Domingos de ficción

Seda

Fotografía de karen2754 | Flickr

28/08/2022

En un año Sara consumió sus ahorros. Las deudas se acumularon los últimos cinco meses y ya no tenía ni para los víveres. Migrar a Miami con la convicción de trabajar solo en su área profesional la llevó a rechazar oportunidades de empleo. Se negó a trabajar como doméstica, mesera o niñera. La situación financiera sacudió esta actitud rígida y decidió trabajar en lo que fuera. Su primo, quien le prestó para que sobreviviera, le había comentado sobre un empleo de doméstica en una de las casas donde él hacía jardinería. En ese momento no se mostró interesada, pero ahora sus opciones inmediatas eran nulas y ya no podía esperar más. Agarró el celular, abrió WhatsApp, deslizó el pulgar hacia arriba varias veces, encontró el chat y escribió: «Hola primo, estoy interesada en el trabajo. Cuando puedas pásame la información». En menos de media hora tuvo respuesta: «Hola, ya hablé con la asistente del Sr. Nephil. Ve mañana a las ocho de la mañana. Ya te paso la dirección. Otra cosa, la paga es buena pero la gente es rara». Sara sintió alivio y malestar al mismo tiempo, nunca imaginó que su búsqueda de mejor calidad de vida terminaría con ella limpiando casas.

Llegó temprano y caminó hacia la parte trasera de la casa como su primo le había indicado. Le abrió un hombre con uniforme de chef. Ella preguntó por Mariana, la asistente del señor Nephil, y este le dijo: «Pasa. Déjame avisarle que estás aquí».

La cocina de tonos blancos, grises y negros olía a condimentos recién picados y el horno estaba en funcionamiento. En el tope vio varios bowls llenos de comida que, por la distancia, no pudo distinguir. La soledad no duró mucho. «Ya viene», le aseguró el chef mientras retomaba sus labores. Una mujer alta y elegante se dirigió a ella: «Hola, gracias por venir. Supongo que sabes que buscamos una doméstica. La queremos para que limpie solo el segundo piso de la casa. ¿Estás interesada en el trabajo?». Sara respondió: «Sí, claro». Continúo la asistente: «Si haces la jornada completa y estás dispuesta a regresar mañana el puesto es tuyo. El sueldo sería de tres mil dólares mensuales». La confusión debió notarse en su rostro. La asistente agregó: «El señor Nephil es un excéntrico y pocos toleran esto». Sara recordó la advertencia del primo. En efecto, la paga superaba sus expectativas, aunque la rareza que envolvía las condiciones para obtener el empleo le pusieron la piel de gallina. Respiró y se dijo en silencio: «Necesito el trabajo». Mariana le indicó que la siguiera. Antes de salir de la cocina se acercó un poco para dar las gracias al chef y pudo ver bichos muertos en los bowls: avispas, gusanos blancos y cucarachas. El cuerpo respondió a la imagen. «¿Estás bien?». Sara se mareó, pensó en los tres mil dólares y se controló. «Estoy bien. Gracias». Bajó la cabeza y sin decir más salió.

Mariana la esperaba; ella la siguió en silencio. Subieron las escaleras. La segunda planta era un corredor en el que la seda de distintos colores y estampados cubría techo, paredes y piso. Aquella fiesta cromática emulaba un museo contemporáneo. Como una niña levantó el brazo y con los dedos rozó la seda azul marina. La distancia entre el techo falso y el verdadero debía ser considerable. Las paredes y las puertas se movían gracias al arte cinético estampado en la seda que las cubría. Al andar escuchó hojas secas rompiéndose bajo sus zapatos. Miró el piso color oliva y las irregularidades en su superficie delataban las hojas ocultas. La voz de Mariana la sacó de su contemplación. «En el fondo a la derecha está el cuarto de limpieza, allí encontrarás el uniforme y un carrito con todo lo que necesitas». Sin decir más, bajó. Sara miró ambos lados del corredor, pensó en los tres mil dólares y la valentía apareció. Las hojas, debido a su andar, rompieron el silencio. Varios golpes en el techo la paralizaron. Algo se movía cerca de la seda azul marina. El leve temblor de las piernas le impidió moverse. El silencio regresó. Fue hasta el cuarto de limpieza, quizás en un intento de que las hojas apagaran cualquier ruido. Se familiarizó rápido con los productos e instrumentos del carrito. Por las aspiradoras dedujo que las habitaciones albergaban lo inusual de aquel corredor. Antes de empujar el carrito contó los pomos de las puertas. Dos a la izquierda y dos a la derecha.

En la primera habitación la seda, que cubría todo, era color oro. Había dos estantes para rollos de tela. Sin duda, se trataba también de seda. En un estante los rollos eran color crema y en el otro de distintos colores. Cerca se encontraba un mesón con tijeras de varios tamaños. En una esquina, una bañera de cobre contenía algunos metros de tela que se teñía de morado. En la parte más espaciosa de la habitación colgaba un tendedero y debajo de este había un pequeño drenaje. Luego de limpiar el taller de telas, empujó el carrito para ir a la segunda habitación.

Aunque el ruido de las hojas resonaba, un movimiento arriba de su cabeza la paralizó. Algo se desplazaba y emitía sonidos simultáneos. Con la piel erizada y ganas de salir corriendo siguió con sus labores. Un pequeño bosque de seda, enredaderas, hojas dispersas, trozos de madera y un enorme telar rudimentario llenaban la segunda habitación. Alguien había estado tejiendo lo que parecía un pedazo grande de seda color crema. El trabajo era delicado y la tela era tan lisa como las que se compran en las tiendas.

Cuando empujó el carrito hacia la próxima habitación miró hacia arriba en respuesta del impulso de saber quién la estaba observando. No vio nada, pero quiso dejar todo e irse. La necesidad la mantenían en ese lugar amenazante del cual no entendía nada. Posó la mano temblorosa en el pomo: «¿ahora qué veré?», se dijo en voz baja. Sin duda estaba en el dormitorio principal. El predominio del color negro la intimidó. La cama tenía forma de cápsula con una abertura en la parte frontal. El material y el arte era un enjambre de múltiples hilos oscuros. Otra vez percibió que alguien la observaba desde arriba; al mirar pudo distinguir unos bultos alargados de tela colgando del techo. Retrocedió lento y sin dejar de ver los óvalos llegó al carrito, se volteó y lo empujó. Se sentó en el pasillo, se abrazó las rodillas, escondió la cara y lloró. Podía irse y quería hacerlo, ¿pero a dónde regresaría? ¿A las deudas?

Faltaba solo una habitación. Ya más calmada se levantó con torpeza, empujó el carrito y se paró frente a la puerta. No solo la mano, sino todo el cuerpo le temblaban. Abrió: un hombre con el torso desnudo y con ambas manos en la barriga halaba con frenesí un hilo color crema de su ombligo.

***

[Texto generado en el Taller de Cuentos de Fedosy Santaella dictado desde Ciudad de México]


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