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Entraba el otoño en el parque Chismigiu de Bucarest, con su carretilla rebosante de amarronadas hojas de tilo y roble. Era la rueca de un año que llegaba a su fin entre frágiles descansos. Así que visite aquella tarde los mismos recodos del parque. La novedad no suele acostumbrarse a estos parajes, donde sólo quedan los jubilados sobre el silencio de un tablero de ajedrez aprendiendo que la diagonal de los alfiles habría sido para el país el trayecto más corto entre dos puntos. Otro anciano construyó unas alas y corría batiéndolas con la intención de volar a los tejados, allí el lúpulus crecía de forma inservible; y más allá, en una terraza agrisada la inquilina del cuarto piso escondía su amor con el hijo adolescente de la conserje, como si fueran dos gorriones. Luego, encontré al muy bribón sentado en la tienda de los pasteles de queso y hojaldre. Se había comprado cuatro botellines de la Coca-Cola comunista, y se los bebía sin parar un sorbo. Qué tiempos aquellos fueron los años finales de la dictadura de Ceauşescu, cuando el AMADO LÍDER sintió la ráfaga del campesino que se hizo soldado para poder comer –incluso– los días de asueto.
Igor Barreto
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