Destacadas
Te puede interesar
Los más leídos
El pasado 19 de mayo, en la Facultad de Filología Hispánica de la Universidad de Salamanca, se organizaron una jornadas académicas alrededor de la obra de Rafael Cadenas que marcaban el fin del ciclo correspondiente al Premio de Poesía Iberoamericana ‘Reina Sofía’, que el poeta recibió en 2018. Reproducimos aquí el texto de la conferencia inaugural, que fue encargado al escritor Antonio López Ortega
I.
Quisiera evocar una escena que estimo podría ser de 1946. En ella están dos jóvenes: uno se llama Salvador y tiene 18 años; otro se llama Rafael y tiene 16. Ambos suelen reunirse, preferiblemente de tarde, en la plaza Altagracia de la ciudad de Barquisimeto. La escena discurre en formato pedagógico, pues el mayor interroga y el menor responde; también ocurre que Salvador pone a recitar a Rafael, y éste se esmera en hacerlo lo mejor posible, con estilo y buena modulación. Esa hermandad se había iniciado años atrás, quizás en el hogar de una legendaria promotora y mecenas de aquellos tiempos, doña Casta J. Riera, donde toda la intelectualidad de la ciudad coincidía. Nadie se explica por qué Salvador podía tutorear a Rafael, pero ya con mayoría de edad la diferencia se hacía abismal: sencillamente, el adulto ya era un lector voraz mientras el adolescente repasaba las rimas que le enseñaban en bachillerato. Esos juegos de palabras, o de versos, o de lecturas, fijarían el inicio de una amistad permanente, que se prolongó hasta la muerte del primero en 2001. Hablo de dos autores, uno narrador y otro poeta, que en mi lectura particular han sido los dos más grandes escritores venezolanos de la segunda mitad del siglo XX. Me refiero a Salvador Garmendia, nacido en 1928, y a Rafael Cadenas, nacido en 1930.
En esos encuentros vespertinos de la plaza Altagracia, porque a ellos se ha referido Cadenas en diversas entrevistas, surgen los nombres de sus primeras influencias: en esos bancos, y bajo árboles centenarios, recitaba a Juan Ramón Jiménez o a Antonio Machado, pero también citaba de memoria versos del Mio Cid o del Cantar de los Cantares, o murmuraba líneas de Andrés Eloy Blanco, para entonces el poeta venezolano más público, más terrestre, especie de héroe civil. El magisterio de Jiménez o de Machado en la América hispana de principios de siglo no era una extrañeza; sencillamente eran modelos mayúsculos de cómo iniciarse en poesía: uno quizás más cerca de la estética y otro quizás más próximo de la ética. Sobre los textos medievales, alguna huella se encontraba en los manuales de secundaria, gracias a un programa de estudios definido por el muy determinante Instituto Pedagógico. Y sobre Andrés Eloy Blanco habría que recordar que, apenas un año antes, en 1945, la promulgación de una Asamblea Constituyente, en la que el poeta cumanés se había lucido como orador, ha debido enorgullecer a cualquier poeta venezolano emergente. Eran tiempos en los que, después de la larga noche gomecista, Venezuela despertaba muy determinada a trazarse un camino democrático. El trienio que llevaba hasta 1948, lleno de tropiezos y avances, desembocaba en un verdadero milagro político: por voto libre y democrático, aprobado también para las mujeres, la renaciente república elegía como presidente a su mejor escritor: don Rómulo Gallegos. Si esta hazaña pública, para cualquier escribiente de marras, no debía interpretarse como un asalto de la palabra al cielo, ¿entonces qué lo sería? Ese oficio del borrón y la duda, ese balbuceo que se enfrentaba la abismo mallarmeano de la página en blanco, sin duda renacía con voluntad de conquista.
Pero volvamos a la plaza Altagracia y recuperemos a nuestros dos jóvenes oficiantes entre libros y versos. Quien se asumía como maestro, el joven Salvador, tenía sus razones, pues desde temprana edad se había convertido en un lector insaciable. Y aquí valdría la pena hacer un paréntesis y referirnos a una anécdota que el gran narrador solía repetir: cada vez que un periodista le preguntaba a quién o a qué debía el oficio, invariablemente, con voz socarrona, respondía de la misma manera: “a la tuberculosis”. Quizás porque la tuberculosis lo encamó desde los doce hasta los quince años, y en ese confinamiento su única distracción fue la lectura. Salvador recuerda que su biblioteca como aprendiz de letras no fue la suya propia, sino la de su hermano Hermann, quien habiendo nacido en 1917, once años antes que él, poseía según los testigos de época el más importante santuario bibliográfico de la ciudad. Allí abrevaba su sed el narrador en ciernes y, por extensión, el joven poeta que lo secundaba.
Vale la pena tener en cuenta que, gracias a los auspicios de Casta J. Riera, 1946 fue también el año de publicación de la primera novela de Salvador Garmendia, de nombre El parque, por cierto nunca reeditada, y del primer poemario de Rafael Cadenas, de título Cantos iniciales, que si bien llevaba un prólogo del propio Salvador, Cadenas nunca más quiso incluir en ninguna de sus compilaciones. Ambas obras de juventud, que los mostraba como autores precoces, parecería que a la larga el rigor autocrítico se impuso sobre la audacia, pues en términos bibliográficos, es plausible que estos libros no hayan existido, pero sin duda sellaban el nacimiento de dos vocaciones que fueron inquebrantables. También es importante señalar que, en tiempos de renacimiento de la vida republicana, los oficios culturales crecían en paralelo con la militancia política, y ni Garmendia ni Cadenas fueron la excepción, aunque el tiempo demostrara que los corsés ideológicos no eran para nada compatibles con la libertad creadora. En 1949 Garmendia se hacía miembro del Partido Comunista y Cadenas lo secundaba en 1950. Ya para esos años una camarilla militar había abortado la breve presidencia de don Rómulo Gallegos y los vientos represivos volvían a las calles de Caracas y otras ciudades. Después de haber cursado el bachillerato en los institutos Lisandro Alvarado de Barquisimeto y Pedro Gual de Valencia, Cadenas había iniciado la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Central de Venezuela cuando su militancia comunista le valió cinco meses de presidio y luego la expulsión hacia Trinidad y Tobago, donde vivió exilado por cuatro años. De esa estancia, al cabo provechosa, el poeta ha dicho que vivió como “súbdito de la corona británica” y que se inició en los estudios de la lengua y la literatura inglesas. Allí escribió, precisamente, Una isla, que se reconoce como su primer libro, finalmente publicado en 1958, y sin duda comenzó Los cuadernos del destierro, que se terminó editando en 1960.
II.
El lenguaje de Una isla ya era de una extrañeza admirable, de una novedad sorprendente. ¿A qué o a quién se parecía esta poesía? Porque entroncarla en la tradición de la poesía venezolana no parecía tarea fácil. El tono febril quizás se podía asociar al de Sánchez Peláez, la imaginación desbocada acaso a la de Ramos Sucre, la adjetivación recurrente en algo recordaba a la de Moleiro. Pero lo sustancial iba más allá de las semejanzas, como si las lecturas foráneas de Cadenas, y no sólo las de poesía, estuviesen pesando más que la de sus coetáneos. Uno de los primeros elementos distintivos era la naturaleza filosófica de esta poesía: “el poema no nace, pero es real tu vida”, o “mi frontera con el vacío/ ha caído hoy”, o “sólo de ti, de nosotros, puedo dar constancia”; otro es el uso recurrente del pronombre tú para referirse al emisor, como quien habla ante un espejo: “tú te tienes sobre una tibia hojarasca”, o “hoy hago memoria de tu reino”; otro más es la certidumbre de que en poesía las palabras son libres, autónomas, independientes: no es el poeta quien las pesca sino que el oficiante es el pescado: “apremiante palabra,/ casa sin atavíos”.
En el campo de los referentes, que siempre son escasos en la poesía de Cadenas, podemos encontrar algunas pistas. Uno, sin duda, es el del reciente presidio: “estos muros se hacen transparentes cuando te siento”, o “mi libertad había nacido tras aquellas paredes”, o “el calabozo número 3 se extendía como un amanecer”. Este es aún más explícito en el poema “A un esbirro”, cuyo primer verso llega a ser explícito: “rostros deben andar por su café, por sus calles de llanto, por el humo de su cigarrillo”. Otro referente clave, porque luego prácticamente desaparece en la poesía de Cadenas, es el amor carnal, siempre tratado como ejercicio de trascendencia: “tú y yo solos e inmensos levantaremos nuestra rosa a las tinieblas”, o “tú reinas en el centro de esta conflagración/ y del primero/ al séptimo día/ tu cuerpo es un arrogante/ palacio/ donde vive/ el/ temblor”. Por último, es comprensible que el referente isla se preste a escenas portuarias, playeras, exuberantes o tórridas: vegetación desbordante, mercados atestados de víveres, cuerpos lujuriosos. Pero en el desarrollo poético prevalecerá el concepto de isla como entidad o unidad, como vocería única o solitaria, como constitución del yo poético, cuyo confinamiento podrá permitirse un lenguaje único, sustancial, incontaminado. Cualquier tema, dato o asomo será el pretexto para un ejercicio de elevación: el estado poético se alcanza en la medida en que el lenguaje comienza a resonar como una trama propia, única, autosuficiente. Y para ello, el poeta se convence de que la subjetividad debe llevarse a un grado cero, diríamos inexistente, donde el yo se apaga y no debe interferir: es esa galaxia autónoma de palabras, con brillo propio, la que expone su depurado mar de correspondencias, que nos baña y nos desborda, y al final nos lleva a otro estadio del entendimiento. Este destello de poética claramente cadeniana, es bueno advertirlo, ya estaba presente en el primer libro del poeta. De manera que la evolución de su poesía estará siempre asociada al mayor estado de despojamiento que se pueda encontrar.
III.
Desde su aparición en 1960, Los cuadernos del destierro ha sido uno de los poemarios más leídos y valorados de la tradición venezolana. Tiene a su favor un discurso de fábula que llega a semejar el aliento de las cosmogonías. Todo lo que el emisor va encontrando es deslumbrante, increíble, inaugural. El sujeto que narra se reconoce como parte de una estirpe, de la que él vendría a ser el único sobreviviente o el último representante: legión alicaída que proviene de tiempos mejores. Como Adán en el paraíso, lo va describiendo todo, pero a la vez ese todo es cambiante: muta de manera permanente. Es un país que, por su extrema lujuria floral, por la proliferación de brujos y duendes, se hace único, es capaz de proyectar un estado especial de encantamiento. El emisor tiene una percepción doble: por un lado, describe lo desconocido, pero por el otro, intuye que ya ha estado allí. En esto recuerda el maravilloso efecto de “Las ruinas circulares”, de Jorge Luis Borges, donde sabemos que el tiempo es cíclico, que las ruinas se visitan y visitan como si fuese por primera vez.
En cuanto al plano formal, lo primero que destaca en estos cuadernos es que, en gran medida, están escritos en prosa. Y en la tradición venezolana, esta elección prácticamente no la veíamos desde Ramos Sucre. Por lo demás, al respecto adelantaríamos que los paralelismos con la obra del poeta cumanés no sólo tienen que ver con lo formal, sino también con lo temático. Contrastemos varias citas en las que forma y fondo parecen prosa contigua. Cuando Ramos Sucre dice “yo vivía en un país intransitable, desolado por la venganza divina”, o “yo vivía retirado en el campo desde el fenecimiento de mi juventud”, o “yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos”, Cadenas dice: “yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpiente”, o “yo visité la tierra de luz blanda”, o “yo entré al aire de los tiburones cuando unas mujeres se reclinaban”, o “yo ignoraba todo lo concerniente a mí y a mis ancestros”. En síntesis, un mismo yo parece errar entre la extrañeza y el deslumbramiento, el primero más cerca del padecimiento y el segundo más próximo al desvelo.
Bueno es recordar que la obra de Ramos Sucre, publicada casi toda en los años 20, no entró en sintonía con su tiempo. Hubo que esperar hasta la década de los 60 para que la crítica y la academia reconocieran a un auténtico raro. Encontrar las influencias de un adelantado siempre es más difícil que identificar el legado que deja, pero al calor de una década tan explosiva en creación y agrupaciones literarias como la del 60, es muy probable que Cadenas lo haya descubierto y leído conforme lo hacían los poetas de la Generación del 58. Cómo no sorprenderse ante un poeta que escribía todo en prosa, que voluntariamente eliminaba el pronombre relativo que en todos sus textos, que mostraba una subjetividad lacerada, que se refería a paisajes imaginarios, que era víctima del insomnio y que sin mayor reconocimiento acabó con su vida en 1930. Podría haber sido otro gran romántico alemán, pero trastocado en un tiempo y lugar dispares. Ese lenguaje febril, alterado, insuflado, sin duda pasa a Cadenas en libros como Los cuadernos del destierro, pero con una variante que es definitiva y que se va agrandando con el tiempo, y es la de sostener, en clave casi filosófica, que el yo es una impostura, un simulacro, un concepto corto para abrazar lo que, en palabras de Cadenas, sería “el milagro de la existencia”.
IV.
El poema “Derrota”, quizás el más conocido de Cadenas, se publicó originalmente el 31 de mayo de 1963 en el suplemento Clarín del viernes y no se recogió en libro hasta 1970. Aparece a tres años de publicarse Los cuadernos del destierro y tres años antes de editarse Falsas maniobras, su libro siguiente. Es un poema extraño, coyuntural, que no responde ni a la voz ni a la evolución de la obra de Cadenas. Sabemos que el poeta no ha sido muy partidario de reconocerlo, de compilarlo, y mucho menos de leerlo en recitales públicos. Al respecto ha dicho, en un giro muy suyo, que ya no reconoce a la persona que lo escribió. Pero el poema calzó en la coyuntura política del momento y fue alabado y reproducido en copias multigrafiadas por una enorme corte de estudiantes. Para entonces, se diría que el fulgor de la Revolución cubana, a la que se plegaba un importante movimiento insurreccional en Venezuela, sirvieron de aparato transmisor. Por lo demás, extraña celebración de un texto por parte de estas audiencias, pues más que celebrar el momento político, lo condenaba a modo de epitafio: ya sabemos que el vocero del mensaje se declara incapaz de llevar nada a cabo. Pero me temo que la interpretación del poema está en otro campo, que no tiene que ver con la poesía y sí con la militancia política que Cadenas abrazó desde joven. En este sentido, “Derrota” debe leerse como un testamento personal, como la convicción creciente de que las ideologías nada aportan al discernimiento de la condición humana. Cadenas ve en el pensamiento ideológico una trampa, un subterfugio para evitar instancias mayores. La ideología, precisamente, fosiliza las ideas, las paraliza hasta convertirlas en nociones muertas, inamovibles; más que palancas de cambio, son credos que se repiten como quien murmura una oración en un templo.
En otra línea interpretativa, más veraz, quién sabe si “Derrota” responde más bien a la condición del poeta en sociedad, al hecho de ser “objeto de risa”, al hecho de no considerarse que el suyo es un oficio, al hecho de ser “humillado por profesores de literatura”, al hecho de perder “los mejores títulos para la vida”. Verdadero acto de depuración, “Derrota” sí nos habla de los mundos, nociones, valores o conductas que el poeta debe abandonar para volverse tal. Se trata de una especie de viacrucis, de apuesta al vacío, de acto de despojo, donde se van borrando aspectos de la personalidad, sistemas de valores o creencias constructivas. Consciente o no, a partir de “Derrota”, si no antes, Cadenas se abre a su ascetismo particular, lleno de un rigor inverso al usual, porque busca la esencia de la palabra, las nociones de vida más despojadas, el viaje hacia una realidad alterna. A partir de allí, se hace acompañar por los místicos españoles, por los exponentes del hinduismo o del budismo zen, siempre buscando una mayor dosis de despojamiento, o quizás postulando la concepción de que la cultura no es carga sino más bien abandono: “algunas veces de ti no queda nada”. Y sí, que no quede nada, que la expresión haga entender que la realidad es inabarcable, que las palabras sean apenas tentativas, ensayos fallidos para llevarnos a otra parte, para lograr ese estado de revelación que al menos en Occidente, desde los presocráticos, se nos escapa de las manos, sumidos como estamos en la dictadura del yo, ese tiranuelo que todo lo dispone porque gobierna todos nuestros actos.
V.
El estudiante Cadenas que en los años 50 debe abandonar sus estudios de Filosofía y Letras para ir a presidio y luego al exilio en Trinidad, regresa en los 60 a su alma mater. Pero la realidad de la Universidad Central de Venezuela es otra: por sus claustros ha pasado un remolino, la llamada Renovación, impulsada sobre todo por los propios estudiantes, que ha cambiado las visiones académicas y los programas de estudio. Como resultado, Filosofía y Letras se separan y ahora son carreras independientes. El poeta se inicia como profesor y asume la cátedra de literatura española en la recién estrenada Escuela de Letras: los estudiantes que lo siguen descubren que el autor de “Derrota” habla muy pausadamente, como si el silencio importara más que las palabras. Son años de renacimiento cultural, porque la caída de la dictadura está muy fresca y porque Venezuela reinstaura la democracia después del fallido trienio que la abortó en 1948. La Escuela de Letras bulle entre sus excelentes profesores y procura absorber los mejores modelos académicos del momento. Pronto se definen tres grandes matrices para ordenar las cátedras y las materias: una englobará los estudios lingüísticos, otra los estudios propiamente literarios y una tercera se llamará “Necesidades expresivas”, como para acoger las disciplinas que están más cerca de la creación literaria. En ese tercer campo se refugian muchos escritores y estudiosos, que postulan cursos de Mitología, Simbología, Estudio de las religiones y disciplinas afines como Teatro, Cine, Música o Artes Visuales. La Escuela de Letras es el territorio de la experimentación, donde la Crítica y la Creación a veces van de la mano y a veces se recelan mutuamente.
En ese ambiente de múltiples cruces y tendencias, vale la pena destacar tres influencias de peso que marcaron la obra de Cadenas, no tanto poéticas como sí de pensamiento o de concepción de mundo. La primera fue la de J. R. Guillent Pérez (1923-1989), filósofo venezolano que se formó en Francia y que dedicó toda su vida a la investigación y la docencia. Siendo muy joven, a Guillent se le recuerda por haber creado en 1950 el grupo “Los Disidentes”, que reunió a los más importantes artistas venezolanos residentes en Francia bajo el siguiente postulado: denunciar tanto la dependencia como el vasallaje cultural de los pueblos latinoamericanos de cara a la cultura occidental y, en compensación, asumir un papel protagónico desde esa misma cultura para dar una respuesta latinoamericana a la crisis de posguerra de Occidente. Pero el Guillent que nos interesa en cuanto al influjo de su obra sobre Cadenas es otro: es el que, en libros como El hombre corriente y la verdad, afirma que el conocimiento es un camino inconducente, que el idealismo y el materialismo son intentos fracasados, que “no hay nada que pueda darle sentido a la vida, excepto la vida misma”. Ante lo que llama el fracaso del pensamiento o, en todo caso, el reconocimiento de sus limitaciones, el Guillent de la madurez apela a maestros como Lao Tsé o Heráclito, o a cosmovisiones como las del Cristianismo en su más temprana edad o al Budismo más avanzado que encarna el Zen. Esta senda, sin duda, era también la de Cadenas, que si en algún momento fue sólo intuida, a través de la escritura de Guillent tomaba forma y se hacía discurso consciente. Esta sintonía entre Guillent Pérez y Cadenas, colegas docentes, se hace explícita en una entrevista que publica El Nacional el 24 diciembre de 1966. Guillent pregunta: “¿Hay temas en la poesía?” Cadenas contesta: “Lo importante no es el tema, sino la visión (…). Cualquier tema vale por el desarrollo que se le dé. Hay un poema japonés muy famoso sobre una rana, Blake tiene otro sobre una rosa destruida por un gusano, William Carlos Williams escribió otro sobre una carretilla. Todos son mínimos y todos misteriosos. Sin embargo, el tema único es la existencia, la interrogación en la que se funda, los caminos hacia la trascendencia. Los demás temas giran en torno a este eje (…). La poesía pertenece a lo más íntimo, a lo más sagrado, a lo más tembloroso del hombre. No es asunto de frases bonitas (algunas veces es todo lo contrario), aunque eso hayan creído muchas personas, y también muchos poetas venezolanos”. Quien esto dice, es el Cadenas de 36 años que acaba de publicar Falsas maniobras, su tercer libro, y no deja de ser extraño ese señalamiento a sus coetáneos, a los “muchos poetas venezolanos”, porque sin duda es una reserva de cara a lo que se escribe en el momento. Quizás señala hacia la poesía edulcorada, artificiosa, más tributaria de la forma que del fondo. Pero también es una señal de que su poesía nada debe a esas facturas, que deambula más bien solitaria, que hurga mucho y se expone poco, que no se siente correspondida en modos ni intenciones.
La segunda gran influencia del momento tiene que ver con la amistad que traba con otro colega docente, en este caso Rafael López Pedraza (1920-2011), psicoterapeuta y escritor de origen cubano que llega a Venezuela en 1949. López Pedraza se relaciona en Caracas con escritores y artistas, y también con importantes psicoterapeutas, pero en 1963 viaja a Zúrich, donde finalmente ingresa en el Instituto Jung y se mantiene por once años, trabajando directamente con el reconocido analista James Hillman. También con un grupo de colegas terapeutas amplía sus estudios en historia de la cultura, mitología e iconología: es el origen de una rama que terminan llamando “psicología de los arquetipos” o “escuela arquetipal”. En 1974 regresa a Caracas y en 1976 inicia un seminario de Mitología en la Escuela de Letras que frecuentan profesores, alumnos y visitantes. López Pedraza termina siendo uno de los pensadores más penetrantes de Venezuela. Su campo específico de abordaje –el análisis psicológico de las expresiones artísticas o de las formas culturales– es muy singular y a la vez revelador de los misterios insondables de la creación. Uno de sus primeros libros, La ansiedad cultural, nos demostró que una condición psíquica domina los hábitos de la sociedad contemporánea: aquélla que vive en el desasosiego del consumo ilimitado, y uno de sus últimos, Sobre héroes y poetas, sostiene que el monoteísmo es una cuña clavada en un tejido cultural fundamentalmente pagano, y que ello es origen de tensiones psíquicas que persisten hasta hoy. Es de imaginar que Cadenas halló en el análisis arquetipal un mecanismo capaz de transparentar procesos que en poesía son muchas veces inconscientes, y también es de imaginar que López Pedraza reconoció en la poesía de Cadenas una trama reveladora en la que el yo no se impone, pues según el análisis junguiano el exceso de identificación subjetiva con patrones materiales o espirituales marca el comienzo de la locura.
La tercera y última influencia de Cadenas durante ese período de formación no es presencial pero sí bibliográfica, y tiene que ver con el pensamiento del filósofo y teólogo Alan Watts, nacido en Kent, Inglaterra, en 1915, y fallecido en California, Estados Unidos, en 1973. Watts se hizo sacerdote anglicano desde muy joven, pero como autodidacta omnívoro se fue orientando cada vez más hacia el estudio comparado de las religiones, convirtiéndose hacia los años 60 en uno de los más importantes intérpretes y difusores de filosofías asiáticas como Taoísmo, Hinduismo o Budismo Zen. Con una veintena de libros publicados, los temas de Watts resonaban en los intereses poéticos de Cadenas, a saber: los misterios de la identidad personal, la verdadera esencia de la realidad, la elevación de la conciencia, la búsqueda de la trascendencia o, dicho en palabras del propio Watts, “la naturaleza última de las cosas”. Apasionado por las fábulas y los cuentos románticos del para entonces Lejano Oriente, y también fascinado por la pintura china, al sentir que enfatizaba la relación entre humanidad y naturaleza, en un momento de su vocación divergente Watts se vio obligado a escoger entre el cristianismo anglicano de su entorno familiar y el budismo, decantándose por este último y convirtiéndose en uno de los promotores del llamado “London Buddhist Lodge”, fundado principalmente por teósofos. De alguna manera, Occidente tuvo que esperar hasta el advenimiento en los años 60 del movimiento beat, de la psicodelia o de los pensadores contraculturales norteamericanos, para tener una relación más fluida con las ancestrales culturales orientales, y en ese despertar sin duda que Watts, leído por Cadenas, fue un puente, un articulador, un verdadero traductor de símbolos y conceptos que no conocíamos. Hoy en día, en plena globalización, nadie se extraña frente a la realidad cultural de Oriente, pero en aquella época estábamos verdaderamente desvelados frente a la riqueza y el peso espiritual de una cultura que, ante los ojos occidentales, parecía nacer por primera vez.
VI.
Dentro de su primera trilogía de libros, tiendo a pensar que Falsas maniobras es el más acabado de los tres, es el que mejor apunta hacia lo que en definitiva será la obra de Cadenas. El poeta ya no ensaya como lo hace la voz inicial de Una isla ni tampoco debe responder verbalmente a ese estado de encantamiento que gravita en Los cuadernos del destierro. Aquí están de lleno los modos, las inclinaciones y los quiebres que caracterizan su obra: el tú que es un yo desdoblado, la búsqueda de un estado de plenitud que no llega, la situación de carencia que siempre caracteriza a la condición humana, la poesía misma considerada como una tentativa perpetua (nunca como un hallazgo). Y en cuanto al estilo, un cierto automatismo psíquico, que según la consigna surrealista busca la asociación libre entre las palabras, sin duda está presente. Si extremáramos las filiaciones, podríamos admitir que este libro algo hereda de la obra de Juan Sánchez Peláez cuando pensamos en las sonoridades, en la adjetivación, en la exposición de una subjetividad siempre incompleta, o de algún modo sufriente. Un poema como “Nombres” es un ejemplo vivo de lo que describimos:
Te llamas hoja húmeda, noche de apartamento solo, vicisitud,
campana, tersura y lascivia, ingenuidad, lisura de la piel, luna
llena, crisis
oh mi cueva, mi anillo de saturno, mi loto de mil pétalos
Éufrates y Tigris, erizo de mar, guirnalda, Jano, vasija, tórtola, S.
y trébol
ovípara
uva, vellocino y petrificación
podrías llamarte…
pero tu nombre es
lecho, lavamanos, dentífrico, café, primer cigarrillo,
luego sol de taxis, acacia, también te llamas acacia y six pi em
–em– o half past six o seven,
cerveza y Shakespeare
y vuelves a llamarte hoja húmeda, noche de apartamento solo
día tras día,
sí, tienes tantos nombres
y no te puedo llamar
todo tan absurdo como esas mañanas sin amor que el espejo de
los baños recoge y protege
todo tan desoladamente inabordable
todo tan cauda perdida
Ahora bien, si afirmamos que Falsas maniobras es ya un libro de la madurez expresiva, que marca para siempre la evolución de su obra, ¿cómo entender, en definitiva, los rasgos que caracterizan la poesía de Cadenas? En esta instancia, creo que lo mejor es decirlo con sus propias palabras y entresacarlas de una conversación que grabamos en 2014 y que luego fue publicada como entrevista en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. Estas serían las sentencias del maestro:
Primera: Para mí la literatura comienza a ser algo determinante desde que me aficioné a la lectura y, con ella, a tratar de escribir poesía. Pero hoy pienso que la poesía es un arte volcado a lo indecible. Se trata de una imposibilidad, a la que tampoco escapa la prosa. La realidad es el misterio absoluto, y el lenguaje, que trata de asirla, yace en una segunda instancia. Para caracterizar esta separación, el polaco Alfred Korzybski, creador del concepto “semántica general”, usa la palabra unspeakable.
Segunda: En cuanto a influencias literarias, puedo mencionar a Whitman, Rilke, Michaux, Cavafy, Pessoa, William Carlos Williams y muchos más. En medio de sus voces trato de encontrar la mía propia. Y en cuanto a la prosa escrita en nuestro idioma, me interesan Alfonso Reyes, Antonio Machado, Baldomero Sanín Cano, Pedro Salinas, Jorge Luis Borges, Gabriela Mistral, Octavio Paz, Fernando Savater, y por supuesto otros, porque la lista es larga. Aquí incluyo a poetas que son magníficos prosistas. De algunos prefiero incluso su prosa, sin que esto signifique subestimar su poesía.
Tercera: Creo no tener obsesiones por textos, movimientos o autores. Aunque sí debería reconocer que me obseden aquellas corrientes de pensamiento que tienen que ver con una constante muy fuerte en mí: el asombro ante el misterio de la existencia, algo que es absolutamente infranqueable para la mente. Aunque podamos entender que exista, ese hecho nos sobrepasa. Por eso siento que mi habitación es el no saber.
Cuarta: En cuanto a la evolución de mi obra, diría que la poesía viene de la poesía, y la que he venido escribiendo ha ido hacia una contención. En prosa se puede decir todo, pero en poesía, a pesar de que el lenguaje se ha ampliado muchísimo, mora sobre todo el silencio. Aviso a los poetas: la principal fuente del idioma está en la prosa.
Quinta: Me cuesta mucho valorar mis libros, pero creo que hoy en día tengo más afinidad con Memorial, Gestiones y Sobre abierto. En ellos la expresión ocurre a través de motivos, lo cual permite borrar al yo.
Sexta: La imagen que me definiría mejor podría ser la de tercero: Más que piloto de su andanza, la de alguien a quien le cuesta decidir, y por eso es llevado. Lo de “soy el capitán de mi alma” le queda ancho. Debido a esa característica, no se recomienda a sí mismo.
Séptima: En torno a la muerte, sobre la que no pienso mucho, hago mías estas líneas de Montaigne: “Quiero que obremos y que prolonguemos las tareas de la vida tanto como sea posible, y que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero despreocupado de ella, y todavía más de mi jardín imperfecto.” Dicho de otra manera: nuestra finitud vuelve importante cada momento que vivimos.
VII.
El siguiente ciclo de la obra de Cadenas corresponde a las décadas de los años 70 y 80. El poeta guarda un largo silencio de once años entre Falsas maniobras, que es de 1966, e Intemperie, que es de 1977, pero en este mismo año también publica Memorial, uno de sus libros fundamentales, y un poco después Amante, que es de 1983, completando así una segunda trilogía. Viéndolo en perspectiva, se comprueba que el silencio entre los dos ciclos no era tal, sino más bien un período de mucho trabajo y meditación. Intemperie, ciertamente, es un libro breve, que podría hasta leerse como la antesala del que sigue, Memorial, todo un centro de gravitación, y sin embargo ya introduce las señas de identidad del período. Asombra, sobre todo, la persistencia del despojamiento, la necesidad no de borrar el yo pero sí de abolirlo, para que nada valga, o más bien para que no tenga significación. Verso tres verso se repite este propósito: “Vida/ arrásame,/ barre todo,/ que sólo quede/ la cáscara vacía, para no llenarla más,/ limpia, limpia sin escrúpulo/ y cuanto sostuviste deja caer/ sin guardar nada”. O en otro pasaje más claro aún: “No lleves más/ la pesadilla./ Tenaz/ se envuelve con nuestra piel./ Echémosla por la borda.” En síntesis –releo los verbos–, barrer, arrasar o vaciar, para que haya claridad, para que haya despertar. La pesadilla viene a ser la acumulación de pensamiento, esa barrera que no nos permite ver la realidad. ¿Un estado de iluminación? Creo que se aspira a menos: quizás a un estado de discernimiento. Estar a la intemperie, por lo tanto, no significa estar desprotegido, sino más bien abierto a todos los influjos de la realidad, a todos los estímulos.
En Memorial, que es un libro de muchas caras, Cadenas recupera un plano de la cotidianidad que no estaba presente en sus libros anteriores. Esos niveles de abstracción, que de tanta contención creaban mundos únicos, como en Los cuadernos del destierro, aquí ceden en función de otras circunstancias. Los propósitos siguen, pero los escenarios cambian. Al respecto, reconozcamos el paisaje natural pero también humano de Caracas en este poema de título “Al despertar”: “¿Qué sé yo de razones?/ Mi pensamiento es esta mañana que se eleva/ sobre la ondulación del cerro,/ la niebla que envuelve/ algunos pájaros,/ la bulla/ del mercado, los gavilanes que todavía/ se acercan a esta orilla de la ciudad,/ la taza de café/ antes de salir a la calle/ cuando todavía no estoy conmigo.” Pero a la par de esta novedad, sobreviven otras tendencias ya conocidas, como la que refiere a estados de iluminación en versos como: “Un día, de tanto verte, te vi”, o “Como el salto de la luz en una hoja”, o más aún “Esto te debo: haber restablecido el instante en mis ojos. Júbilo que no puede morir porque no tiene nombre”: o como la que finalmente remite a la descripción perfecta de una poética en este verso limpio: “La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos, insistimos, nadie sabe por qué.”
Para cerrar esta segunda trilogía, habría que reconocer que el libro Amante en parte se concibe a partir de unos versos de William Carlos Williams que Cadenas coloca a manera de epígrafe: “Why do you try/ so hard/ to be a man. You are a lover.” Esta distinción –you are a lover– recorre el libro de cabo a rabo, y le otorga a la palabra amante un campo semántico muy amplio: podría ser el yo desdoblado, o el tú lector, o la amante furtiva o esa otredad fantasmal que a veces es y a veces no es. Un libro, sin duda, extraño dentro de los registros de la obra de Cadenas, y por eso mismo singular. Se mantiene esa búsqueda inquisidora en torno a la realidad, pero con un tono que llega a ser conversacional. El emisor indaga siempre con preguntas, cuyas respuestas parecen no llegar: “¿Cómo pudiste vivir/ de la idea/ que la ocultaba,/ con un sabor/ que no era de ella,/ huyendo/ de su aparecer/ que era también el tuyo?”; o mejor: “Lo guiaste/ fuera del país/ donde vegetaba,/ el país de la pureza,/ el país de la detención,/ pero después tenía que seguir solo,/ tanteando./ No había otra manera de volverte a encontrar.” Amante que finalmente busca una reciprocidad, una correspondencia, sin que claramente la consiga. Hay una devoción que no encaja, hay un deseo que se queda sin objeto. Quizás en el planteamiento profundo de este libro se eche en falta la comunión con cualquier otra forma de alteridad. El amante no parece encontrar al amado, o quizás el amante “Se creyó dueño/ y ella lo obligó a la más honda encuesta,/ a preguntarse qué era en realidad suyo./ Después lo tomó en sus manos/ y fue formando su rostro/ con el mismo material del extravío, sin desechar nada,/ y lo devolvió a los brazos del origen/ como a quien se amó sin decírselo.”
VIII.
En las últimas tres décadas, sabemos que Cadenas ha publicado Dichos (1992), Gestiones (1992), Sobre abierto (2012), En torno a Bashô y otros asuntos (2016) y Contestaciones (2018). Poesía muy reflexiva y condensada en los dos primeros, poesía que vuelve a sus intereses iniciales el tercero, poesía que revisita el haiku y se sumerge en la intensidad de la contemplación el cuarto y poesía que curiosamente entra en diálogo con las sentencias políticas o los credos ideológicos el quinto. Pero ya a manera de conclusión quisiera detenerme en el libro Anotaciones (1983), porque tiendo a pensar que, en esas páginas, Cadenas se aproxima lo más que puede a la definición de una poética. De entrada, esto sería contradictorio para quien, precisamente, huye de las definiciones, pero creo que bastan sus opiniones, sus pensamientos o sus visiones para inferir lo otro, esto es, su concepción de la poesía o de los elementos que la condicionan. Es tanta su precisión y preocupación por tantos temas capitales, que vale la pena diseccionarlos uno por uno y escuchar la voz del poeta:
Sobre el poeta moderno: El poeta moderno habla desde la inseguridad. No tiene más asidero que la vida. Seguramente una voz queda le dice en los adentros: la época de las causas terminó. Ya no puedes aferrarte a religiones, ideologías, movimientos, ni siquiera literarios. Se acabaron las banderas. Pero este desengaño lo libera para luchar en otra clave por lo que religiones, ideologías, movimientos dicen defender: lo religioso, lo humano, lo valedero. Esa voz, que parece del nihilismo, podría ser más bien la voz de la vida que desea recuperarnos.
Sobre la escritura que nos define: La historia misma nos lleva, o nos trae, a la escritura fragmentaria. ¿No sentimos que los libros, precisamente de quien tanto ha reflexionado sobre aquélla, los de Nietzsche, son como cuadernos de notas? La fragmentación del mundo tal vez conduce al fragmento, o a todo lo contrario, a la obra ordenadora. En este momento me inclino hacia esa forma de expresión, la que brota sin pretensiones al hilo de los días.
Sobre el humanismo: Los días del humanismo están contados. Todavía le queda el amparo de las universidades –no de todas– donde debe justificarse, demostrar que es necesario, rendir tributo a la sociedad utilitaria. Ha de presentar examen, ponerse el ropaje de la ciencia, que a su vez tiene que rendir cuentas ante la técnica, mostrar sus títulos. Todo esto sin avergonzarse. Los “humanistas” no tienen pudor. Son incapaces de defender sus fueron sin arrodillarse ante la sociedad moderna para que los acepte, para que les permita vivir.
Sobre el estado de la lengua: ¡Cómo no va a estar en baja la poesía si la lengua se encuentra en la mayor penuria de su historia! Ya la distancia entre el lenguaje escrito y el hablado ha sufrido tal ensanche que puede llevar a una escisión, a la existencia de dos lenguas, como ha ocurrido en ciertas culturas. Ese es otro síntoma de nuestra barbarie, pero no se menciona. La quiebra de la lengua es la quiebra de la cultura, de la sociedad y del espíritu. Es tan indeciblemente importante enseñarla bien. Debería ser el eje de la educación en la escuela, en el liceo, en las escuelas de letras. Con todo, ningún Estado le da importancia. Sin ese instrumento, dice Pound en El arte de la poesía, el propio Estado se va al diablo.
Sobre el hombre de letras: Un hombre en un apartamento de esta ciudad o de cualquier otra lucha con las palabras. Es uno entre millares; no conozco la proporción. Tal vez en otros apartamentos habrá otros, pero no debe existir cuenta más fácil: la sociedad moderna condenó hace tiempo al hombre de letras, al hombre de la pasión por las palabras, a un destierro creciente, pero al mismo tiempo ha perdido la voz. No puede expresarse. Carece de lenguaje. Cuenta con clichés, estereotipos, ruidos.
Sobre la literatura: La La raíz del desdén hacia la literatura es el desdén hacia la lengua. Quien vuelva la mirada hacia el instrumento que le sirve para expresarse, la volverá también hacia el arte de usarla o servirla.
Sobre la humanidad: Hemos entrado en una barbarie. No ha habido invasiones. Después de todo, los bárbaros portan una energía que avigora civilizaciones cansadas. En nuestro tiempo es la sociedad la que, revestida de progreso, se barbariza. Se trata de una destrucción “inteligente”. Hay algo tanático en el progreso que conocemos.
Sobre el lector de poesía: Los lectores de poesía buscan, en el fondo, revelaciones.
Sobre el lenguaje de la poesía: El lenguaje de la poesía mira al misterio, lo tiene presente; es lo que lo hace esencial. Los otros lenguajes no lo advierten, no le dan cabida, operan a sus espaldas; muchos de ellos son seguros, afirmativos, sapientes; están llenos de suficiencia; rezuman autoridad. Si algo tiene que ver con la poesía es la ignorancia fundamental, el no saber, sobre el cual está erigido el mundo del hombre. De ahí lo inconcluyente de la poesía. Se mueve en un borde donde no caben certidumbres rotundas. Esta es su fuerza desconcertante.
IX.
La obra poética de Rafael Cadenas ha representado, por qué no decirlo, la más importante aventura textual de nuestros tiempos. Sus poemas nos acompañan como talismanes desde 1958, con la aparición de Una isla, y ya son seis décadas de cercanías, revelaciones, renuncias, lecciones o aprendizajes. Mi generación, particularmente, ha crecido con esta poesía, ha bebido de ella, ha hecho suya todas las sonoridades. Es nuestro poeta por antonomasia, nuestra secreta compañía, nuestro mascarón de proa. Se me dirá que este ensalzamiento nada tiene que ver con una poesía que reseña la humildad, que busca lo esencial de la vida, que se aparta de aspavientos, que ve en el yo –esa sacrosanta institución de Occidente– una gran trampa. Pero quizás nuestros accidentes históricos, nuestra ruina política y moral, ha visto en esta poesía del despojamiento, paradójicamente, una tabla de salvación. Nunca pensó Cadenas que su poesía pudiera significar tanto para tantos lectores que la buscan o que encuentran refugio en ella. Pero nuevamente son las circunstancias las que han obrado para que esta conjunción sea así.
Valga también decir que el referente país, de cara al apetito de las vanguardias, ha significado poca cosa. Se le relegaba, se le desdeñaba, se le guardaba en el cajón de los objetos perdidos. Pero esta convicción también mostraba que nadie valora lo que ya se tiene, como el aire que respiramos. El país, digamos, es un fait accompli, es el armario donde colgamos la ropa. Con esa seguridad, con ese terreno firme, la literatura avanza en libertad plena, pendiente de su propia evolución, rasgando las vestiduras del conservadurismo y sembrando flores en la cabeza de los obtusos. Hasta que, por supuesto, el país cesa, se detiene, se disuelve, que es lo que ahora ocurre. Nos quitan la pista desde la que despegábamos, nos ocultan las certezas, nos disuelven la cultura que nos explicaba o nos exponía. La libertad con la que una obra como la de Cadenas ha crecido o evolucionado para criticar el sentido de posesión, los tontos afanes, la vanidad, los modos superfluos de la vida de hoy, y apostar más bien por la trascendencia, por la llama que es todo ser, por una condición más celestial y menos terrenal, también cesa o se suspende sin las certidumbres que nos parecían naturales, eternas. Y es en estos últimos años cuando, sorprendentemente, sin que estuviera destinada a ello, la obra de Cadenas, a falta de país, crece entre adeptos y lectores para constituirse en un país alterno, con geografía propia, con habitantes, con sentimientos, con certezas. Ocurre así con las grandes obras cuando los sostenes que las postulaban desaparecen.
El país que en cuanto a esfuerzo colectivo ya no está, al menos sobrevive, con otras claves, con otras señas, en obras como la de Cadenas. Hablar de islas, de destierros, de derrotas, de falsas maniobras, de intemperies, de memoriales, de amantes, de gestiones, de dichos o de sobres abiertos da para una cartografía, da para un país minúsculo pero autosuficiente. En ese país nos refugiamos, aunque sea a la intemperie, en espera quizás de que el otro país, el originario, resucite de las sombras. La obra de Cadenas, afortunadamente, ya no le pertenece: es una isla puesta a flotar, que deriva por múltiples corrientes, pero en la que vamos todos, apelmazados sí, pero felices. No es este el destino que el gran poeta, docente, traductor, custodio puntual del lenguaje mal hablado, hubiese querido, creo, para sus versos, pero toda obra es finalmente de los lectores, de los tiempos que la reciben, de los jóvenes poetas que beben de sus aguas. La presencia de Cadenas, más allá de Cadenas; su vigilancia secreta, más allá de sus gestos parcos; su autoridad moral, más allá de quien sólo esgrime como propósito de vida la humildad, se constituye en uno de los pocos regalos que estos malhadados tiempos nos han dado. Qué dicha que esa isla flotante sea de palabras; qué oportuno que ese país sea de certezas; qué sostén que esa deriva preserve verdades insoslayables. Cuando el país mayor que le hace falta al poeta reaparezca, tendremos tierra para saltar a la tierra, tendremos agua para bañarnos en los ríos, tendremos palabras para hablarnos los unos a los otros.
Antonio López Ortega
ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR
Suscríbete al boletín
No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo