Entrevista
Santiago Cárdenas: “Quiero que ese rojo sea un rojo que nadie haya visto jamás”
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En la oportunidad de la inauguración de la exposición del artista Santiago Cárdenas (Bogotá, 1937) en la Galería Freites, reproducimos esta entrevista cedida por su autora, María Elena Ramos, publicada originalmente en el libro Diálogos con el arte. Entrevistas 1976-2007, por la Editorial Equinoccio, 2007.
─Hay algo que está siempre en tu trabajo: el interés por la luz y por el plano. Y al mismo tiempo por la sombra, sombra para la ilusión de volumen en los cuerpos u objetos, o sombra como algo muy conceptual: la intención de mostrar las ficciones de la pintura.
─Pinté un cuadro (Luz, 1984) y allí fue donde llegué al convencimiento de que no podía seguir pintando así, porque la ilusión óptica de la luz se había empatado con la realidad del cuadro. Porque la luz no tiene forma, no tiene volumen…
─ …en tu caso…
─Sí, en mi caso la luz es absolutamente plana, como el lienzo. En mi primer cuadro de la luz tracé la sombra exactamente como caía en la pared. Trabajaba entonces en un cuarto muy pequeño. Siempre ubicaba la tela en el mismo sitio. El sol entraba por la claraboya, le daba a la tela. Como a las 4 de la tarde tenía siempre que dejar de pintar, porque la luz se interponía. Un día descubro ¡pero si eso es lo que debo pintar! Ese cuadro ya está hecho. Hay que resolver problemas: como la luz del sol es tan intensa, ¿cómo reproducir la fuerza de la luz con esos pigmentos? Reservas blanco para pintar la luz. La sombra debe engañar al espectador. Es una doble ilusión.
─Vamos a recordar ahora lo que me decías de tus pizarras, en San Antonio del Táchira, en 1984, mientras preparabas tu valla-pizarra con la palabra «Paz» para el Museo Vial Bicentenario. Te cito: «De las palabras que yo pongo en el pizarrón algunas se pueden leer porque son cosas en las que estoy pensando, pero muchas son sólo un grafismo para que la pintura funcione. Cuando uno se enfrenta a un pizarrón, como uno ha tenido la experiencia en el colegio, uno piensa: ¿Qué pinto yo? Yo lo que quiero es integrarme, mucho más, con la realidad viva de la persona que está mirando el cuadro. Que esa persona se convierta en el artista que tiene que ir y pensar ¿Qué voy a hacer yo al dibujar en ese pizarrón? (…) me gustaría dibujar ahí algo, añadir algún mensaje: ‘quiero a fulana’, ‘amo a Colombia’, ‘amo a Venezuela’. Una flecha, ‘mi profesora no se qué…’. Me gustaría que el espectador verdaderamente se mueva. Conmoverlo para actuar (…) el está vivo y la obra es una cosa viva que lo atrae» [1] . Tú querías rescatar, con la pizarra, una cercanía casi sensorial, un afecto de la memoria de la niñez. Pero tus pizarras fueron quizás de tus obras más conceptuales, más intelectuales. La gente entiende (porque siente), más un cuerpo pintado que una pizarra con unos grafismos menos o más disueltos. La gente frente a un desnudo no se pregunta si es o no una obra de arte. Tú querías comunicar, pero quizás las obras que creías más «comunicables» eran las más «vacías», las más mentales.
─Si. Yo después de las pizarras solas y de las pizarras con escrituras comencé a dibujar encima de las pizarras. El año pasado, 1987, comencé a colocar cosas encima del cuadro, paraguas, cuerdas. Volví a las pizarras, pero ahora dibujando como inconscientemente encima de ellas, porque de todos modos la pizarra es un paralelo de lo que es un lienzo vacío, blanco. Y digo: ahora tengo un cuadro pintado (una pizarra vacía) entonces ahora voy a pintar encima del cuadro. Se me ocurrió que por qué tenía yo que seguir haciendo pizarras, que ya yo había llegado al límite de lo que podía llegar con ellas y que de ahí en adelante lo que podía era simplemente fabricar pizarras. Entonces, como no me gusta ser burócrata ni oficinista, me planteé otras cosas… Los pizarrones eran siempre unos cuadros de formato horizontal. Una de las cosas que me desesperó era: ¿por qué siempre una pizarra tenía que ser horizontal? Y dije: ¡no, qué pan caliente! voy a salirme de esto, voy a voltear la pizarra, voy a ponerla vertical y además voy a ponerle cosas encima. También me pregunté ¿por qué las pizarras tienen que ser negras, o verdes? Ahora iban a ser de colores: rojas, azules… Yo antes también usaba el color, pero estaba un poco limitado por la idea del cuadro, por el concepto, pues si era una pizarra y a uno le interesa «lo real» aceptaba que no hay pizarras azules, ni rojas. Saliendo de esa camisa de fuerza que implicaban esos cuadros tan conceptuales, tan minimalistas si se quiere y que yo considero como de mi primera vida, he comenzado con mi segunda vida: cuadros muy inconscientes. Yo ahora casi nunca pienso por adelantado lo que voy a pintar. Pienso más en el color y comienzo manchando. Los colores me van guiando.
─ Tú hiciste en 1959 un autorretrato (Autorretrato en Espejo). Usualmente el pintor se mira en el espejo mientras se pinta, pero en su imagen pintada, ya en el cuadro, no necesariamente aparece el espejo mismo. Por otra parte, el autorretratado suele aparecer de frente, o de semiperfil. En tu autorretrato en cambio sí se ve el espejo: su marco, su cómoda. Y, por otra parte, tú apareces casi de espaldas al espectador. Así muestras la ficción del espejo-herramienta del autorretrato y, al mismo tiempo, rompes la obligación de mirar (al espejo, al espectador) en la imagen pintada…
─Tú me explicas con esto una frase famosa de Picasso que yo no entendía y que me fascinaba. El no buscaba, encontraba. Un ejemplo es ese cuadro. Con el pretexto de hacer un autorretrato yo empecé a trabajar. El resultado fue enteramente diferente, fue un trabajo muy inconsciente. Era la época de la vanguardia expresionista. De Kooning, Kline, el budismo Zen en el ambiente. El espejo, después de allí, se me convirtió en obsesión. Después, también el marco se me convirtió en obsesión Empezaron a aparecer fijaciones, como la luz, el pintor a contraluz. La escuela decía que no se pintaba a contraluz: que la luz estaba de un lado, la sombra de otro.
─Estabas haciendo academia dándole la espalda a la academia, como al espectador, como al espejo…
─Estaba pensando en Velázquez, en Las Meninas. Esas dos figuras, las más importantes: el propio pintor y la figura en la puerta, figura en contraluz. ¿La academia? Bueno, gané el primer premio en el Concurso de Providence, y algunos de mis profesores no me volvieron a hablar. Pero yo consideré que ese era mi primer cuadro que se podía mostrar.
─Me interesan dos grandes líneas en tu trabajo. Tu interés tanto en el cuerpo como en el no-cuerpo, en la descorporización. Siempre recurriste al cuerpo humano, modelo anatómico, forma académica, a sus vestiduras, a sus gestos y poses. Y hasta conceptualizaste el cuerpo, asumiendo que no podías pintar un cuerpo real sino tan sólo la línea-dibujo, la forma (dibujística o pictórica) de «un cuerpo. Así, llegaste a pintar la-pintura-de-un cuerpo. Pero también le sacaste el cuerpo al cuerpo. Lo eliminaste y, más aún, eliminaste casi cualquier otra corporeidad objetual. Un ejemplo son las pizarras de grafismos más leves e imprecisos, o los cuadros blancos con apenas el hilo de colgar el cuadro, hilo pintado. Es como decir: aquí no hay cuerpos, ni humanos, ni objetuales. Aquí hay nada.
─Sí. El cuerpo se salió de los cuadros. Y se salió de los cuadros porque a mí me interesaba mucho volver los cuadros muy reales. Y descubrí que un cuerpo pintado nunca era real, mientras que una cosa la podía pintar y parecía real. Era imposible para mí darle la misma categoría física a la figura humana que a un cartón. Por eso fui sacando el cuerpo. Y dejé el vestido. Porque el vestido sí lo podía pintar. Pero todavía había un recuerdo del cuerpo, en el vestido. Más aún, el vestido estaba deformado por el uso. No eran vestidos recién planchados…
─Habían pasado por el cuerpo…
─Exactamente, habían pasado. Para mí la figura humana siempre fue muy importante en el arte, y estaba buscando la forma de volverla a incorporar y no sabía cómo. Descubrí entonces que la figura humana pintada no tenía que ser una imitación visual de la figura humana. Que podía tener una intención, digamos espiritual, de lo que era la figura humana. Si yo lograba poner en mi cuadro la espiritualidad de la figura, el gesto de la figura… Eso sí podría hacerlo. Y eso era real. Ahora estoy muy contento, porque encontré una razón para ese cuerpo en la pintura. Antes no la encontraba.
─Hablemos ya de la corporeidad de la imagen. Hay, por ejemplo, en algunas pizarras, como una muestra de tu proceso, de la expresividad, de lo gestual, del grafismo que se va pintando y se va borrando para volver a pintar. Tus pizarras no son limpias. Borras «descuidadamente». Pintas lo descuidado del que borra. Haces cuerpos y los borras-descorporizándolos. A veces recuerdan los pentimenti de las pinturas de siempre, pero en tu caso los pentimenti no se ocultan, no son vergüenzas a tapar, sino partes del cuerpo pictórico, partes a ser mostradas. Muestras el cuerpo mismo del cuadro, de la pintura, de tu proceso.
─Conscientemente no pienso si quito o dejo los pentimenti. Este cuadro, La Limonada lo llamo yo, es de 1987 y no está terminado, pero nunca va a estar terminado, porque no lo pude terminar. Así quedó. Se ve una intención de redibujar esta figura y, al bocetearla para dibujarla de nuevo, como que me varé. Pero durante el proceso, debajo de la figura, con carboncillo, un velo tapa otra figura acabada. No me gustaba. Mezclé un color, lo tapé. Esquemáticamente dibujé encima del velo. La idea era rehacer totalmente el cuerpo. Pero pasó algo no preconcebido. Llegué a una solución diferente a la planeada. Ya no podía borrar. El pentimenti no era a propósito. Pero se convirtió en el esqueleto y el cuerpo a la vez del cuadro.
─Parecería también haber un problema de tiempo, de tiempo y de artesanado. Usabas antes un tiempo más detenido, más acucioso, en los objetos hiperreales, chalecos, abrigos, paraguas, ciertos espejos, algunos cuerpos más sólidos…
─No debería decirlo, porque van a pensar que estoy mintiendo. O peor aún, les quito la magia. Van a decir: «si lo hizo así, pues no es tan difícil…». Pero te voy a responder. Esos chalecos eran negros. Los pintas. Antes de que se seque el negro, si repintas se secan unas partes, otras aparecen más brillantes. Pintaba el chaleco en un rato y antes de secarse, con brocha, hacía la textura rápidamente. Yo no he tenido la paciencia de sentarme un mes. No puedo hacer como algunos pintores: una naranja en un mes. Incluso los paraguas son rápidos. Lo lento es lo que vas a hacer. El concepto del cuadro. Eso es lento y tortuoso. Pero pintarlo, si pudieras cronometrar la cantidad de acción-tiempo verías que es mínima.
─En un cuadro como «Pizarrón Verde», hay una síntesis de tus trabajos anteriores: está la desmaterialización de los grafismos de tus viejas pizarras, las líneas que recuerdan borrosamente las escrituras; está el cuerpo humano, que nunca has dejado; y están los objetos hiperreales, cuerdas, ganchos, enchufes. Aquí no hace falta la firma de Santiago Cárdenas, aunque sea una nueva época. Tu «vieja vida» sigue de algún modo presente en la actual.
─La verdad es que cada vez me he vuelto menos realista. Todavía ves vestigios de los marcos, pero estos marcos ya no pretenden ser «como» marcos de verdad, aunque parezcan tridimensionales, incluso se ha ido desapareciendo esa tridimensionalidad. Por otra parte, en todos estos cuadros me interesa la aventura del color. Estoy redescubriendo el color. Plásticamente, y como motivo para pintar el cuadro, es ahora lo más importante. Puedo estar una semana pensando ´quiero usar el amarillo´. Cuando lo pinto a lo mejor el amarillo no aparece, pero fue una de las motivaciones para hacer ese cuadro.
─Las gamas de antes siempre eran muy matizadas, los azules-grises, los verdes secos, colores más cercanos al negro-blanco de tu «otra vida», más conceptual, intelectual, de cuando había que poner distancia, austeridad, contención… ahora usas muchos rojos, amarillos, cálidos.
─ Ahora el color no tiene límite. Este tipo de pintura permite el color en su más amplia extensión de sonidos, de tonalidades. Es como un piano sonando con todas sus teclas, las de los lados, las negras. Incluso se pueden ver colores que uno pensaba que no existían. Dificilísimo de lograr, pero es una meta para que el color no sea tradicional. Quiero que ese rojo sea un rojo que nadie haya visto jamás.
─¿Eso es porque te interesa hacer y mostrar algo que nadie haya hecho, que nadie haya visto?
─ Sí. Si pinto algo y lo logro para mí, creo que hay algo que yo no conocía y que ahora conozco.
─Es la novedad para ti mismo, entonces, lo que te interesa…
─Sí. En realidad, yo uso los materiales más tradicionales del universo. La novedad por la novedad en sí no me interesa. No es una meta.
─En esta nueva época también has ido saliendo de los espacios interiores, de los objetos cotidianos, aunque ellos aparezcan de vez en cuando como referencias….
─Toda la anterior pintura era de interior, casi el bodegón. Ahora me interesa más lo exterior, el paisaje. Me interesan las flores, las matas, la selva. Algunos de estos cuadros los llamé «Amazonas» porque de alguna manera, y esto sí es bien consciente, después de vivir en Colombia, de haber estudiado en Estados Unidos, creo que al fin entendí qué era el trópico, mi tierra. Me llegó como algo muy anímico. Allí estaba el río Amazonas. Líneas y rayas reflejaban la indisciplina de su naturaleza. El rumbo del río puede cambiar por una crecida. He pensado en Amazonia, selva, mujeres, colores.
─En tu nueva época hay una relación con la época. Quizás siempre esto pudo seguirse en tu trabajo. En tus dibujos de antes estaba tú época y la época de un conceptualismo contenido, riguroso, o de un hiperrealismo parco. En estos tiempos que corren para la pintura parece muy difícil permanecer indiferentes al color, la soltura, la mancha, a esa especie de ir a la inconsciencia desde la conciencia, lo que hacen muchos de los artistas llamados transvanguardistas, post-modernos. ¿Te vinculas expresamente con lo que está pasando en la pintura? ¿estás emocionado con eso, o tu última etapa ha ido aflorando como parte de un proceso muy individual, el de tu propia edad, el de la libertad que se necesita y se busca después de décadas de haber sido muy contenido, de haber reprimido?
─Hay una coincidencia, que no se puede negar y sería absurdo negarla. Después de analizarlo mucho pensé que lo que me estaba pasando (en esas pizarras que se vuelven figurativas) es que yo estaba evolucionando. Hace como un año llegué a la conclusión de que no estaba evolucionando, sino que estaba comenzando, de nuevo, a pintar. Pero que ese comienzo debió haber arrancado hace veinte o veinticinco años. Si ves todo mi trabajo observas que hace veinte años pude haber tomado este camino, pero no lo hice porque me fui por el otro.
─Siempre tuviste mucho de académico. Incluso cuando llegaste a extremos de un conceptualismo muy despreciador de la materia, eras de todos modos un dominador del oficio.
─Las cosas se me fueron cerrando, cerrando. Cerrando como un embudo…
─El cerebro te iba conteniendo todas estas otras puertas…
─Sí, sí. Yo toda la vida he dibujado mucho. Siempre me he sentido muy dibujante. Además, un pintor muy físico. Te das cuenta del tamaño de estos cuadros. No son demasiado grandes, pero no son pequeños. Siento que cuando yo pinto me estoy identificando con el tamaño de los brochazos. Para mí esto de ahora es más un regreso a la escuela que yo tuve cuando viví en Estados Unidos, la época de De Kooning, Pollock, los años cincuenta, cuando lo gestual era muy importante. Posiblemente hay mucho de expresionismo en esto, pero yo no lo considero tanto un expresionismo del de ahora, sino un expresionismo del de antes. Lo que sí te puedo decir, y eso es muy importante, es que ahora me siento absolutamente libre. Pienso que todos estos años estaba tratando de aprender a pintar. Y de repente me di cuenta de que como que ya había aprendido. Entonces, como ya había aprendido, era tiempo de que hiciera lo que quería hacer. Y esto, en cierta forma, es lo que quiero hacer, dicho muy entre comillas porque yo no sé, antes de hacerlo, qué es lo que va a pasar. A medida que me voy concentrando en el cuadro van saliendo cosas inesperadas.
─Siempre pusiste el énfasis en que tú no eras un artista, en que lo que tú hacías no era arte. Uno sabe bien hasta qué punto eso era parte de un postulado de los conceptuales en general, y una manera tuya de defenderte, algo así como si dijeras: «yo me quiero mantener siempre joven», «siempre estudiante», «siempre fuera del circuito» o, cuando menos, «yo no quiero que el circuito me trague» y entonces por lo tanto «yo no hago arte». El hecho de que tú asumas, en tu nueva libertad, esa conciencia de que sí estás aprendiendo a pintar, o de que sabes, ¿implica el aceptar que ahora sí, que lo que haces es arte, que estás «dentro»?
─ Creo que ahora sí tengo que responsabilizarme por eso. Ya no puedo seguir esperando. Ya me entró el afán. Ahora tengo que decir: bueno, esto sí ya es arte. Porque si no es arte ahora nunca lo va a ser.
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Notas:
1: Santiago Cárdenas. En Un Museo para la Paz. María Elena Ramos. Cuadernos Lagoven. Caracas, 1984.
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María Elena Ramos
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