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Para Fernanda y Alicia
Escribir sobre Ramón Espinasa, a los pocos días de su desaparición física, es un atrevimiento y un riesgo. La tristeza que provoca su pérdida todavía no ha empezado a decantar, y uno puede ser víctima del sentimentalismo y edulcorar en demasía el justo homenaje a su vida y quizás dejar fuera cosas que son importantes.
Además, no estoy muy seguro de que Ramón me hubiese escogido para que escribiera sobre él, no fuese a ser que usara la oportunidad para ganarle un último asalto de la esgrima intelectual, usualmente puntuada de humor y sarcasmo fraternal, que caracterizó nuestra relación por más de 30 años.
Pero ni modo, querido amigo, me toca decirte unas últimas palabras, que acompañen a las que te susurré ese jueves 21 de marzo de tu partida, y que espero al menos te hayan hecho sonreír mientras el gran arbitro tocaba el pitazo final de tu partido.
La personalidad de Ramón era como sus presentaciones y escritos sobre petróleo y energía: multicapas. A Ramón le gustaba construir los argumentos curva a curva, palabra a palabra, lámina a lámina. Me imagino que así funcionaba su cerebro analítico: sus argumentos generales se desprendían de su entendimiento de los elementos básicos y los episodios históricos. No era raro observar que, en el medio de sus siempre muy entretenidas e iluminadoras presentaciones, Ramón pausara por unos instantes, mirara al cielo como buscando respuestas que se le escapaban, y luego, con la naturalidad del sacerdote en homilía, compartiera con la audiencia una epifanía que seguro venía semanas rumiando.
De esas multicapas, solo podré deshojar alguna que otra aquí, que espero le hagan justicia al ingeniero, economista, hombre, maestro y amigo que fue Ramón, pero que por definición será una semblanza incompleta.
Conocí a Ramón a comienzos de 1987, en las oficinas de Maraven en Chuao. Inmediatamente hicimos buenas migas. Compartíamos una historia paralela de experiencias: ambos habíamos estudiado con los jesuitas (él en la UCAB y yo en el Colegio Gonzaga); ambos habíamos estudiado en Inglaterra nuestros posgrados y también habíamos vivido en Holanda; y ambos éramos considerados como “outsiders” por los petroleros de vieja raigambre.
Ramón, sin embargo, no tardó en construirse y hacerse dueño de un espacio propio, que no exagero al decir marcaría el destino de la industria petrolera venezolana en la siguiente década, y dejaría una huella que hasta hoy perdura.
Por esos azares del destino de los cuales está hechos la vida, Ramón consiguió en Maraven potentes mecenas para sus ideas. Carlos Castillo (+), presidente de la petrolera, propugnaba como pocos la importancia de profundizar en el análisis de la economía política del petróleo, tema en el que Ramón destacaba. Este apoyo empoderó a Ramón dentro de la empresa y fuera de ella. Mucho de los diálogos entre el Catire Castillo y Ramoncito se realizarían en el llamado Laboratorio de Salud al ritmo de las trotadoras que ambos economistas frecuentaban; no hay como el sudar juntos para neutralizar las jerarquías. Me consta el afecto y la admiración que estos dos hombres se profesaron siempre.
Luis Giusti, también de Maraven y luego presidente de PDVSA, también reconoció tempranamente en Ramón no solo un amigo entrañable, sino al pensador que complementaría la visión de transformación petrolera que se materializaría durante el quinquenio 1994-1998, pero cuyo período de gestación había comenzado en los 80, en los departamentos de planificación de Maraven y luego en PDVSA, a donde Ramón acompañaría a Luis en su aventura de transformación.
Ramón entonces, abiertas sus alas, se convierte en una referencia a nivel nacional e internacional y si se quiere una de las caras de la exitosa estrategia conocida como “Apertura Petrolera”, cinco años de mucha fecundidad y satisfacciones. Creo que no exagero al decir que muchas de las ideas que aún hoy se tratan de impulsar para transformar la industria petrolera y su relación con la sociedad venezolana tienen su origen en Ramón y su equipo en esos años.
Era tal la importancia que Ramón le daba a su trabajo en PDVSA en esa época, y su estimación de para qué era bueno, que es la única persona que yo sepa que haya declinado la oferta de ser ministro (dos veces); el entonces presidente Caldera le ofreció la cartera de planificación. Un ejemplo para las nuevas generaciones.
La llegada de Hugo Chávez a la presidencia, en 1999, marcó no solo el fin de una época política, si no también el final del sueño de una mejor industria petrolera venezolana. Ramón, al igual que la mayoría del equipo que acompañó a Luis Giusti en su gestión, fue objeto de persecución política y finalmente fue ignominiosamente expulsado del edificio la Campiña y de su trabajo –le cambiaron la cerradura a su oficina un buen día para hacerle saber que no era bienvenido–. Este episodio le provocó a Ramón una tristeza enorme. En su ingenuidad, que era tan grande como su ingenio, no solo no lograba entender las razones políticas de su expulsión del “paraíso”, sino que le causó mucho dolor ver como amigos en quienes buscó apoyo le daban la espalda. Pocos sabían esos “amigos” que a ellos también les llegaría su hora.
Ramón pudo, a costa de un enorme sacrificio familiar que le acarreó mucho dolor, reinventarse profesionalmente. Sus verdaderos amigos le tendieron a mano y empezó su nueva vida como consultor internacional, finalmente recalando en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Washington, donde se convirtió en una referencia continental no solo en petróleo, sino también en energía y en general en industrias extractivas. No hay una capital en Latinoamérica donde Ramón no haya estado, sea conocido, querido y sobre todo admirado.
Creo que no hubo un solo día durante su exilio en Washington en que Ramón no haya pensado en el día en que pudiera volver a Venezuela a colaborar en su reconstrucción. Siempre encontraba el tiempo para pensar y escribir sobre Venezuela, y más de una vez hubo que convencerlo de que abandonar su trabajo en el BID, para colaborar tiempo completo con alguna campaña política, siempre al borde de desalojar al chavismo, era un empeño quijotesco. No había un foro sobre Venezuela y su petróleo donde Ramón no fuese invitado de excepción. Tal era la naturaleza de su pasión por su patria.
En el 2005, Ramón conceptualizó y trabajó en la fundación de lo que hoy se conoce como el Centro Internacional de Energía y Ambiente del IESA, del cual él esperaba ser su coordinador. En ese instituto él había puesto su esperanza de regresar a Venezuela. Infortunadamente el sueño no se dio por diversas razones. Sin embargo, a pesar de su profunda decepción, Ramón siguió vinculado al Centro y fue uno de sus más brillantes profesores en Caracas y Bogotá, mientras que convencía a algunos de nosotros, que íbamos a renunciar en solidaridad con él, a continuar colaborando con el Centro. Una deuda que todavía está por saldar.
Así como Ramón podía ser obcecado con sus ideas, podía también modificar su manera de pensar, a su propio ritmo, claro está. De una visión muy estatista sobre el petróleo en sus inicios, mutó a entender que el monopolio estatal de la actividad y el control de la renta eran perversos y se convirtió en un apóstol de la idea de cambiar la relación petróleo y sociedad y transformar las instituciones que lo regulaban.
Su idea central del petróleo como actividad productiva y motor de transformación, y no simplemente como generador de renta, lo acompañó siempre, y la sembró en muchos a los que influyó en las nuevas generaciones. De igual manera promovió la creación de una agencia reguladora de la actividad de hidrocarburos, mucho antes de que ella estuviera de moda.
Su último proyecto en el BID, que no pudo ver concluido, es un esfuerzo por cambiar la visión que la región tiene sobre su industria extractiva: de una de expoliación, a una de creación de valor compartido y transformación social; una meta realmente ambiciosa y de largo aliento.
Después de mi salida de PDVSA, en 2003, Ramón se encargó de tenderme su mano y su afecto: él ya había pasado por lo mismo. Juntos recorrimos Centroamérica con Mercedes Briceño en un proyecto para el BID sobre fondos de estabilización. El reporte debe yacer en alguna gaveta, pero las muchas y valiosas experiencias de vida nos acercaron mucho más.
Desde mi venida a Colombia, en el 2007, para trabajar en Pacific Rubiales, Ramón fue invitado obligado en nuestras reuniones estratégicas anuales: nos dejaba su inigualable manera de explicar lo complejo, renovaba sus lazos con petroleros venezolanos de toda la vida y hacía nuevos amigos en un país que también lo acogió con afecto y admiración, y que hoy también sienten su partida. Alguna vez jugó con la idea de trabajar con nosotros, pero la atracción por la investigación y la trascendencia de las ideas siempre pudo más.
Ramón deja un legado académico y profesional como ninguno, pero sobre todo un legado humano. En el tiempo que lo conocí siempre tuvo cuidado de rodearse de jóvenes talentosos que no solo eran sus escuderos, sino también sus estudiantes y en última instancia sus amigos. Todos ellos, muchos hoy en posiciones de influencia en el sector de energía, han expresado su afecto por Ramón y seguro estoy que para ellos sus enseñanzas trascenderán.
Ramón amó y fue amado, tuvo grandes virtudes y su dosis de defectos, un gran venezolano y un buen ser humano. Fue un hombre público, pero celoso de su privacidad. No conoció montaña que no quisiese escalar, incluida la de sus propios temores.
Joan Manuel Serrat y el himno del Barça, que fueron la partitura de su vida, lo acompañaron en su último aliento.
En uno de sus últimos correos, comentando una semblanza sobre sus tíos y padres que hizo su prima Maite, escribió: “Parece que al final del día todos somos unos nómadas. No me parece mal.”
Que tu Dios esté contigo, Ramoncito.
Luis A. Pacheco
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