es médico venezolano (UCV), internista (Yale University), infectólogo, con máster de salud pública (Harvard University). Se desempeña como consultante en Infectología en el South Florida Infectious Diseases and Tropical Medical Center y es profesor asistente de la Escuela de Medicina Herbert Werthein de la Florida International University. Torres estará compartiendo algunos textos sobre su práctica y sobre las epidemias. Esta es su primera entrega.
Utilicé la bata blanca con orgullo desde que era estudiante de medicina en la Escuela J. M. Vargas de la Universidad Central de Venezuela. Hace cuatro años la abandoné. Soy infectólogo y para minimizar la posibilidad de transmitir infecciones, ahora visto camisas mangas cortas al evaluar pacientes. En las últimas semanas, mi rutina es la de ir exclusivamente entre la casa y el hospital. Mi indumentaria se limita al uso de monos quirúrgicos de lavado diario, y a tomar una ducha apenas llego a casa. A eso me ha acostumbrado el estar expuesto al SARS-CoV-2, el virus causante del COVID-19. Y es que el temor a infectarse y transmitir la infección es real y permanente. Durante el brote inicial en Wuhan se infectaron unos 1300 trabajadores sanitarios y se convirtieron en vectores de infección en sus familias. Para el momento de escribir estas notas, España tiene unos 9.444 sanitarios infectados, y en Italia ya suman más de 6.000 con al menos 45 fallecidos.
Hasta finales del siglo XIX, los médicos vestían de oscuro, de negro, toda vez que dicha vestimenta se consideraba formal. Pero a finales de dicho siglo, el médico británico Joseph Lister introduce la idea de antisepsia, la cual empieza a movilizar a la medicina al área de la biociencia, sacándola en gran medida de la era de los remedios caseros y de los charlatanes (aunque sigan existiendo). Comienza también la era de la pureza, del candor o verdad como fundamento de las sociedades médicas, y del blanco como su color representativo. Es alrededor de esta época cuando se introduce la vestimenta blanca en médicos y enfermeras. Luego se haría emblemática. Por tanto, la idea del uso de la bata nunca tuvo un propósito de protección contra las infecciones.
Pero los médicos sí han utilizado vestimenta que buscaba protegerlos de lo que para ese momento era un enemigo desconocido pero letal. El más reconocido de ellos, porque además quedó reflejado en elementos culturales posteriores (disfraces, máscaras de carnaval, etc.), es la vestimenta del médico de la plaga (Medico della Peste). La epidemia de plaga (infección por una bacteria llamada Yersinia pestis), también denominada la Peste Negra, inició su trayectoria devastadora en Asia y Europa en 1347 (siglo XIV).
Aunque se desconoce el número de muertos, se estima que falleció el 33 % de la población europea para el momento (unos 25 millones de personas). Por lo tanto, no es de sorprendernos el terror que causó en la población y en sus médicos. La vestimenta del médico de la plaga no parece haber sido utilizada durante la mencionada epidemia, sino en brotes posteriores, ya que esta afección continuó produciendo epidemias intermitentes por los siguientes 200 años. Su invento se atribuye al médico francés Charles De Lorme (1584-1678).
En esa época, se consideraba que la enfermedad (y otras) era transmitida por “miasmas”, es decir, por una forma tóxica de aire no puro. El traje involucra el uso de un gran saco de cuero y cera que cubría de la cabeza hasta los pies, asociado con el uso de una máscara con un largo pico curvo, similar al de algunas aves, donde se podía colocar hierbas, especias y flores secas que combatirían al enemigo invisible. El médico también cargaba con un sombrero (utilizado para identificar su condición de médico) y un bastón de madera que podía servir para mantener a las personas alejadas, examinar los pacientes sin tocarlos y/o para dar instrucciones.
Pero ese no es el único ejemplo histórico del uso por parte de los médicos de “vestimenta protectora”. En el Siglo XIX, todavía bajo los efectos de la teoría de los efectos tóxicos de las miasmas, se produjo una serie de epidemias de cólera (infección por la bacteria Vibrio cholerae). Aunque no tan mortal como la plaga, tuvo consecuencias devastadoras en las zonas que afectaba.
De alrededor de 1830 data El hombre de prevención de cólera, una caricatura que refleja el uso por lo médicos de ropas que, en diversas capas, lo cubrían de la cabeza a los pies, así como el uso de una máscara asociada a un contenedor de alcanfor o vinagre, de forma que sus vapores protegieran al individuo de la atmósfera contaminada.
El empleo de la máscara quirúrgica empieza en 1897, pero no era más que un pedazo de tela que cubría la nariz y boca del cirujano para prevenir que este tosiera o estornudara sobre el campo quirúrgico y lo contaminara. En realidad, esa sigue siendo la función fundamental de la máscara quirúrgica.
En 1910, otra epidemia de plaga, esta vez en Manchuria, daría origen a la primera máscara con intención de funcionar como filtro. La desarrolló el Dr. Lien teh Wu y consistía en una máscara hecha con capas de gasa y algodón, cubierta con paño. Dicha máscara se hizo popular y fue reproducida por diversas compañías y utilizada extensamente durante la pandemia de influenza de 1918. Actualmente, la máscara quirúrgica está conformada por dos capas de material sintético no tejido que cubre un material interno que funciona como filtro y busca atrapar bacterias contenidas en gotas de líquido o aerosoles, producidas a través de la boca o nariz de quien la usa .
Los precursores de la máscara N95 (o FF2 y FF3 de uso en Europa), surgieron durante la I y II Guerras Mundiales. Eran dispositivos que cubrían toda la cabeza, hechos de goma y con filtros de fibra de vidrio que buscaban limpiar el aire inspirado. Obviamente eran incómodas y no muy prácticas de usar. Las primeras máscaras equivalentes de las N95 fueron desarrolladas por la compañía 3M en 1972, a partir de polímeros derretidos esparcidos por medio de aire comprimido sobre una capa de pequeñas fibras a las que posteriormente se le añadieron materiales cargados electrostáticamente.
El resultado es que filtra el aire inspirado, atrapando en el laberinto de fibras el 95 % de las partículas tan pequeñas como 5 micrones de diámetro. Su uso inicial fue en diversas industrias y solo se empezaron a utilizar para proteger a los proveedores del área de la salud en los años noventa, cuando comienzan a aumentar los casos de tuberculosis resistente a diversos antibióticos. El problema de estos respiradores es que son difíciles de usar por largos períodos de tiempo, deben quedar bien ajustados a la cara de forma que todo el aire inspirado pase a través de ella, y si bien el uso prolongado las puede hacer más eficientes (los elementos atrapados incrementan el efecto de filtrado), también hace más dificultoso respirar.
Se considera que el virus de SARS-Cov-2 se transmite por medio de gotas de secreciones respiratorias que expulsamos al estornudar o toser, y por contacto con estas secreciones nos autoinoculamos al tocarnos la cara, aproximando el virus a las mucosas orales, nasales y oculares, que son su puerta de entrada al organismo. Las gotas que contienen estas partículas virales (como es el caso de los coronavirus) tienden a caer al suelo u otras superficies en un rango de distancia de unos dos metros (seis pies). Esta dinámica fue descrita por Carl Flugge en 1897 y es lo que denominamos transmisión por gotitas.
Otros microorganismos, como los de la tuberculosis o el virus de sarampión están contenidos regularmente en fragmentos o gotas mucho más pequeñas (5 micrones o menos) que pueden permanecer suspendidas en el aire por períodos más prolongados y ser transmitidas a distancias más amplias, causando enfermedad al ser inhalados. Es lo que denominamos transmisión por aerosoles, dinámica descrita en los años treinta por William F. Wells.
En situaciones especiales, sin embargo, los microorganismos transmitidos por gotitas pueden transmitirse con una dinámica propia de la transmisión por aerosoles. Esto sucede sobre todo al utilizar equipos para succionar las secreciones respiratorias del paciente, cuando administramos medicamentos por nebulización, cuando entubamos al paciente o cuando tomamos las muestras respiratorias para el diagnóstico de la enfermedad.
Trabajos recientes sobre estas dinámicas sugieren que cuando exhalamos, tosemos o estornudamos, no solo se producen gotitas que siguen una trayectoria semibalística, sino también una nube de gas multifásico y turbulento que atrapa gotas con un continuo de tamaños de forma que la vida útil de una gota puede extenderse por un factor de hasta 1000 de una fracción de segundos a minutos. Aunque la mascarilla quirúrgica o barbijo proporcione adecuada protección contra la infección en situaciones comunes de la evaluación médica, no lo haría si ocurren estas aerosolizaciones, en cuyo caso el equipo protector debería ser a lo mínimo el respirador N95.
De ahí que la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomendara el uso de un equipo de protección personal para los trabajadores de la salud que incluye la mascarilla quirúrgica, protección ocular, bata impermeable, guantes, reservando el uso de las máscaras N95 para cuando se prevén actividades tendientes a producir aerosoles.
Los Centros de Control de Enfermedades de los Estados Unidos por su parte optaron inicialmente por el uso más conservador de los respiradores N95 en todo momento, pero debido a la magnitud de la crisis y al uso masivo de estas mascarillas, se dieron rápidamente cuenta de que las reservas de dichos respiradores se agotarían muy pronto, y finalmente adoptaron la recomendación de la OMS. Un compromiso entre lo ideal (de uso standard en la práctica médica habitual) y el uso meramente posible (de implementación actual) pero ante un virus que puede producir una enfermedad complicada y letal. Podemos entender entonces que exista cierta controversia, confusión y molestia en este aspecto.
El uso de la mascarilla quirúrgica por parte del personal de salud sería lo mínimo, pero no lo óptimo. Por otra parte, el uso de todos los componentes del equipo de protección personal (máscara, guantes, batas y lentes protectores) debería ser de uso individual y por una vez, exigiéndose (en condiciones normales) que sea desechado, y otro nuevo sea utilizado antes de contactar cada paciente. Sin embargo, corremos el riesgo de quedarnos sin mascarillas, sin guantes, sin batas y sin protección ocular. Por lo que, a falta de poder incrementar la producción de dichos instrumentos o de poder adquirirlos, se exploran métodos de reutilización que podrían incrementar la pérdida de funcionalidad o el riesgo de transmisión entre personas. Medicina en tiempos de crisis, o como lo han señalado otros colegas, medicina de guerra.
Por los momentos, trato de juzgar la situación ante cada encuentro con un paciente y de hacer uso, de la forma más racional posible (y esperamos aún segura) del equipo de protección personal. Todavía no me falta, aunque el riesgo crece cada día, y ya sabemos de otros colegas en diversas partes del mundo a los que sí se les ha agotado. Ah, y me lavo las manos muchas veces al día.
Carlos Torres Viera
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