Cuento#DomingosDeFicción

Simbologías de la dictadura

Fotografía de Roberto Mata | RMTF

14/10/2018

Después de pasar ocho años detrás de la recepción del Hotel Hilton, Juan Carlos Echeverri decidió que había llegado la hora de buscar otro destino, quizás en un hotel más pequeño, donde pudiera seguir como recepcionista, con una carga laboral más liviana, pero ganando menos dinero.

Primero fue a un hostal ubicado cerca del parque Bustamante, en el corazón del barrio Italia, le encantó la fachada del edificio que hacía esquina, pintada de amarillo canario, con sus rejas de hierro colado. Era un imán para turistas mochileros y parejas jóvenes que buscaban un lugar barato donde dormir, luego de caminar por la ciudad durante el día, descansar un poco a media tarde y salir por la noche en búsqueda de diversión salvaje. Lidiar con este tipo de clientes pudiera resultar una mortificación, pues suelen pegarle duro a la botella y mezclar con drogas, pero la gran mayoría regresa tambaleándose, se meten en la habitación y se echan sobre la cama sin siquiera correr el cobertor. Salvo uno que otro incidente, podía hacer su turno sin sobresaltos.

Pero en el hostal del barrio Italia no necesitaban ayuda, así que Echeverri se dirigió al centro de la ciudad, para continuar su pesquisa  de empleo en pequeños hoteles de mala muerte. Al cruzar la avenida Portugal, se detuvo un momento. Quizás necesitaban ayuda en El Palace, un hotel mediano que Echeverri conocía muy bien, no sólo porque había trabajado allí, sino porque resultaba, según su opinión, el mejor sitio para llevarse a una chica a la cama. Pero desistió de su idea, demasiado pasado, y cómo el mismo decía, lo mejor es buscar otro infierno, uno que le deparase sorpresas y nuevas experiencias.

Así fue como Echeverri recaló en el número 40 de la calle Londres, un edificio pequeño, bien conservado, de color ladrillo pálido. Habló con el administrador y empezó el lunes siguiente en el horario de la noche. Ese mismo día fue a una farmacia y compró Drexaler, una droga que lo ayudaba a mantenerse con los ojos abiertos. En otra época, Echeverri se había vuelto adicto al Drexaler, le costó mucho dejarlo, se mantuvo limpio durante 20 años, los mejores de su vida, solía decir en voz alta, pero que habían acabado en un divorcio traumático y en una oscuridad total. Así que ya no le importaba si volvía a engancharse o no. En realidad, le atraía la idea de dejar de ser el perro fiel a su mujer y convertirse en un animal de hábitos nocturnos, un gato caprichoso e impredecible.

Echeverri guarda una libreta de anotaciones en la gaveta del mostrador, en la que lleva un registro, una especie de bitácora, de todo aquello que despierta su curiosidad. Durante 10 días no pasó nada que valiera la pena. Lo de siempre, tipos que llamaban a las 11 de la noche para saber si sabía de alguien —refiriéndose al propio Echeverri— que le enviara una mujer. “No, señor. No conozco a nadie”, solía decir y colgaba el auricular del teléfono.

Fue entonces cuando llegó Luz Marina. Un jueves, a las 10 de la noche, sin reservación previa. La ropa holgada ocultaba un cuerpo menudo, delineado por un trazo suave y delicado. Una mata de cabello rojizo caía sobre la frente amplia. Los ojos pequeños y vivaces mostraban sin rubor una inteligencia avasallante y mordaz. La piel extremadamente blanca, tersa y tatuada por unas pecas de color canela. Tenía, pues, un aire hippie inocultable. Luz Marina no tenía que hacer nada. Se desenvolvía sola. Su fuerza magnética atrajo la atención de Juan Carlos Echeverri, que en horas de la madrugada anotó en su libreta. Hoy se hospedó en el Hotel, habitación 214, una mujer atractiva e interesante.

El sábado a primera hora, poco antes de que Echeverri terminara su turno, se presentó en la recepción del hotel un hombre con el uniforme de Federal Express. Preguntó por la señora Luz Marina Sánchez. Echeverri llamó a la habitación y la mujer bajó de inmediato. Llevaba puesto un camisón de algodón blanco que le llegaba a los tobillos.

—¿Ha traído usted mis cosas? —preguntó la mujer.

—Sí. Están en el camión —dijo el hombre.

—¿Podría usted ayudarme a subirlas? —dijo ella, mirando directamente a los ojos de Echeverri.

En total, tres cajas de libros. Cada una pesaba alrededor de 30 kilos. Podían tapizar la pared lateral de la habitación del piso al techo con facilidad. En la cara superior de las cajas había pegado un papel con la lista de los libros que contenía cada caja. Echeverri memorizó cuatro títulos que luego buscó en Internet. Tres de sociología y uno de literatura. Un cóctel peligroso, pensó Echeverri y esa misma noche agregó el comentario a su libreta. Además de atractiva e interesante es una mujer enigmática, quizás peligrosa. Tenía, además, una pregunta que taladraba su cabeza desde el mismo momento en que salió de la habitación 214. ¿Por qué ella se hospeda en un lugar como este? El envío de Federal Express debió costarle una pequeña fortuna. Dinero no le falta. Su vestimenta, aunque sencilla, es de calidad y lleva esos diminutos zarcillos de esmeralda que son un encanto a la vista de los demás.

La curiosidad de Echeverri se fue apagando como la luz de una vela. Conforme pasaban los días ambos dejaron de coincidir en el vestíbulo del hotel. Durante una semana, Luz Marina Sánchez no paró en su habitación, pero se aseguró de que estuviera disponible mediante el pago  de la renta por adelantado. Echeverri volvió a sus anotaciones que transcribía, al amparo de la madrugada, en una memoria portátil que conectaba al computador.

Absorto, buscando la palabra adecuada, Echeverri corregía sus notas antes de transcribirlas. Llamaron a la puerta. Miró el reloj. Eran las tres de la madrugada. Sacó la cachiporra que guardaba en un cajón de la recepción y con sigilo miró a través de la rejilla de la puerta. Luz Marina Sánchez.

Le entregó la llave de la habitación, luego dijo, en un tono impersonal y distante, buenas noches. Pero la mujer no se fue a dormir, se detuvo como si hubiese olvidado algo en la calle y luego tomó asiento en un sofá del vestíbulo. Se echó el pelo para atrás y Echeverri quedó hechizado por su belleza.

—¿Mata usted el tiempo a esta hora o hace algo provechoso? —preguntó la mujer.

—Sólo anoto impresiones en una libreta.

—¿Impresiones sobre qué?

—Sobre cosas que se me ocurren en algunos lugares de la ciudad.

—Ya veo. ¿Por qué no sale de la recepción un momento y se sienta —dijo ella, señalando con un gesto de cabeza una butaca junto al sofá—. No tenemos que hablar en voz alta, a fin de cuentas son las tres de la madrugada y no queremos despertar a los huéspedes. Venga, nadie va a pedir servicio de habitación a esta hora.

—¿Ya escribió sobre Londres 38? —preguntó la mujer con una mirada esquiva, como si quisiera aproximarse a un juego desconocido.

—No, no lo he hecho todavía.

—Lo tiene aquí al frente. Se habrá cansado de llevarse más de una impresión. ¿Dígame, tiene miedo?

—No sé si la palabra es miedo. Tengo la sospecha de que antes debería escribir sobre la estación Plaza Venezuela en Caracas.

—¿Qué hay en esa estación?

—El edificio de la policía política.

—Ya veo —dijo la mujer—. Parece que usted y yo tenemos algo en común, nos gusta escribir o finalmente tenemos la obligación de escribir. ¿Qué piensa hacer con su libreta de impresiones?

—No lo sé, quizás un blog de viñetas o de pie de fotos. Ya se me ocurrirá algo.

—¿Algo donde la iconografía urbana sea un personaje?

—Sí, algo así.

—Bueno, me voy a dormir —dijo la mujer al tiempo que recogía su cartera y se ponía de pie.

                                            ***

Después de dormir toda la mañana y tomar el almuerzo, Juan Carlos Echeverri salió a la calle con ánimos de caminar un poco. Miró alrededor y allí estaban los afiches, desplegados en la fachada de la casa número 38. Ya los había visto, el día que pidió trabajo en el hotel. En este lugar funcionó un centro de torturas y detenciones clandestinas, rezaba uno de los carteles. Volvió a experimentar la misma emoción que lo había perturbado y también la misma pregunta. ¿Entro o sigo de largo? Levantó la vista y siguió la calzada empedrada que hacía un giro hacia la izquierda para encontrarse con la calle París. Parecía que Santiago, en otro momento de su historia, quiso ser la réplica de una capital europea, aunque Echeverri no podía decir cuál.   

Aguijoneado por el comentario que hiciera Luz Marina Sánchez la noche anterior, Echeverri visitó la casa marcada con el número 38. No escuchó un solo eco del pasado, pues el lugar estaba vacío, salvo la mesa dispuesta en la sala principal, en la que un par de jóvenes esperaban sentados a los visitantes. Un folleto mostraba el plano de la casa y la función que a cada una de sus dependencias le dieron los militares, casi todas salas de interrogatorios y torturas. Antes de salir del lugar, Echeverri advirtió que los jóvenes que permanecían sentados mataban el tiempo viendo las pantallas de sus celulares.

Salió a la calle y reanudó su paseo vespertino, sin otro propósito que despejar la mente y estirar las piernas. Se sentó en el banco de una plaza, sacó del bolsillo la libreta y comenzó a hacer sus primeras anotaciones. El baño de los detenidos, un pequeño espacio de 1 metro de ancho por 1,5 de largo, ubicado al fondo de un estrecho pasillo que comunicaba tres de las habitaciones del segundo piso. Solo había un lavamanos de porcelana y una chapa de metal que sellaba la tubería del váter. A Echeverri le costaba imaginar que alguien pudiera encontrar, en ese lugar, la intimidad que hace falta para curar sus heridas o parar unir las piezas de una voluntad quebrada a punta de golpes. En ese baño, del tamaño de un closet, no había lugar para el alivio, pero sí para encontrar más tormento y humillación.  

Desde el banco de la plaza, Echeverri divisó la torre de la Iglesia de San Francisco. Sintió una punzada en el corazón y así como la imagen reveladora surge de entre las brumas de un misterio que se desvanece, cayó en la cuenta del macabro destino del número 38 de la calle Londres. Sin más, advirtió que caminaba por los pasadizos de un bestiario poblado de monstruos y fantasmas y que en cualquier momento se topaba con una réplica de los Caníbales preparando a sus víctimas.

Lo que ocurría en el número 38 de la calle Londres era reseñado por los habitantes del barrio San Isidro como susurros que pasaban de un oído a otro, incluso entre el puñado de feligreses que asistía a misa de 10 en la Iglesia de San Francisco. Perdóneme padre porque he pecado por omisión. A la ciudad se le impuso la oralidad como una penitencia indolora, luego el silencio y, finalmente, la amnesia que jamás llegaría a ser el olvido. Sólo ese instante de vacío y ausencia.

Por un instante sintió pena, incluso lástima, del reto que por obra de la historia le cayó encima a Luz Marina Sánchez. ¿Su menuda belleza soportaría la prueba? Sus pupilas vivaces eran la máscara detrás de la cual se escondía una voluntad de hierro, una fortaleza de carácter a toda prueba. Ella era de las mujeres que se casa con el tiempo y escribe de puño y letra el registro de una era que cambió a Chile para siempre.

Regresó al hotel y esa noche decidió escribir en un nuevo archivo que abrió en la memoria portátil. Se sintió solo y desnudo en medio de la densa oscuridad de la noche, acosado por El Agarrotado, la mirada perdida, la cuerda alrededor del cuello, las manos sosteniendo la cruz de madera, justo antes de que el verdugo le diera vuelta al torniquete hasta sofocarlo. ¿Acaso podía conjurar el memorial de agravios que se almacenaba en los sótanos del edificio de la policía en la Plaza Venezuela?

En esta ocasión no bastaba un pie de foto, una viñeta. Por fin, y al amparo de una riqueza que se había despilfarrado, se extinguió la posibilidad de demoler el edificio, tal como había ocurrido con las cárceles donde se había ahogado la violencia del siglo XX venezolano.

La Plaza Venezuela era la cabeza del pulpo, cuyos tentáculos se extendían de norte a sur y de este a oeste de la ciudad. La gente salía del subterráneo como almas condenadas que escapan del infierno.  La vergüenza y sobre todo la cobardía latían en el corazón de los transeúntes. Era un lugar emblemático, al igual que las calles Londres y París en Santiago, un lugar inexpugnable manchado de sangre, del que todavía emerge el vaho que despiden las excretas de los detenidos y torturados.

No basta un pie de foto o una viñeta, ni siquiera el sufrimiento y el dolor de toda una vida, tampoco la luz que sigue a la oscuridad. Qué buen recinto sería la tumba de la Plaza Venezuela como museo de la memoria, del cual diremos, con la elocuencia de los embusteros,… Nunca más, nunca más.  

                                                  ***

Fotografía de Roberto Mata | RMTF

Lo que había comenzado como viñetas, anotaciones al pie de página, giraba en una dirección que Juan Carlos Echeverri no podía controlar. Plaza Venezuela, a más de 7.000 kilómetros de Santiago de Chile, se había convertido en un lugar ineludible, en una obsesión reveladora de lo que parecía un símbolo al desnudo, un flash que encandila la comprensión, un papito del inconsciente y de la oscuridad. Para Luz Marina Sánchez, esa obsesión era el número 38 de la calle Londres. Entre ambos lugares había un lapso de tiempo, pero tenían algo en común: el quiebre político, que se había producido como un cataclismo. La revelación llega como una emboscada y hiela la sangre cuando arriba al poder. A Echeverri le ocurrió en Plaza de Mayo, en Buenos Aires, cuando se sentó en una banca a descansar y observó a dos niños que jugaban tirados en el piso, en posturas rígidas de maniquí que intercambiaban en una secuencia extraña y llamativa. Se incorporó para saciar su curiosidad y el trazo en pintura blanca de figuras humanas en el suelo, que a su vez servían de moldes para que los niños jugaran, era la muda expresión de 30.000 personas asesinadas por una dictadura, otra… como tantas otras de América Latina. La historia, la maldita historia, lo hizo caer la cuenta de lo que significaba ese trazo de muerte. Se vive hasta cierta edad y quizás resulta que pudiera ser mejor no vivir.  

El encuentro con Luz Marina, en horas de la madrugada, surtió el efecto de una droga adictiva. Echeverri solamente quería que se repitiera tan seguido como fuese posible. Compartían la escritura y quizás un asunto de interés público. ¿Podía halar de ese hilillo para hilvanar la tela de araña con que intentaría atraparla? Con Luz Marina, pensó Echeverri, no tienes ninguna oportunidad. Si sales de caza, acabas siendo la presa.

Pero fue ella la que volvió a la recepción a la misma hora, un día jueves. Ambos se sentaron en sus respectivos asientos, como si estuvieran reviviendo el encuentro anterior. Después de las aproximaciones del caso, Echeverri se comprometió a indagar una pista tan difusa como remota acerca del paradero de un hombre que a mediados de los años 70 trabajó como conserje en el número 38 de la calle Londres. “Pudiera ser que la mucama, que es la hija de una señora que también trabajó aquí como mucama, sepa algo y con suerte pueda darme el número de teléfono, la dirección del hombre que usted busca. Yo podría averiguar, pero con una condición, ¿Cuál sería? —preguntó la mujer sin mostrar demasiado interés. Que me deje acompañarla al lugar donde haga la entrevista. La mujer entornó la mirada, no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Pero antes de que dijera una palabra, Echeverri la desarmó. Quiero saber lo que piensa ese hombre acerca de lo que fue y de lo que es el edificio que tenemos al frente —el tono de su voz reflejaba genuino interés, a Luz Marina le resultó pura ganancia. “No hay ningún problema”, dijo ella, al tiempo que se ponía de pie y enfilaba rumbo hacia su habitación.

De resultas, ambos terminaron en el asiento trasero de un taxi que los llevó a una casa que hacía esquina entre Picarte y General Borgoño. El carro se abría paso entre las enmarañadas calles que bordean el mercado de La Vega, circunstancia que Luz Marina Sánchez aprovechó para marcar los límites. Te pido que no me interrumpas mientras hago la entrevista, el compromiso fue que podías acompañarme, no que podías hablar. La dirección correspondía a un edificio de dos plantas, pintado de rojo, cubierto por una película mate de grasa y tierra. La neblina del invierno acentuaba el tono sombrío de la sala de la vivienda.

Neptalí Rojas era un hombre asediado por la vejez. Tenía esa expresión en la mirada del declive inevitable, del que va renunciando por cuotas a los rasgos que alguna vez lo mostraron como alguien vivaz y despierto. Todo era sombrío como la tarde de invierno y el aire que se respiraba en su casa.  

—¿Cuándo empezó usted a trabajar en el número 38 de la calle Londres?

—A comienzos de los años 70. Yo era el encargado del mantenimiento de tres oficinas que funcionaban allí.

—¿Qué pasó luego?

—En noviembre de  1973, un lunes en la mañana, me presenté a mi trabajo. Pero me topé a un grupo de militares que me dijeron que la casa había sido confiscada. Un teniente me preguntó que hacía allí, le dije que era el encargado de la limpieza. ¡Ah, qué casualidad!, —dijo el teniente. Nosotros necesitamos a un tipo que limpie todo el desastre, porque aquí se va a producir un desastre. Esas fueron sus palabras, las recuerdo como si las hubiese dicho ayer. Me parece estar viendo esa extraña sonrisa que tenía en los labios.

—Seguro, un desastre —dijo Luz Marina Sánchez —su voz era una suave incitación para que Neptalí Rojas reanudara su historia.

—El baño era lo peor, tenía que ponerme mentol debajo de la nariz para poder limpiarlo. En una ocasión tuve que recoger lo que parecían los sesos de alguien, lo que me pareció una ironía, porque en esos años teníamos prohibido pensar.

Juan Carlos Echeverri tenía la palabra en la punta de la lengua, pero no dijo nada. Se mantuvo fiel al compromiso pactado y guardó silencio. Se hundió en el asiento, abrumado por lo que acababa de escuchar. ¿Había que asesinar a una persona, extirparle el cerebro, porque pensara distinto? Pudieron aplicar una solución menos brutal, más cónsona con el derecho a la vida. Pudieron, a fin de cuentas, hacer lo que hicieron los cubanos con Emil  Rodríguez, un amigo de la infancia. Emil, cuya adicción a las drogas había disparado una predisposición genética a la esquizofrenia. En La Habana lo sometieron a un tratamiento psiquiátrico y al cabo de dos años regresó a Caracas totalmente curado. 15 minutos. Así apodaron a Emil, porque transcurrido ese lapso, no podía sostener el hilo de una conversación. Era como si su cerebro se reseteara solo, o por arte de magia, cada 15 minutos. Echeverri cambió de postura en su asiento, mientras el recuerdo de Emil Rodríguez se desvanecía.  

—… fue como un hierro caliente, fue muy duro —dijo Neptalí Rojas.

Una vez más, Juan Carlos Echeverri, reprimió su deseo de terciar en la conversación. Comprendió que su silencio era una forma de participar en ella. Eso sin contar sus expresiones corporales, que decían y mucho. Duro es el día de invierno o verano en el que la temperatura es extrema. En el que un grito se prolonga y se convierte en un silenció ensordecedor. La gota de agua que te vuelve loco. La cotidianidad que se devuelve como un tsunami y arrasa con todo. La sospecha de que duermes al lado del Gran Hermano. La sensación de que el ritmo cardiaco aumenta y la piel se te eriza cuando escuchas el zumbido de la vara autoritaria en los alrededores de la calle Londres. O la resignación cadavérica de los pasajeros del Metro de Caracas, anestesiados por el conformismo y la impotencia frente al látigo del poder totalitario.

A la sombría atmósfera del invierno, acentuada por la bocanada de aire frío que penetraba por la ventana, siguió un silencio embarazoso, la respiración se dificultaba en un ambiente plomizo. Luz Marina Sánchez y Neptalí Rojas habían llegado a un punto donde el recorrido de las víctimas terminaba en una fosa común. El asesinato selectivo. La desaparición forzosa y la pesadilla del exilio.

Neptalí Rojas tomó la palabra. Su voz transmitía energía, como si apretara el paso por la empedrada calle Londres, y trazara —más apegado a su condición humana que a cualquier otra cosa—, lo que surgía como un testimonio concluyente. Esa casa debe permanecer vacía. Si hubiera una sola foto o un texto como testimonio de lo que allí ocurrió, se abriría espacio a la razón y al debate. Sería una conmemoración interesada y parcial del horror y la declaración más contundente de que somos incapaces de trascender.

—Un trabajo para la memoria histórica —dijo Juan Carlos Echeverri, totalmente abstraído.

Luz Marina Sánchez se encogió de hombros. Neptalí Rojas entornó la mirada. Echeverri recorrió la habitación con una mirada de incredulidad. ¿Qué es la memoria sino un laberinto donde nos extraviamos todos los días?


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