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Paisajes de Manuel Díaz Rodríguez, II: criollista y suburbano
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“Y, cuando bajaba de la montaña, encontraba al extremo de la carretera, ya dentro de la ciudad, la única escuela de su natural zahareño y bravío, su única educación, en el continuo rozarse con toda clase de gentes. Mientras él cuidaba su negocio, la ciudad proveía a su enseñanza con la espontánea y perenne lección de costumbres, personajes y tipos…”
Manuel Díaz Rodríguez, Peregrina o el pozo encantado (1922)
1. Habiendo leído las dos primeras novelas de Díaz Rodríguez en la edición de Biblioteca Ayacucho de 1982, encontré en el prólogo una de las contraposiciones frecuentes en la crítica de Orlando Araujo, las cuales conjugan entendimiento y síntesis: “Sucede que Díaz Rodríguez es un viajero que escribe. Paradójicamente, su mejor novela –Peregrina– es sedentaria, aunque lleva en su nombre la condición viajera”. El aserto de Araujo me hizo leer finalmente la novela escrita por Díaz Rodríguez tras su prolongado “silencio narrativo”, entre 1908 y 1920, cuando ocupó altas magistraturas en el régimen gomecista, incluyendo el Ministerio de Relaciones Exteriores. Publicó entonces empero Camino de perfección (1911), suerte de arte poética del modernismo entreverado con el arielismo marcado por José Enrique Rodó.
No la había leído yo antes por considerarla novela bucólica, fruto de la ligazón idílica, aunque agriada por deudas e hipotecas, que el autor mantuvo con su hacienda familiar en Chacao, donde naciera en 1871. Pero sorpresas hube de llevarme ante este otro paisaje novelado por Díaz Rodríguez. Transcurriendo en aquella hora cuando Caracas se expandía a los pies del Ávila – cuya estética supo captar el hacendado escritor antes que Manuel Cabré y otros miembros del Círculo de Bellas Artes – Peregrina o el pozo encantado (1922) bosqueja el temprano trasiego ocurrente en las inmediaciones de la ciudad expansiva, al tiempo que retrata personajes menores expulsados de la Venezuela rural para asimilarse a la masa caraqueña.
2. Fue en una de esas haciendas que a la sazón comenzaban a urbanizarse, donde Amaro, gañan que todavía se sentía «hermano del Ávila», se prendó de Peregrina, cuando ocasionalmente la veía «en las noches de Semana Santa, a la vuelta de las procesiones, o en los dulces y tibios anocheceres de mayo, al regreso de las ‘flores de María’, cuando el cura alcanzaba a organizar estas cándidas fiestas eglógicas en cooperación con señoritas de Caracas, por entonces de temporada en la hacienda».
Si bien esa y otras situaciones idílicas recuerdan la novela criollista, que Peregrina es al propio tiempo que modernista, el autor que reflexionara en la hacienda de Chacao sobre el ostracismo de sus personajes tempranos, asoma en esta obra tardía una suerte de «examen de conciencia», como bien resumiera Luis Beltrán Guerrero en Modernismo y modernistas (1978): «Observa que los bucarales no sólo tienen el dosel florido de la cima, sino, abajo, el rancho, que cobija hambre, promiscuidad, suciedad, vicio, y eso no ha sido tocado por la literatura». Y de este paisaje más pedestre proviene Bruno, depositario del desgraciado amor de Peregrina, cuya inocencia pastoral, como la de las haciendas avileñas, sucumbe ante una pasión expansiva.
Si Peregrina es la protagonista de la novela criollista, Bruno termina siendo el de la trama suburbana que es el envés de la obra de Díaz Rodríguez. En las faldas de un Ávila que atalaya todo el proceso de cambio, Bruno forma parte de los incontables peones, albañiles y agricultores que hacían incursiones en la ciudad vecina, las cuales representan –como sugiere Maurice Belrose en La época del modernismo en Venezuela (1888-1925) (1999)– más que interrupciones ocasionales de la vida labriega. Cual otros juambimbas de la Venezuela rural en las postrimerías del gomecismo, Bruno había comenzado a escabullirse de la peonada sumisa para sortear los atropellos del jefe civil: «So pretexto de haber hallado trabajo hacia el este del valle, en paraje donde algunos ricos de la ciudad empezaban a levantar casas de verano entre parques y jardines, todas las mañanas partía muy de madrugada de la hacienda, para no volver a ésta sino ya casi mediada la noche», nos dice el narrador. La existencia del vendedor de orquídeas comenzó así a discurrir entre la montaña, la hacienda, la carretera y la ciudad; estas últimas dieron a Bruno su única educación mundana, que fue por contacto con el vario tráfico entrante y saliente de la capital gomecista:
“Y, cuando bajaba de la montaña, encontraba al extremo de la carretera, ya dentro de la ciudad, la única escuela de su natural zahareño y bravío, su única educación, en el continuo rozarse con toda clase de gentes. Mientras él cuidaba su negocio, la ciudad proveía a su enseñanza con la espontánea y perenne lección de costumbres, personajes y tipos. Algunos avivaban simplemente su curiosidad; pero otros ponían un estímulo, generoso o malsano, en su imaginación de labriego: el rico extranjero que le hablaba de ciudades feéricas, populosas y lejanas, y a quien siempre reservaba, por pagárselos bien, sus ejemplares más preciosos; el ingenuo hombre de provincia, de paso en la ciudad, o el verdadero emigrado de la provincia; el raro y viejo prócer milagrosamente asentado todavía en su bienestar y su abolengo; el advenedizo que una marejada encumbró y otra marejada habrá de llevarse, y, por último, la legión proliferante e invasora de una heterogénea democracia abigarrada, incipiente y sin rumbo. Pero ante todos ellos, y por sobre todos, el nombre y la vida de los que, siendo improvisados, eran a la vez formidables improvisadores de fortunas, despertaban, como el tiro del cazador en las hondas quiebras del Ávila, un eco dilatado y profundo en su alma aventurera”.
3. Novedosas y contrastantes situaciones de un paisaje geográfico y social en trance de urbanización se topaban Bruno, Amaro y otros peones en sus diarias excursiones a la ciudad y en su recorrido a lo largo de las vías periféricas. Desde los Fords accidentados con pizpiretas señoritas pidiendo auxilio para retomar su rauda marcha, hasta la cada vez más frecuente insinuación de las «camineras» de Chacaíto y sus alrededores: «mujeres casi andrajosas, desechos de prostíbulo, espumajos de la ciudad enferma», quienes «vivían de ofrecer el triste harapo de sus caricias y la miseria de su amor a carreteros y arrieros trashumantes».
Aunque acostumbrado ya a este anecdotario suburbano que no trastocaba su querencia labriega, un día tuvo Bruno una visión mágica que sí pondría término a su naturaleza campesina, como prefigurando el fin de la vida rural cerniéndose sobre los suburbios de Caracas y otras ciudades venezolanas. El «cuerpo intacto y joven» de lo que en primer momento creyó ser una caminera se le ofreció desde un pozo cercano; pero, tras acudir al reclamo lúbrico y saciar el deseo, Bruno se dio cuenta de que «aquella seda de los pechos, aquel raso de su vientre, aquel terciopelo de sus muslos» no podían ser los de una mujerzuela, sino los de «una muchacha de cierta familia de la ciudad, entonces de veraneo por los alrededores, y cliente suya en sus buenos tiempos de vendedor de orquídeas». Aquella visión y aquel goce en el pozo encantado – no en vano subtítulo de la novela – obraron en el gañán una mutación irreversible: «Era en realidad que ya no era Bruno, sino otro. El misterio de aquella rara aventura de amor, hallada al pasar como un tesoro oculto en un campo, exaltando y multiplicando fuerzas recónditas del ser, lo acababa de desligar en absoluto y por siempre de la hacienda, de su valle, de su hermano, de cuanto le era hasta entonces familiar, y hasta del amor de Peregrina».
Esa transfiguración de Bruno me hizo pensar en cómo los reclamos de la femme fatale de ciudad desarraigan al campesino en Sunrise (1927) de Friedrich Murnau, así como en otras obras del cine y la literatura expresionistas de entreguerras. Entonces me di cuenta de cuan urbana –o más bien suburbana– resulta ser Peregrina, una vez despojada del ropaje criollista y bucólico con en el que yo la había envuelto. A ello me habían llevado comentarios de mi profesor de literatura en bachillerato, reforzados más tarde por interpretaciones contenidas en los volúmenes compilados por Paz Castillo en 1973. Y acaso esa equivocidad provino, en mi subconsciencia, de la aludida vecindad de Díaz Rodríguez a la Peonía de Romero García, en la rala biblioteca de mi infancia.
Arturo Almandoz Marte
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