Domingos de ficción

Pizza y destino

03/11/2019

Fotografía de Adrian Öhlund | Flickr

Ojalá se hubiera fijado mejor en esa señora con su sombrero blanco y lentes oscuros, ojalá hubiera escuchado sus cuentos, ella, que no suele socializar en las colas ni mirar a nadie, que odia las colas y las costumbres que se desarrollan con las colas y hasta los cuentos de las colas, y aprovecha el tiempo leyendo o repasando la materia para sus exámenes a riesgo de que le arrebaten el iPad. El porcentaje de riesgo es, desde luego, enorme. Por eso prefiere llevar material impreso, como hoy.

No vayas, darling, le dijo su papá. No puedes perder clases. Nos arreglaremos. Pero hoy Linda no tiene clases y se enteró por whatsapp que al supermercado de su vecindario va a llegar jabón Las Llaves o Ariel, o cualquier polvo para lavar la ropa, y tal vez también un lavaplatos… total, todo eso lo necesitan; y él lo sabe. Nos arreglaremos, dice, pero ¿cómo? Siempre optimista, se empeña en ignorar la situación. Él trabaja, y nadie más puede comprar un paquetito de jabón para ellos, porque están racionados por persona.

Linda está preparada. Es una chica moderna y segura de sí misma. Lleva su gorra de béisbol y los zapatos deportivos más viejos que tiene, su teléfono en el bolsillo y el MP3 con discretos audífonos; en su morralito está un paraguas plegable junto a un sándwich, la indispensable botellita de agua, el curso fotocopiado de Endocrinología para el octavo trimestre y, por si acaso, la última novela policial de Donna León que le ha enviado su hermano mayor de Filadelfia. Suficiente para no explotar de ira y aburrimiento ni matar el tiempo juntándose al coro de las voces que hablan de la situación, por supuesto –¿de qué más?–, porque todos se pegan a sus celulares o hablan de la situación en esa cola que se despliega bajo el sol a lo largo del estacionamiento superior del Centro Comercial Chacaíto y dobla sobre la Avenida Solano. Que esto es inaguantable. Que las colas y la escasez, que no hay harina ni azúcar ni aceite, que el café, que el país, que el gobierno. Murmullos amenazantes como movimientos telúricos que crecen en las profundidades del mar pero se deshacen en la superficie entre los moluscos inertes y los peces que nadan en la espuma de las olas, ya acostumbrados a la situación, ya armados de astucias cotidianas y estrategias de supervivencia. Que no hay, que los precios, que –ahora sí– hemos tocado fondo. Murmullos como cantos del coro griego en el escenario donde se desarrollan nuestros dramas y comedias particulares: algo así pensaría Linda si tuviese inclinaciones literarias. Pero Linda no está para eso. Ella estudia medicina, como su amado daddy. A menudo, para abstraerse del entorno, piensa en inglés: es bilingüe desde chiquita.

Ojalá la hubiera escuchado, ojalá le hubiera prestado más atención a la mujer que está parada muy cerca, dos personas más allá, aunque tan sólo fuese porque tampoco esa señora está dispuesta a perderse en las voces del coro. En realidad, sí, se ha fijado en ella, al menos al principio. La muchacha no sabe si llamó su atención el sombrero que recuerda tiempos mejores o el acento de la doña, irremediable acento extranjero, de origen difícil de descifrar, y la cómica grosería que soltó al descubrir que se le había acabado la batería del celular. Lo más seguro es que hayan sido sus ojos que divisó cuando la señora se quitó los lentes de sol para secarse el sudor de la cara, unos ojos de mucha vida y honesta transparencia. Su color no tiene nada especial en una cara blanca de musiúa arrugada por los años, pero Linda suele fijarse en esas personas especiales que nacieron con los ojos verdes, como ella misma, que sin ese detalle sería tan sólo una morena agraciada, cómo no, con su sonrisa deslumbrante y la masa de cabello oscuro; esbelta y bonita como muchas otras veinteañeras, pero despojada de su atributo más atractivo y del efecto sorpresa que causa en la gente (hasta la señora del sombrero tropezó en medio de una frase cuando la miró). La muchacha lo sabe y acentúa cuidadosamente sus pestañas con rímel y el contorno de los ojos con un lápiz negro, para destacarlos aún más. Los regalos de Dios se agradecen y se cuidan con amor: eso le enseñaron sus padres, que la cuidaron a ella exactamente así: como un regalo de Dios.

Linda ya había tratado de llamar a su novio pero tuvo que contentarse con mandarle un mensajito, de modo que guarda el teléfono y saca de su morral un fajo de fotocopias engrapadas con el firme propósito de zambullirse en los síntomas de los trastornos hormonales, ajena a la imperceptible onda de rechazo que siempre provoca quien se pone a leer en la cola, como si se creyera superior a sus semejantes y con el derecho a aprovechar el tiempo. Sólo la señora del sombrero le echa una mirada de empatía, aderezada con un destello de decepción al captar que no puede contar con esa chica en su posible audiencia. Está inquieta y hasta exaltada: este lugar parece despertarle recuerdos que pujan por ser compartidos. Se nota en la manera como escruta el entorno y en la soterrada impaciencia con la que evalúa a sus interlocutores inmediatos: una mujer huesuda con un carrito naranja y un hombre mayor de pelo blanco y la espalda como un signo de interrogación; detrás, madre e hija: muy parecidas y enfrascadas en sus celulares. A la muchacha la puede descartar… Lástima.

–Dios mío –suspira–. Cómo ha cambiado todo esto. El Centro Comercial, el Bulevar… Yo no vivo aquí –añade para explicar.

Menos mal que los que rodean a esa ingenua no son gente agresiva ni dada a interrogar por qué está en esa cola si no vive aquí y cómo se enteró de que van a traer jabón Las Llaves o Ariel; más bien agradecen escuchar a quien se le ocurra hablar de algo diferente. Y ella, por su parte, necesita hablar porque se le acabó la batería del teléfono y porque algo en este lugar la inspira; es de esas que lo cuentan todo: su marido, hijos y opiniones, su vida es un libro abierto. Hace añales que no ha venido a Chacaíto y su mirada recorre las pauperizadas tiendas del piso superior del Centro Comercial, los montículos de basura y las desconchadas torres del conjunto residencial del otro lado de la calle donde, por cierto, vive Linda con sus padres: este mes sólo con daddy, actually, ya que mamá está visitando a sus hermanos que emigraron a Estados Unidos, a Skype, a Instagram y a Facebook.

Quisiera añadir que el ambiente es aciago y gris pero, ¡qué va!, hay mucho sol; es el exceso de sol lo que oscurece las siluetas de la gente y mancha de sombras sus rostros sobre el azul luminoso del cielo y esa montaña al fondo, que no cambian nunca. Todo lo demás ha cambiado. La señora del sombrero solía venir mucho por aquí, porque trabajaba cerca. Le encantaba esta zona, Chacaíto, el bulevar de Sabana Grande… Quién recuerda hoy (dice con atención a la flaca, el viejo, la madre y la hija) los tiempos cuando las torres eran blancas y esto, un centro comercial elegantísimo y de un chic difícil de imaginar. Quién recuerda la tienda Carnaby, con la mejor moda internacional, o Vogue, donde el marido de ella compraba sus chaquetas italianas, o Adam’s, o Guess, o el salón de belleza Luigi. Lecturarte, suspira la madre, la mejor papelería de Caracas: era de unos amigos suyos que se fueron a Australia; y el viejo se anima al mencionar el Drugstore y sus cervezas de medio metro. Y la librería Lectura, recuerda la directora de esa orquesta, ¿estará todavía aquí? Nadie contesta y Linda se descubre meneando el dedo índice en signo de negación, porque una tenue corriente de complicidad parece unirla a esa señora que la mira a menudo, como si la conociese de alguna parte. Linda está acostumbrada a que la miren: al fin y al cabo, es la más bonita en toda esta cola, pero cuando esa mujer le sonríe, se apresura a bajar de nuevo la vista a la descripción de los trastornos hormonales y a las señales que los delatan. Hasta ahí llega su contribución a esa tertulia. Concéntrate, darling. Bocío hipofuncional, lado derecho: lo nota en el cuello de la tipa con el sombrero y se dice basta. Stop. Debe dejar de ver todos los síntomas que está estudiando, en el Metro, en la calle, en cualquiera que esté cerca…

La señora con el probable nódulo en la tiroides captó su mensaje de que la librería en cuestión ya no existe y suspira para su público directo. Todas esas tiendas cerraron, antes o después, dice, pero todavía existían al principio de los noventa, cuando ella solía venir por aquí. Todo comenzó a cambiar con este gobierno, observa la madre. De inmediato el viejo dice lo que piensa del gobierno y la conversación vuelve como un péndulo a la situación, gobierno, país, aceite, café, harina… Pero la protagonista no va a permitir que el coro del presente se apodere de sus recuerdos. Se ha quitado el sombrero para abanicarse con él, mientras su mirada vaga despacio por las vitrinas de los pocos locales abiertos con una expresión desolada que se adivina detrás de los lentes de sol.

–¡Pero si es el Ovni! –exclama de pronto–. No lo reconocí porque cerraron la terraza. ¡No puedo creer que todavía esté aquí!

La flaca del carrito naranja se anima a asentir y hasta la hija se digna de levantar la vista de su teléfono celular. El Ovni. Café, pizzería, restaurante y, en todo caso, una institución. Lleva medio siglo clavado encima del cruce de la avenida Solano con El Bosque.

–¿Todavía hacen tan buenas pizzas como antes? –inquiere la mujer sin dejar de abanicarse. Tiene el cabello corto, teñido de manera discreta con mechones rubios; lleva una simple camiseta negra con un bluyín y unos botines plateados que se ven muy cómodos aunque tengan un taconcito, y ese collar (plateado también) que nunca falta en la indumentaria de las doñas cuya edad ronda los sesenta, la aparenten o no. El hombre de pelo blanco se vuelve elocuente. Sí, señora. Excelentes pizzas. Crujientes, no demasiado gruesas ni demasiado finas, generosas con los ingredientes. La calidad nunca ha bajado, ni siquiera ahora. Tiene bonita voz, observa Linda, la voz de una persona educada. Se fija en su camisa impecable y la chaqueta de cuero. Los nuevos pobres: así habría calificado su papá a esos dos. Como nosotros, darling…es inútil negarlo. Lo dice con su tranquila lucidez que suele espantar todas las angustias de Linda, porque el mundo donde esté él –profesional acomodado o nuevo pobre, da igual– siempre tendrá sentido para su hija. Además, para ellos nada es tan grave ni definitivo porque tienen nacionalidad estadounidense y familia en Filadelfia: una base para cualquier plan B que ya quisieran tener muchos en esta cola y país.

Llegó al final de la página dándose cuenta de que no ha retenido nada del adenoma hipofisiario. Hace calor. Su daddy está hoy en casa, revisando informes sobre el brote de la chicunguña, y Linda sonríe al pensar en el espagueti con una infame salsa boloñesa que habrá para el almuerzo, porque es todo lo que él sabe cocinar. Se le ocurre que puede llevar una pizza y trata de avisarlo, pero la llamada no cae. Tampoco logra comunicarse con su novio: los celulares funcionan mal. Debe de ser por eso que no logro concentrarme, piensa. También porque la materia de este último curso es particularmente pesada. Pero, más que nada, porque no puede evitar escuchar ni el zumbido del coro ni la voz de esa musiúa, y porque la pizza –precisamente la pizza del Ovni– tiene para ella un interés especial. Se puede decir que es parte importante de su historia.

La señora vuelve a ponerse el sombrero y sigue hablando. Francamente, habla mucho. ¿A quién interesa que al principio de los noventa ella venía por varios motivos a este vecindario, que estacionaba en Chacaíto y que casi siempre compraba esa pizza? Se sentaba a la barra a esperar el pedido, porque el Ovni no tenía entrega a domicilio. Nunca la tuvieron, dice la del carrito naranja, no es una Domino’s Pizza, la hacían a pedido, casi personalizada. Y todavía. A mí me la hacen sin anchoas, desliza el viejo. Y tardan bastante… Uff, sí, confirman la madre y la hija al unísono, pero es porque la preparan como debe ser. Sí, tardan bastante, pero vale la pena. Y no sale tan cara, tomando en cuenta el precio en otros lugares.

Esto es demasiado para Linda. Pese a su relación personal con la pizza Ovni, necesita tomar medidas de emergencia. Prende su MP3 enganchado debajo de la camiseta, se tapa los oídos con los audífonos y la música de su conjunto preferido se expande a todo volumen en su cabeza: Quién construye el escenario Café Tacuba no le ayuda a concentrarse en sus notas pero tiene la virtud de aislarla de personas que desglosan las bondades de una pizza. Pero ya todos se quedaron callados, mirando a la mujer con sombrero como si presintiesen que tuviese una historia por contar.

En efecto: la tiene. Algo increíble le pasó una vez en el Ovni.

Comienza diciendo que esa historia la atormenta desde hace tiempo, y se retracta de inmediato: atormentar no es la palabra correcta. Al fin y al cabo no pasó nada. Sólo le queda una pequeña curiosidad insatisfecha que molesta como piedrita en el zapato después de que algo queda inconcluso, algo que en realidad no ocurrió, pero pudo haber ocurrido… ¿Entienden a qué me refiero? (nadie entiende, pero asientan). Ni siquiera recordaba aquel episodio hasta que este centro comercial y este café que todavía existe le despertaron la memoria, como cualquier lugar al que volvemos de pronto después de muchos años. Solía comprar pizzas en el Ovni porque a su marido le gustaban y a ella no siempre le alcanzaba el tiempo para cocinar algo. En esa época trabajaba de administradora en una clínica privada, tenía marido, casa e hijos de quien ocuparse. En fin… Corría el año noventa y uno, o noventa y dos y ella estaba sentada a la barra del Ovni esperando su pedido que, como de costumbre, tardaba en salir. A su derecha había una pareja. A su izquierda, el último taburete de la fila estaba ocupado por una vagabunda, o así la catalogó en el primer momento por sus zapatillas sucias y por las bolsas de plástico amontonadas en el piso a sus pies, llenos de trapos y corotos. Era una chica joven, cuyo pantalón apretujado no llegaba a contener una barriga todavía gorda y floja después del parto: una podía deducirlo al descubrir que el pequeño bulto que llevaba en los brazos, era un bebé. Minúsculo. No parecía tener más que pocos días de nacido, o más bien de nacida: el género lo marcaban el monito rosa y esos zarcillos con los que aquí les perforan las orejitas a las niñas apenas vienen al mundo. Esa señora bien pudo haber pasado toda su vida en Venezuela pero no oculta su desaprobación de esa costumbre, y se nota que deplora muchas otras. En particular (y aquí se desvía sorpresivamente del cauce de su historia) la costumbre de hacer niños como conejos.

–Yo venía de otro ambiente (es de origen rusa o polaca, como Juan Pablo Segundo), y siempre me chocaba eso, esa facilidad de hacer niños sin pensar. Y siempre felices, como si se tratara de una muñeca nueva. Qué más se puede esperar de una criatura de quince o dieciséis años: edad que ya se supone normal para ser madre frente al flagelo de tantas, mucho menores aún… Imagínese –dice (se dirige a la del carrito aunque todos escuchan)– cuando llegué aquí, veía chicas que se insinuaban… y no sólo chicas, sino peor: las madres de esas chicas o sus abuelas, y no a mi marido (gracias a Dios), pero sí a su mejor amigo que era catire, porque (y juro que es verdad) querían un hijo o un nieto rubiecito y con los ojos azules como el Niño Jesús…, como si, dicho sea de paso, Jesús hubiera sido sueco, pero ese no es el punto… Para encargar un muchacho, decían. Encargar. Qué más se puede añadir. No estaríamos como estamos si aquí hubiera, en primer lugar, padres y madres aptos para criar hijos. No habría tanta ignorancia, tanta imbecilidad de seguir a cualquier caudillo que, a fin de cuentas, es una figura paterna.

A pesar del tonito moralista, todos están de acuerdo y hasta Linda le pondría un me gusta si fuera un post y si no estuviese sumergida en el síndrome de Cushing con Elastic heart de Sia como música de fondo. Tales verdades son de lo más trilladas, pero en la boca de esa mujer toman un acento personal cuando revela de pasada que ella misma puso su granito de arena ya que, aparte de los dos propios, se hizo cargo del niño de su primera empleada doméstica y ayudo a criar a unos cuantos… Nada transcendental que digamos. Todos tienen algo que opinar y la conversación amenaza extenderse alrededor de ese tema como una mancha de aceite, alejándose de las pizzas y del café Ovni donde esa señora, sin el sombrero ni lentes de sol (inútiles al anochecer), pero sin duda con su indispensable collar de los baby boomers, estaba esperando su pedido una cálida noche capitalina al principio de los noventa. Ella –narradora consumada– la devuelve a su cauce. Estaba sentada en un taburete y a su izquierda tenía a esa pobre madre (cuyo recuerdo ha desencadenado el inciso anterior), harapienta y cansada, con los labios gruesos y marcas de acné en la cara, que había pedido una Frescolita como la niña que todavía era –aunque de cerca no se veía tan joven– y la tomaba a pequeños sorbos, con la visible intención de alargar el tiempo sentada en esa barra sin tener que pagar por más consumos. El dueño del Ovni de entonces la miraba feo y varias veces masculló algo desagradable sobre la indigencia, manifiestamente deseoso de que se fuera, porque la pobre con una niña tan pequeña sin siquiera un cochecito y con esas bolsas en las rodillas y en el piso ocupaba un lugar que daría para mejores clientes. Y ella, la extranjera (porque algunas cosas se le quedan a una de allá, no importa cuántos años viva aquí) se sintió indignada por esa actitud, por esa burda falta de sensibilidad o de simple compasión. No iba a comprometerse mucho pero al menos le hizo unas morisquetas a la bebé y le sonrió a la madre que le contestó con una mirada de refilón, tímida o taimada. La pequeña la miraba fijamente con la atenta seriedad de los bebés. Qué bonita es tu niña, le dijo, y era cierto. La niña era sabrosa como un pedacito de chocolate con su pelito negro que ya se notaba abundante, y esos ojitos claros que tienen a veces los recién nacidos. Se veía muy limpia, lo que no se podía decir de su progenitora. Ella –la señora de la cola veinte años más joven– estaba esperando sus dos pizzas y buscaba entretenerse con algo; también quería contrarrestar la actitud de mierda del dueño del café. Le preguntó si tenía hambre. La chica negó, pero devoró con ansias la generosa porción de torta de fresas que ella le puso por delante. Intercambiaron dos o tres frases sin importancia; le dijo que estaba esperando a su abuela y que ésta vendría a buscarla aquí. Llegó en Metro. Venía del interior para vivir con unos parientes en Caracas, en una parroquia que se llamaba, ella no sabía bien si El Hoyo o tal vez Las Delicias. Ambas cosas, supuso la señora: El Hoyo de las Delicias era el nombre del barrio de la quebrada cuyos techos de zinc y las escenas de pobreza en las terracitas se veían las veinticuatro horas del día desde el puente de la avenida Solano y de las ventanas de las torres, aunque a nadie se le ocurriría bajar esas largas escaleras metálicas… ¿para qué? La ciudad de arriba y la de debajo del puente no se mezclaban nunca.

Pregunta por el barrio, ¿todavía existe? Claro que sí, se puede ver desde la avenida Libertador; hasta hace unos años lo pintaron, pero por aquí es como si se hubiera esfumado porque ya no se ve desde el puente donde pusieron una verja metálica con tupidas romanillas horizontales, y los árboles crecieron tapando la vista desde los edificios.

Interrupciones aparte, a Linda ciertamente la habría llamado la atención ese relato que estaría escuchando pasmada, abriendo desmesuradamente sus sorprendentes ojos verdes y bebiendo cada palabra. Pero la muchacha está enfrascada en la enfermedad de Graves-Basedow y en los signos oculares que la delatan. Uno: Exoftalmia. Dos: retracción del párpado superior (signo de Stellwag). Tres

La niña aún no cumplía dos semanas. Es muy bonita, repitió la mujer en tono de cierre, porque se le agotaron los temas de conversación, y pretendió consultar algo importante en su gruesa agenda. La chica, que se había limitado a contestar las preguntas, se quedó callada y tan sólo la pequeña comenzó a lloriquear un poco. La señora vio horrorizada que le dio a chupar un cubito de hielo sacado de su Frescolita y la meció un poco para que se durmiera. Quiso preguntarle a qué hora iba a venir su pariente pero se contuvo porque comenzó a molestarle su presencia, tal vez por la absurda sensación de sentirse incómoda con la miseria ajena, como si la chica con el bebé incluido fuera su responsabilidad por culpa del fugaz impulso que la había llevado a regalarle un dulce y un poco de interés humano, y ahora tuviera que hacerse cargo de las dos, al menos hasta que apareciese la anunciada abuela (probablemente mucho más joven que ella). Sintió impaciencia por irse. Preguntó por qué tardaban tanto las pizzas y le dijeron que ya estaban saliendo. ¿Qué más esperaba que le dijesen? Despachaban el número treinta y siete; el suyo era el treinta y nueve. Anochecía. Ya habían prendido las luces del centro comercial que estaba muy iluminado en aquellos tiempos –la ciudad entera lo estaba, Caracas derrochaba luz como toda metrópolis– y del otro lado del estacionamiento resplandecían los anuncios de neón y las vitrinas detrás de las rejas enrollables que las tiendas ya habían comenzado a bajar. Una larga fila de carros descendía la rampa hacia el piso de los cines. Porque aquí había una vida nocturna, sí señor, aunque quién lo diría hoy.

Oiga, señora, escuchó de pronto, puede usté cargarme la niña un momentito, que tengo que orinar. Te lo has buscado, se dijo contrariada, pero, claro, cómo podía negarse: sólo le pidió a la chica que se apurara, porque ya iban a entregarle su pedido. Le indicó el estrecho pasillo pegado a la cocina que se iniciaba después del recodo de la barra; los sanitarios de damas y de caballeros estaban al fondo, a mano derecha. La pobre caminaba lento como un pato herido; parecía todavía estar recobrándose de la preñez y del parto cuando le entregó a la pequeña y se adentró en el corredor con una de sus bolsas de plástico. Ni siquiera miró para atrás, ¿ven? Lo que dije antes de la irresponsabilidad… ¿Cómo podía alguien dejar a su bebé con una total desconocida? Menos mal que es conmigo, pensó.

Hay siempre algo sagrado en sostener a un recién nacido, dice la mujer. Pedacito de vida nueva, tan liviana, tan completamente indefensa. Se dedicó a mecer con delicadeza el bultito rosado con esa cálida sensación recobrada después de casi ocho años, que era entonces la edad del más pequeño de sus hijos. Por supuesto, justo trajeron cinco pizzas, pero –cosa insólita– ninguna era para ella. Número treinta y ocho, todas. La pareja sentada a su derecha estaba antes. Por favor, señores, ya llevo más de media hora esperando, reclamó con la bebé en los brazos, y repitieron que ya-ya, que su pedido estaba saliendo, que sólo faltaba un momentito. La pareja se fue con las cinco cajas y ella se distrajo arrullando a la niña que abrió sus ojos de gatita y hacía muecas, como si a menos de dos semanas de nacida ya tratara de sonreír, y no recuerda cuánto tiempo pasó pero no debería de ser mucho, ¿verdad?

Un hombre no tardó en sentarse a su lado en el taburete que dejaron libre (el de la chica quedó ocupado de bolsas). La saludó, sonrió al bebé. Preguntó cuánto tiempo tomaba esperar una pizza. El ingenuo. Oh, señor: no se imagina. Bueno pues, dijo, ampliando todavía más esa sonrisa, qué le vamos a hacer. Lo bueno se hace esperar… ¿recuerdan esa propaganda de kétchup Heinz que pasaban a cada rato? No hacía falta ser muy perspicaz para adivinar que el tipo era gringo. No se imaginan cuántos extranjeros venían a trabajar aquí. Venezuela era un país pujante y hospitalario, la gente llegaba como moscas, y nadie, nadie se iba. Así era cuando llegamos mi marido y yo, jovencitos, y aún parecía así al principio de los noventa, a pesar de que ya no podía serlo después de todos esos bancos quebrados e intentonas de golpe, pero aún entonces la prosperidad parecía inagotable… Cuesta creerlo hoy, ¿verdad? Era un hombre joven, bien educado y dado a conversar. Dijo que era médico, vino aquí para especializarse en enfermedades tropicales y se quedó, se enamoró de una venezolana, se enamoró del país y se quedó, así como lo supuse. Su mujer lo había enviado por una pizza. La mujer de ese hombre tenía suerte, acota la señora, ojalá el mío aceptara tales encargos, pero ¡qué va! En fin… El gringo era médico y yo administraba una clínica: era fácil intercambiar algunas banalidades sobre el gremio, unos chismes, unas experiencias comunes. Qué niña tan preciosa tiene, dijo, inclinándose sobre la bebé, little darling, igualita a usted. Me eché a reír: esa cosita toda de rosa no era mi hija, yo tan solo la estaba aguantando un momentito.

¿Un momentito…? ¿Cuántos habían pasado?

Sentí un sudor helado en la nuca y mis brazos se pusieron tiesos alrededor de la pequeña. Miré hacia el pasillo: una puerta se veía abierta en la confusa penumbra al fondo. ¿Era la del baño de caballeros? ¿Tapaba la vista de la otra? Imposible darse cuenta desde ahí, donde yo estaba sentada.

–Oh, perdón– dijo el médico–. Cualquiera diría que es su hija. Tiene sus ojos verdes –miró directamente a los míos–. Muy bonitos.

No sé cómo le agradecí el cumplido sin que se notara el pánico que sentía. No lograba estimar cuánto tiempo había pasado, pero era demasiado. Demasiado tiempo para dejar a una niña de dos semanas con una persona desconocida. ¿Sería posible que…? No, no era posible. Nadie haría eso, ¿verdad? Ninguna madre. Jamás. La muchacha volvería en cualquier momento, había dejado todas sus pertenencias, pensé estúpidamente, como si no hubiese dejado en primer lugar a su hija. Había visto que caminaba mal, tal vez tenía algún problema, un desgarrón, un absceso, una complicación postparto, diarrea, virus intestinal… esa gente no iba al ginecólogo, no se cuidaba, Dios sabe en qué condiciones había parido esa niña allá en el interior, con qué comadrona inexperta. Estaba todavía en el baño… Seguro que estaba ahí. La puerta abierta que se veía al final del pasillo era la del sanitario de caballeros.

Sabía lo que tenía que hacer: levantarme y verificar. Tal vez la chica hasta se encontraba mal, podría necesitar ayuda. Pero yo estaba paralizada. Paralizada de pavor de encontrar el baño de mujeres vacío, de descubrir que había otra salida, por la cocina, por las dependencias, por una ventana al final del pasillo. Sabía que ninguna madre podría largarse dejando a su bebé en una pizzería, era algo imposible de creer, y sin embargo, sentía en mi piel, en mis huesos, en todas mis células la espeluznante seguridad de que ese baño estaba vacío. Y que ninguna abuela se presentaría para hacerse cargo de la niña.

¿Y qué rayos haría yo? A qué autoridades entregaría a la bebé… ¿a quién?, ¿y cómo? ¿Debía dejarla al dueño del café Ovni? ¿A los bomberos de Chacao? ¿En la estación de policía en el bulevar? ¿Qué haría con mi marido, con la cena, con las pizzas? Insisto: ya tenía dos hijos propios más uno para todos los efectos adoptado, y estaba ayudando a criar a otros dos. No necesitaba a una nueva bebé en mi vida. No tenía disponibilidad ni preparación ni tiempo ni ganas para eso. La mera idea era absurda, grotesca. Impensable. Y sin embargo sabía que me la llevaría a casa junto con las pizzas, aunque fuese por el ciego instinto de la especie de proteger a una cría, la más desvalida, dicen, de todos los cachorros animales. Sabía que me la llevaría porque ya me sentía responsable de ella y me conocía bien, y conocía bien ese estúpido sentimiento de responsabilidad y el todavía más estúpido sentido de culpa que se tiene por vivir un poco mejor que muchos otros (mayormente por trabajar como una burra), ese sentimiento tan absurdo, tan de clase media, tan judeo-cristiano, tan de buena persona que una es, lo quiera o no. Y si eso llegara a suceder, más nunca sería capaz de entregar a esa nena ni a la policía ni a un orfanato, ni siquiera a una abuela que vive debajo del puente. De eso estaba segura.

Todos están callados, atrapados en el relato, mientras ella añade bajito –en contradicción o complemento a lo que dijo antes– que siempre quiso tener una niña. Linda presiente algo, levanta los ojos de sus notas y mira de vez en cuando a esa señora, pero no la escucha; acaba de terminar un capítulo y se recrea de nuevo en Andamios, a todo volumen en su MP3: …muéstrame aquellos bocetos / el blueprint de la creación / que está todo conectado…, mientras la otra, visiblemente agitada, prosigue su relato:

–Parece largo desgranado así, pero esos pensamientos no tomaron ni dos segundos para explotar en mi mente todos a la vez mientras sonreía, sudada y paralizada de pánico, y le daba con soltura las gracias a mi vecino de la barra, ese hombre agradable que me dijo que tenía los ojos bonitos, igualitos a los de la pequeña.

Y en ese preciso instante gritaron: ¡treinta y nueve!

Llegó mi pizza, avisé al doctor. Y sin inmutarme seguí, en tono ligero, mundano: por favor, le dije, ¿puedo pedirle que me reemplace por un momento? La mamá de esta niña tenía que ir al baño y me pidió que se la cuidara… Ya no debe tardar en salir. (Oh Dios, pensé, ¡haz que así sea!) ¿Cree que puede hacerlo? Tengo que irme corriendo porque si tardo más, mi marido me mata.

–No queremos eso, ¿verdad? –dijo abriendo sus grandes manos para recibir a la bebé–. Vamos, linda, come to daddy.

No era el tipo de persona que se negaría: tan ingenuo y bien educado. Y no era asunto mío. No más. Si el gringo entregaba esa niña a la policía o la dejaba sobre la barra del Ovni, ya no era asunto mío… Para un hombre eso debía de ser más fácil, ¿no? Le tendí el pequeño bulto rosado sin mirar más sus ojitos verdes y la mata de pelito oscuro. Agarré las dos cajas de pizza que ya estaban pagadas y, tal como le dije, salí corriendo. Mis piernas temblaban cuando pisé el acelerador después de pagar mi tique de estacionamiento y pasar la barrera de la salida todavía cercana al café, sin voltear, sin mirar hacia allá; y tan sólo pude soltar el aire trancado en mi pecho al pasar el primer semáforo, girar y perderme en el tráfico de la avenida Libertador… como si alguien pudiera correr detrás de mí y detenerme. Como si hubiera alguna razón para que alguien lo hiciese.

Ese fue su relato: lo que dijo y lo que no dijo.

En algún momento la señora volvió a ponerse el sombrero y hablaba como olvidada de su audiencia, con los ojos perdidos –por lo que dejaban ver sus gafas oscuras que tal vez ocultaban una lágrima o dos– en dirección del café Ovni, hacia donde no había girado la cabeza aquella noche. Nadie intervenía, nadie miraba la pantallita de su celular. Ella sabía narrar: la gente se olvidó del café, harina, país, gobierno, mantequilla y hasta del anhelado jabón Las Llaves o Ariel que podía llegar en cualquier momento.

Sólo Linda, ya completamente ajena al entorno, siguió meciéndose, feliz, ahora al ritmo de Astrómetra de Charliepapa:

Se quiere cuanto se da / sin pensar en qué vendrá / Se quiere cuánto se da…

¿Y qué pasó después?, pregunta alguien, inevitable. La madre, la hija, la flaca del carrito naranja. Ella vuelve en sí. Se encoge de hombros:

–Pues, no lo sé… supongo que nada. Mi marido me convenció de que había tenido un acceso de paranoia, sin más fundamento que mi imaginación. Supongo que la joven madre salió del baño, recibió a su bebé de un desconocido sin inmutarse, y después llegó la abuela y se llevó a su nieta, bisnieta y todas esas bolsas para donde tenía que llevárselas. Al Hoyo de las Delicias o donde fuera. Las cosas suelen seguir su curso habitual. Pero la verdad es que me asusté. Me marcaron tanto esos segundos cuando pensé que se había largado… tanto, que nunca más volví por aquí, hasta el día de hoy, con ese mensajito que recibí de que va a llegar jabón. Parece mentira que hayan pasado unos veinte años… hasta más. Es que yo no vivo aquí. Perdí aquel trabajo y conseguí otro. Encontré una buena pizzería, más cerca y con entrega a domicilio. Y después ya no había muchas razones para venir a Chacaíto ni al Ovni. Me sorprendió que todavía existiera.

La gente se relaja, un poco decepcionada; las dos mujeres vuelven a sus teléfonos celulares. Y Linda pasa a escuchar St_Vincent: Year of the tiger, seguido por Digital witness, sin prestar atención a las letras, su entrenada memoria concentrada en un nuevo capítulo para el próximo examen:

Addison. Insuficiencia suprarrenal primaria.

Si no tuviera audífonos, si hubiera estado atenta a la señora de sombrero blanco y un levísimo bocio en el cuello (sólo detectable para una estudiante de medicina), si hubiera escuchado su relato, en este preciso momento sus ojos se encontrarían. Los suyos, protegidos por las gafas oscuras, y los de Linda, desmesuradamente abiertos (así como su boca), se encontrarían en un solo fulgor de vidas posibles y destinos fallidos. Algo pasaría en los de la mujer: un estremecimiento, una duda, una interrogante; y sería porque esa trigueña estaría llorando a moco suelto, ¿o porque por un momento tendría la mirada desvalida y verde de una niña pequeña, muy pequeña, de una recién nacida? Linda estaría paralizada, sus notas de endocrinología se caerían al suelo…

Igual se cayeron. La muchacha hace un amago de recogerlas, se agacha, y el empuje humano casi la tumba. Unos pies pisan sus hojas fotocopiadas, unos cuerpos la separan de la señora con su sombrero y lentes de sol mientras olas de adrenalina recorren la muchedumbre al son del grito repetido de que llegó Ariel y la gente comienza a pujar en dirección de la entrada al supermercado donde un ingente camión está maniobrando delante del andén de descarga entre la reja y el edificio. ¡Llegó Ariel! Alguien aúlla porque lo pisaron, los gritos y los improperios señalan que están golpeando a quienes trataron de colearse mientras los Guardia Nacional con sus ametralladoras en mano luchan por contener el desmadre. Y nada habría sido diferente si Linda hubiera escuchado ese relato porque ya el coro se apodera del escenario y barre a los protagonistas. Ella, apretando convulsivamente su minúsculo MP3, trataría de alcanzar a la señora que desaparece de su vista cuando se quita el sombrero o éste se le cae, pero la multitud la empuja hacia otro lado, a una nueva fila que surgió no se sabe de dónde. Linda no puede pasar. Es como dar brazadas a contracorriente. Muchacha, grita alguien, ¿adónde vas? ¡El jabón es p’allá!

Si hubiera escuchado su relato en vano buscaría a la señora que desapareció en la muchedumbre. Demasiado tarde se daría cuenta de que debió de haberla abordado cuando todavía estaba hablando, o al menos de haberle sacado una foto… Pero, ¿para qué? ¿Para qué buscarla? No es nada suyo. No es nadie. Sólo un testigo fugaz, sólo una posibilidad fallida. Sólo la revelación de que una vida entera –su vida–, todo lo que ella es y piensa que es, la ropa que viste y la música que escucha, su familia, su novio, su lugar en el mundo, su plan A y su plan B: todo eso pudo definirse así, en un gesto, en un instante de pánico de una total desconocida. ¿Qué le habría dicho? ¿Fuck you, hija de puta?, o ¿Gracias? Le diría deje ya de preocuparse por mí; le diría que está bien, que no podría estar mejor de lo que está… ¿que se quedó arriba del puente?

O tan sólo le cantaría la obsesiva estrofa de Charliepapa: Se quiere cuanto se da… Se quiere cuanto se da…

No consiguió su paquete de Ariel. Cuando se lanzó en la dirección correcta, ya se había acabado. El curso fotocopiado quedó hecho jirones. Los recogió del cemento cuando pasó la estampida.

No te preocupes, darling, la consuela papá. Fuck el jabón. Sabes que nuestra secre me puede vender un poco. Tú deberías estar en la universidad, no en las colas, ya te lo he dicho. No puedes perder clases. Y ese manual, pide que te lo presten y mañana a primera hora mando al mensajero del Instituto a nuestra copiadora. Con la cantidad de informes que sacamos, tenemos un precio especial.

Su viejo es quien mejor la entiende desde que sus hermanos se fueron del país y mamá presiona para que hagan lo mismo. Él no quiere, todavía. Dice que ya pasó por eso cuando inmigró aquí. A pesar de todo, a pesar de la situación y de la doble nacionalidad que tienen él y su hija, les cuesta tomar tal decisión. Ella está estudiando medicina en la UCV y no piensa irse, ciertamente no antes de terminar la carrera y el complicado proceso de equivalencias. Él es el doctor Hank Stevens y, más que nunca, su lucha está en el Instituto de Medicina Tropical al que ha dedicado la vida.

Linda Stevens tiene veintitrés años y es adoptada. Hace tiempo supo que su madre biológica la abandonó en esa pizzería. Pero no con tantos detalles.

Daddy –le diría (si no usara audífonos, si hubiera escuchado a la señora del sombrero y lentes de sol)–. No te imaginas el encuentro cercano del tercer tipo que tuve hoy en la cola.

–Ya me lo contarás, darling. Ahora siéntate y come.

Ha preparado su infame espagueti con salsa boloñesa.

***

Caracas, febrero de 2015.


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