Perspectivas

Recuerdo con “waffles”

La lucha entre el carnaval y la cuaresma. 1559. Pieter Brueghel el Viejo

22/11/2021

Nuestra calle en la urbanización Rancho Grande tenía un número, pero la gente la llamaba calle Las Morochas. La llamaban así porque en la esquina que daba a la avenida Bolívar había una casa de una planta que, al parecer, estaba formada por dos casas idénticas unidas de un modo imperceptible. Las Morochas, como digo, hacía esquina con la avenida; en el otro extremo colindaba con nuestra casa, una quinta de dos plantas que en aquel entonces tenía jardín en la entrada. Con los años, ya con la edad encima, mi mamá se cansó de los trabajos que lleva un jardín y mandó a poner un piso de baldosas con dos jardineras circulares.

Las Morochas y nuestra casa estaban separadas por un muro. Por un muro bajo, sin rejas. Mi mamá y la señora Memín, que así le decían mis padres, conversaban siempre una en cada lado de su casa, recostadas de aquel murito. Nunca pregunté si la señora era de apellido Memín, si ese era su nombre, o si se trataba de un mote cariñoso. Mis padres me habían contado que ella y su esposo eran belgas. Belgas, sí, y amables y buenos. Eso era lo único que sabía, y con eso bastaba.

De modo que mi mamá y la señora Memín solían conversar recostadas de aquel murito. Era otro país, otro mundo. Un país, un mundo de muros bajos, sin rejas. Un país en que uno podía estar afuera en su jardín.

Había días en los que la señora Memín se asomaba y llamaba a mi madre. Tenía para ella, para mi papá, para mí, un molde de aluminio tapado con un pañito colorido en cuyo interior se mantenía la tibieza de una buena porción de waffles. Hoy día sé que en español se les dice gofres, pero lo siento, gofre es una palabra realmente espantosa. Prefiero, en todo caso, wafel, tal como se dice en holandés, o la misma waffle, de origen inglés.

Aquellas tortitas o panes con rendijas las hacía la señora Memín, y nadie mejor que un belga para hacerlas, pues aunque se degustan en toda Europa, es en Bélgica donde el waffle es una tradición.

Mi madre y la señora Memín conversaban en el murito por un rato, y luego mi madre volvía a la cocina. Entonces, así como en un ritual, mi madre ponía la mesa, nos sentábamos felices y nos comíamos los waffles con mantequilla y mermelada.

Hoy día, esa memoria tiene un carácter casi sagrado, divino. Aquello se me presenta, ya lo he dicho, como un ritual. Resulta curioso pensar que los waffles tienen su origen en las planchas con moldes donde se cocinaban las hostias, las llamadas moule à oublie. En una pintura de Pieter Brueghel el Viejo, El combate del carnaval contra la cuaresma, se ve a una mujer sentada frente a un fuego donde reposa un molde rectangular de hierro. A los pies de la mujer hay un cuenco grande con masa para los waffles. También en ese óleo se puede ver a otra mujer que lleva waffles para la venta sobre un plato redondo de gran tamaño, e igualmente sobre un platón, los carga una tercera mujer disfrazada de monja que forma parte de la procesión del rey del carnaval. Hay incluso un hombre que ha encajado tres waffles en su sombrero; posiblemente sea un panadero que salió a la calle a apostar sus tortitas en los juegos de azar. De hecho, aquel panadero aparece jugando dados con un hombre disfrazado con capucha y traje de color negro, un demonio de las festividades. La pintura data de 1559 y en ella los waffles son alargados, rectangulares, como el molde de la cocinera.

El waffle estuvo siempre asociado a la celebración, a la divina, celestial, y también a la de este mundo ansioso, de vez en vez, de suaves placeres. Para mí era así: aquellos waffles de la señora Memín tenían un carácter sagrado, pero al mismo tiempo eran gustosa delicia. Para unir ambas sensaciones, digamos que eran entonces deliciosamente sagrados.

Algunos días mi mamá me dejaba ir donde los Memín. El señor Memín se afanaba en la carpintería, posiblemente por hobby. Yo no sé qué cosas hacía, no lo recuerdo. Lo que sí sé es que la parte de atrás de su casa, la que debía ser quizás el estacionamiento si hubiesen tenido carro, estaba llena de listones de madera. Listones y tablitas, muchas tablitas, con las que aquel señor me permitía jugar, y con las que hacía casas, torres, castillos. Eran mis legos belgas, y la comparación no es osada; recuérdese que el padre de aquellos bloques de plástico fue un carpintero danés de nombre Ole Kirk Christiansen.

También en la parte de atrás de esa casa, más allá del espacio que el señor Memín dedicaba a sus maderas, había toda una selva de límites borrosos. El piso era de cemento, pero había muchas matas, materos, porrones, jardineras. Al fondo, al fondo que nunca terminaba de ser fondo porque no recuerdo sino matas y más matas y nada de paredes, había algo así como un depósito de agua alargado con un muro que tenía un alto similar al del murito ya conocido. No tenía cubierta aquel tanque, pero sí lo protegía un techo alto, quizás de zinc, sostenido por cuatro parales metálicos. A un lado, en el piso, descansaba una bomba de la que salían unos tubos que iba a dar al tanque. Allí me bañé en más de una ocasión. Allí jugué con los tacos de madera.

Un día aparecieron unos nietos de los Memín (y digo los Memín, aun sin saber si ese era el nombre de la señora, su sobrenombre o el apellido del señor o de la señora). Uno era de mi edad, el otro un poco mayor. Hablaban con un acento extraño, como cantadito. Me gustaba aquel acento. Mis papás me dijeron que eran de Mérida.

Una mañana, quizás un sábado, nos bañamos los tres en el tanque. Saltamos, gritamos, batimos los brazos, botamos agua. Recuerdo que me dio un terrible dolor de cabeza. Mi mamá vino a buscarme, pasé el resto del día en cama. A la mañana siguiente, la señora Memín estuvo en el murito y mi mamá también, y hubo waffles y yo ya me sentía mejor.

No sé cuándo los Memín dejaron la casa. Solo puedo asegurar que un día ya no estuvieron. Creo que mamá me dijo que se habían ido porque estaban muy viejitos y no podían seguir viviendo solos. Sus hijos los cuidarían, sus hijos que vivían en Mérida, los padres de aquellos dos muchachos del tanque. Para allá se iban los Memín, a Mérida.

Vendieron la casa a una pareja de profesores que tenían dos niños, una hembra y un varón. Creo que la madre era profesora de biología y él de matemáticas. Alguna vez fui a recibir alguna clase del profesor. Yo siempre fui malo en matemáticas.

Al tiempo, Las Morochas dejó de ser Las Morochas y se convirtió en un colegio de dos plantas que a mi mamá le ha dado más de una preocupación, pero esa es otra historia.

Muchos años después, cierta tarde, recibí visita. Ya yo vivía en Caracas, estudiaba Letras, así que además la visita tuvo la suerte de encontrarme aquel fin de semana. El azar a veces juega a los fugaces reencuentros, a los pequeños destinos.

Mi mamá se asomó al cuarto de la televisión y me dijo que abajo me buscaban. Me extrañé, aparte de mi primo, hacía rato que no tenía contacto con gente de Puerto Cabello. Pregunté quién era, mamá me dijo que solo fuese a ver. Salí a la calle. Frente a la casa, un viejo Mustang y dos muchachos. Dos muchachos rubicundos, de cabello hirsuto. Fumaban. «Seguro no nos recuerdas», comentaron. Yo le respondí con sinceridad: no, no sabía quiénes eran. Me dijeron que eran los nietos de la señora Memín. En aquel momento los reconocí. ¡Pero claro!, ¡los chicos del tanque!

Les pregunté por los abuelos. Me dijeron que hacía años que habían muerto. Les dije que lo lamentaba. No supe bien qué hacer, cuando se trata de muertos no sé bien qué hacer. Ellos dijeron que ya estaban viejitos. Que primero murió él, y ella un par de años después. Que no había problema, que todo bien. Todo bien. Me ofrecieron un cigarrillo, fumamos. Hablamos de aquel día en el tanque, nuestra única memoria compartida. Les recordé mi dolor de cabeza. «Sí, sí, y al día siguiente te llevaron waffles», dijeron llenos de gozo. Reímos, terminamos los cigarrillos, se fueron. Nunca les pregunté qué hacían por Puerto Cabello, ellos tampoco me lo dijeron.

***

[Este texto forma parte de Gabinete del ocio (Caracas, Abediciones, 2019)]


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