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Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. Presentamos el texto de Isaac López, profesor titular de la Escuela de Historia de la ULA, doctorando en historia (UCAB) y editor de la revista Presente y pasado.
I
Llegué a estudiar Historia en la Universidad de Los Andes en Mérida en la década de los ochenta, procedente del estado Falcón. Aun cuando el Viernes Negro marcaba una sombra aquellos días y la palabra crisis era una constante, uno podía escuchar en las radios de la ciudad los comerciales de tiendas y mueblerías que expresaban en sus promociones: “Con ofertas, descuentos y formas de pago especiales para los profesores de la ULA”. Así que ya nada más por eso se suponían las ventajas de ser docente universitario. La década anterior había sido la de expansión de la universidad andina, con adquisición de múltiples bienes que la convertían en uno de los propietarios más importantes de la región: inmuebles urbanos, haciendas, terrenos… La Universidad de Los Andes estaba en todo, y no solo en Mérida sino también en Táchira, Trujillo y Barinas. Desde la instauración de la estación en la Reserva Ambiental de Ticoporo-Socopó hasta la hacienda de producción lechera “Judibana” en El Vigía. Mis profesores eran trabajadores que cambiaban de automóvil casi anualmente, vivían en las mejores urbanizaciones de la ciudad y podían disfrutar vacaciones en el extranjero. El país estaba feliz a pesar de Luis Herrera y de Lusinchi, de RECADI y de Blanca Ibáñez.
II
En 1988 fui miembro de un grupo académico-estudiantil que pomposamente se llamó “Taller de revisión académico-institucional de la Escuela de Historia”. Eran tiempos de debates intensos en los cuales el eterno tema de la revisión curricular –que pretendía el desplazamiento de un plan de estudios aprobado en 1974 (aún vigente)– se movía en los extremos de optar entre docencia e investigación como perfil del egresado. La llamada “Resolución 12” era un fantasma particular para nosotros, el cual determinaba que solo los egresados de institutos pedagógicos o escuelas de educación universitaria podían dar clases en educación secundaria. El ámbito de trabajo de mayor orientación de todos los que allí estudiaban. A los graduados en Historia y Letras de la ULA –también a los de la UCV– el Ministerio de Educación los consideraba “no graduados”, pues en su formación no tenían el componente docente necesario –argüían los líderes gremiales– para dedicarse a la enseñanza. De ese modo veía frustrados mis planes de ser profesor de alguna escuela o liceo de Paraguaná.
Aquel “Taller de revisión académico-institucional” orientó su trabajo hacia el levantamiento de un diagnóstico de la Escuela de Historia de la ULA. Aplicó encuestas a los estudiantes sobre su vocación, realizó análisis de programas de materias, revisó tesis de grado y trabajos de ascenso, estudió la estructura de la escuela, indagó sobre las propuestas de cambios curriculares realizadas por profesores o departamentos, entrevistó docentes. Sus miembros se involucraron en comisiones para el cambio de instructivos de tesis o se postularon a organismos de cogobierno. El conocimiento de la escuela me hizo llegar a una conclusión: solo el cambio generacional, la llegada de otra planta docente podía cambiar formas, procedimientos y actuaciones. Es decir, incentivar la investigación en una escuela de historia en la cual escasamente se investigaba, y menos aún se publicaba. Donde mucho se hablaba de la necesidad de la discusión teórico-metodológica de los fundamentos de hacer Historia y de un estudiante cuyo perfil profesional debía ser el de un docente-investigador, pero que en la práctica no promovía aquello. Una escuela de cuarenta y ocho materias en las que solo unas pocas tenían al frente profesores verdaderamente comprometidos. En el Anuario de la Facultad de Humanidades de la ULA de 1981 se publican los listados de profesores de las tres escuelas que entonces la conformaban. Verificar los nombres de los docentes y buscarlos en publicaciones venezolanas de la especialidad arrojará un saldo deprimente.
III
La generación formada en los años ochenta relevó a la de los sesenta. Los nombres de mis compañeros de trabajo lo atestiguan. A la solitaria y persistente estampa del Boletín de la Academia Nacional de la Historia –que se abrió precisamente en la segunda de las décadas mencionadas a la presencia universitaria que hoy predomina– le harían compañía, en la nueva década, otras publicaciones periódicas de la especialidad como Tierra Firme, el Anuario del Instituto de Investigaciones Históricas de la UCV, Tiempo y Espacio, entre las más relevantes.
En 1995 mi tutor de tesis –pensando en la necesidad de promocionar el reemplazo– me propuso formar parte del Plan de Formación que por entonces tenía la ULA; en este caso para el área de Paleografía y Archivos, cuya coordinadora estaba por jubilarse.
Así, hice tres años de Plan de Formación que me llevaron a recorrer varios estados de Venezuela para conocer archivos regionales, efectuar pasantías en el Archivo General de la Nación y la Academia Nacional de la Historia, respectivamente; ser parte de la VII Escuela de Archivos para Iberoamérica en Alcalá de Henares, en 1997, y cumplir cursos en el Archivo General de México en los primeros meses de 1998. La Universidad formaba sus nuevas generaciones. Tenía como invertir en su modernización y progreso.
IV
Concursé por oposición en 2001 y obtuve la plaza para acercar a los alumnos del séptimo semestre de la Escuela de Historia al descifrado de escrituras que se nombran Itálica, Procesal y Cortesana, las más utilizadas por el dominio hispánico en el continente. Los objetivos del programa también incluyen la sensibilización de los estudiantes por la conservación y organización de los archivos.
En mi tránsito profesoral he tratado de ser coherente con el jovencito crítico de su escuela que fui en los años ochenta. Es decir, “he pretendido ser un gran mortificado/ para si mortifico no vayan a culparme”, de acuerdo con la canción de Silvio Rodríguez. El nombre hebreo del hijo de un dueño de hato de cabras de Paraguaná y de una señora dedicada a los oficios domésticos, gentes sin importantes recursos económicos que enviaron a su muchacho a estudiar a Mérida, puede seguirse en revistas como las mencionadas arriba pero también en otras como Contextos, Humania del Sur, Nuestro Sur, Actual, Anuario GRHIAL, Historiográfica, Espacio Abierto, Oíkos, El desafío de la Historia.
Igual que un buen grupo de mis compañeros de trabajo realicé en los años 2000 estudios de maestría y doctorado en la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, viajando cada quince días y sin pernoctar en la capital de la república, pues ya los recursos no daban. Apenas podíamos llevar una pequeña vianda para la supervivencia y tomarnos un café en el recinto de Montalbán. El país era irremediablemente otro: había hecho una apuesta –desde su consecuente frivolidad y superficialidad– a la nada.
V
Aprender a leer documentos de los siglos XV al XVIII no es asunto que atrape rápidamente a chicos de la era de los medios digitales. Pero esa es nuestra época y con sus medios debemos lidiar. En los inicios de mi desempeño en esa cátedra llegué a tener hasta sesenta estudiantes, por lo cual debía habilitar con los archivos varias sesiones pues en el recinto destinado a la práctica solo podían estar veinte. Los cuatro últimos semestres el mayor número de alumnos ha sido seis.
Ante la situación venezolana y la crisis producto de la Pandemia por COVID 19 se han debido suspender las clases en esa materia. Para justificar el sueldo que se me sigue pagando y que apenas equivale a tres dólares, he ofertado una materia optativa ligada a mis estudios doctorales: la lucha armada en América Latina. He tenido tres alumnos en este semestre especial implementado por la ULA, quienes han cumplido con la mayor seriedad sus tareas. Algunos me piden realizar video-conferencias o charlas por whatsapp. Les respondo que no me opongo a ello, solo que las fallas de electricidad y de conexión neutralizan esas posibilidades. El 3 de marzo de 2021, por ejemplo, fui a pagar el servicio de internet y no pude completar el monto que asciende a 14.500.000 bolívares; yo gano 8.000.000. Para poder subsidiar mis clases en la universidad debo realizar otros oficios.
Fui de los últimos profesores universitarios de la ULA-Mérida en obtener un crédito para adquirir vivienda. Mis alumnos, que ahora son compañeros de trabajo y quienes serán, asimismo, la generación de relevo, no tienen esa posibilidad. Tampoco la de formarse en cursos y estancias en el exterior, ni siquiera la de viajar a Caracas o a cualquier parte del país. Este texto no pretende ser un ejercicio de ego; antes bien, desea mostrar lo que fue, lo que pudo ser y lo que posiblemente será la universidad venezolana.
La Universidad de Los Andes padece los mismos males de los otros centros de su naturaleza en el país. La autonomía universitaria –que tanto se pregonó– demostró ser un alegato vacío: en lugar de convertirse en una alternativa de inteligencia y reflexión se hizo parte del torpe y mezquino juego de la oposición política venezolana apostando contra ella misma. El gobierno no necesitó allanarla como hizo a finales de los años sesenta: la universidad se quedó sumida en el letargo, la desidia, la anomia y la anarquía. Vandalizada y sin poder dar respuestas coherentes a la hora actual, son frecuentes las denuncias de tráfico de madera en Ticoporo-Socopó, de vacas sacrificadas en El Vigía, de terrenos invadidos aquí y allá, de bibliotecas cuyo patrimonio documental no supo atenderse, de maleza y animales habitando los espacios ulandinos. Las autoridades se eternizaron en el poder y su relevo seguramente será parte de ellos mismos. Nosotros no hemos sabido ser ciudadanos de la universidad, organizarnos, resistir tanta indolencia. Por el contrario, asistimos –no sin dolor– al lento espectáculo de su entierro.
***
Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:
— Universidad Central de Venezuela: el otro exilio; por Ricardo Ramírez Requena
— La UCV “de mis tormentos”; por Tulio Ramírez
— El dilema de Samuel Robinson; por Víctor Rago Albujas
— Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?; por Christi Rangel Guerrero
Isaac López
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