40 años de El cuaderno de Blas Coll

Port of Coll

04/07/2021

El 4 de febrero de 1981 salió de imprenta la primera edición de uno de los libros capitales de la literatura venezolana: El cuaderno de Blas Coll, del poeta Eugenio Montejo (1938-2008). Prodavinci conmemora esas primeras cuatro décadas con un grupo de trabajos solicitados expresamente para celebrar la impronta de ese texto inolvidable.

Eugenio Montejo jamás vio la presumible imagen de esa conjetura llamada, a lo mejor, Blas Coll. La fotografía apareció en Las Malas Juntas (9 de agosto de 2014) con una sola frase de Carolina Lozada: «La índole dudosa le conviene al fantasma». El laconismo quizá contenga la estructura del cuaderno de Coll –la reunión fortuita de una obra reducida por agravios y accidentes–; también, el fundamento de sus proposiciones. El registro sitúa al tipógrafo entre dos asomos de luz: a la izquierda, una mancha blanca a la altura del cuello que puede provenir de alguna puerta abierta; al otro lado, el aura que rodea la efigie de una Virgen. De un modo oblicuo, la coalición define al personaje, pues lo transforma a él también en el simple remedo de un haz fosforescente, la aparición escasamente absoluta de una intuición filosófica. Eso que perpetúa una lámina Kodak es el resumen de su biografía; ¿no repite Montejo que Blas Coll es el acopio de datos parciales, a veces incongruentes, dudosos, como si el hombre hubiera sido, en fin, una sencilla, y ocasionalmente hostil, ficción comunitaria?

Ese fantasma es, en todo caso, un poltergeist certificado. La gente en Puerto Malo recuerda a un tipo excéntrico que recaló allá en 1932 y «era menudo, de mediana estatura y rostro ovalado»; además, «[l]levaba siempre unas gafas doradas y un sombrero de fieltro, al parecer su prenda más definitoria, junto con un lápiz achatado sobre la oreja derecha» (Eugenio Montejo, El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo, Valencia, España, Editorial Pre-Textos, 2007). Su destreza profesional era el manejo de tipos móviles y su vocación, la escritura heterodoxa. Con ella perturbaba las certezas de aquella aldea de pescadores. La suya era una actitud jamás obsequiosa ni acomodaticia, pues su proyecto buscaba arrasar las convenciones y hasta la dimensión del habla común. Montejo anota que el señor B. C. donó su última cuartilla a la escuela, pero los maestros se negaron a usarla en la instrucción; en ella les pedía a los niños que después de las letras y el conteo aprendieran a reducir la longitud de los vocablos. Blas Coll se había propuesto adelantar una crítica del lenguaje [Sprachkritik] en el cuerpo del castellano familiar:

La palabra del hombre tiende en secreto a una extensión máxima de dos sílabas, aunque su ideal expresivo siempre sea la unidad monosilábica. Una sola sílaba traduce cabalmente el esfuerzo de un paso sobre la tierra. Se corresponde con la distancia imaginaria a que nos situamos de todo objeto, hecho o acción.

Foto perteneciente al álbum familiar

La disciplina que el tipógrafo planteaba tiene su base en la realidad del desalojo: la zancada y el alejamiento son la medida que la lengua debe reproducir en su red de fonemas, como una manera de recordar los soplidos que damos al desamparar todo objeto y acción. Su lingüística es organicista y prescinde de las limitaciones del asma y de la apnea. Esa marcha es una regla universal que al mismo tiempo conserva la ilusión de los trabajos, los días, las cosas, los recuerdos, la pura apetencia del futuro, los giros de la suerte. En las ruinas textuales de Coll se inscribe la hipótesis difusa de un viajero que procura convertir la experiencia en patrón, lo cual autoriza a leer su herencia como un diario de fechas excluidas y, al cabo, el relato de una migración forzosa.

La primera glosa de Eugenio Montejo, después de las páginas introductorias de los años 1979 y 1983, de plano declara lo siguiente: «Blas Coll concibió en su locura de exiliado la tentativa imposible de reformar la lengua de los suyos» (el subrayado es mío). Al editor se le antoja ese aviso una premisa útil. Tal vez haya una gradación en el delirio y al provocado por la expatriación le toque un puesto alto. Está claro que ciertas condiciones ayudan a renovar –o a agitar o a demoler– un punto de vista. Al lunático de Puerto Malo la errancia lo difuminó y lo condujo a perspectivas simultáneamente juguetonas y severas. Para él, la aventura de modificar la lengua equivalía a una ciencia jovial, aunque supiera que el esfuerzo prolongaba el destierro: «ya no habría patria capaz de entenderlo y adoptarlo», concluye su editor. No hay nación que consienta la crisis que Coll promoviera, de modo que su programa lo hacía un ciudadano sin licencia.

Sin esa característica los supuestos del tipógrafo ni siquiera existirían. El estatuto de los apátridas está a medio camino entre la fantasía y la añoranza; desde allí se reniega de las instituciones, los legados, la heroicidad, la avenencia, el mecenazgo, el protagonismo, los poderes… La filosofía de Blas Coll es mestiza por una tradición desnaturalizada que metamorfoseó aquel poblado en una versión anacrónica, unipersonal, de la «Vienna del linguaggio», donde Calasso situó a Fritz Mauthner, Freud, Kraus y Alfred Loos (Roberto Calasso, I quarantanove gradini, Milano, Adelphi, 1991). Solo el marginal accede a la política que sacude el lenguaje; los demás prefieren guardarlo en un baúl, con naftalina.

En diversas instancias leemos su vindicación de cruces dialectales y lenguas en contacto:

No conoció el castellano (…) esfuerzo más valeroso en el pasado, para aligerar su pesadez, que el arte gongorino. Es verdad que por proceder de una región donde se halla aún viva una tradición distinta de la cristiana, él obraba con ventaja respecto de muchos otros. (El cuaderno de Blas Coll y dos colígrafos de Puerto Malo, Valencia, España, Editorial Pre-Textos, 2007)

El poeta andaluz tenía el beneficio de la convivencia con múltiples rasgos culturales que le dieron levedad a su obra —la concisión del latín y la eufonía de otras identidades. Tal ligereza es especulativa y sobre todo vocálica, porque cualquier estudio métrico hace evidente la abundancia inmanejable de palabras dilatadas (¿no comienzan así Las soledades: «Era del año la estación florida»? ¿Y así la Fábula [tres sílabas] de Polifemo [cuatro] y Galatea [cuatro más]: «Estas que me dictó, rimas sonoras,/culta sí aunque bucólica Talía»?). Posiblemente Coll viera en la poesía de Góngora la variante de textos aljamiados, una conjugación casi invisible de lenguas que minan la rigidez del español. Para él era relevante la mezcla de origen; como abrevia Montejo: «Don Blas (…) soñaba con ir a la frontera uruguayo-brasileña, en donde, según sus informes, se comenzaba a hablar portuñol, una lengua nueva surgida de la vecindad entre el español y el portugués». La noticia deja entrever posibilidades expresivas que preceden la publicación de Mar paraguayo (1992), la novela de Wilson Bueno, sobre la cual se lee en Medusario: «es el rejuego trabado de tres idiomas: portugués español (portuñol) escandido por estribillos guaraníes. Esta lengua es un lugar sin lugar, la instancia utópica donde se realizan los deseos sin que se cumplan» (Roberto Echavarren, José Kozer y Jacobo Sefamí, Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, México, Fondo de Cultura Económica, 1996. p. 356).

Esa disposición también se muestra en sus excursiones por Curazao, donde admiró el papiamento –«lengua más sintética, invento del alma mestiza»–, cuyo aprendizaje recomendaba siempre. Las hablas criollas del Caribe lograron combinar elementos dispares en una apoteosis de la hibridación. Por su parte, celebra el viejo Coll, nuestro castellano ultramarino «se deshizo de la desagradable vibración de la zeta, la fricativa dental reemplazada por la ese, sibilante y dulce (…) [y] puso a un lado la segunda persona del plural en todas sus derivaciones». Sin embargo, no le bastaron los usos adaptados y la superación de esas fósiles marcas imperiales; había que seguir la compresión de las hablas más jóvenes hasta alcanzar la novedosa sobriedad del «colly», «la lengua solitaria con que terminó hablándose a sí mismo».

La empresa de Blas Coll en los fragmentos que sobrevivieron testimonia las circunstancias de su exilio. La crónica ambigua de su carácter y sus creencias describe el itinerario progresivo de su disolución y la permuta de la caligrafía (de κάλλος, kallós = hermoso y γράφειν, graphein = escribir) por la coligrafía, el protocolo de un idioma utópico y menor que nada más el exiliado radical profiere. No hay fantasma que no se dé el lujo de aprovechar su cualidad fronteriza, como sabía Lozada, porque ese estado equívoco entre la pertenencia y el desamparo favorece la literatura —el espectro en la escena de las lenguas. A Coll le sirve aquella imagen de una cámara Brownie de los años 40: su estremecimiento es por fin el correlato de una poética y una biografía que nadie, ni el propio Montejo, puede fijar de forma concluyente.


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