Oscar Marcano retratado por Karina Aguirrezabal | RMTF
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Alivio. Eso es lo que uno advierte en la mirada de Oscar Marcano*, quien acaba de publicar su novela más reciente: Los inmateriales, bajo el prestigioso sello editorial Pre-Textos y la colaboración de la Fundación para la Cultura Urbana. Una novela que, según el autor, fue un parto, asistido por fórceps. Más de 1000 páginas quedaron reducidas a 529. Así que el trabajo de edición, tanto del autor como de sus colaboradores, fue una acción quirúrgica. ¿Qué quitar? ¿Qué dejar? Quien no sepa lo que es esto, difícilmente pueda imaginar lo extenuante que puede resultar la escritura.
El autor emplea en este libro toda «la caja de herramientas» de la que habló Stephen King en su maravillosa guía Mientras escribo. Además, se permite experimentar con voces y personajes en un relato que resume con estas palabras. «Siento que he viajado en el tiempo, pero no quiero eclipsar las escoriaciones parisinas. Atrás queda el percance de Casimir, la deslucida efusión por Tristia, la separación de Mirabelle. Sin contar el drama entre Cazuza y Thierry. Algunas de estas heridas quedarán como tranches de vie sin desenlace en mi anodina historia». Son los personajes de un relato contado en primera persona, por un joven que encuentra su camino luego de una atropellada aventura.
Los bares, los cafés, los comederos, pero también los locales de jazz y el itinerario de Henry Miller. ¿Qué peso tiene la ciudad en tu novela?
El personaje central de la novela es París. Pero el joven mochilero que llega a la ciudad pasa por tres momentos. Uno: llega negado, no le interesa la ciudad, pero es la que le toca una vez que sus compañeros de viaje eligen los destinos. Rechaza la fascinación que en otros ejerce la ciudad. Dos: comienza a operar un grado de introspección que él desconocía. Empieza a establecer lo que cree que es un monólogo interior, pero advierte que no es un monólogo, sino un diálogo. Está conversando con una parte de sí mismo que le parece muy antigua y necesariamente tiene que ver con la urbe. En ese momento, salta al bovarismo (el síndrome de Madame Bovary o estado de insatisfacción crónica de una persona), pero pronto (tres) empieza a buscar sus referentes, sus ídolos, particularmente Henry Miller, quien tiene obra en Nueva York, en Grecia, pero su camino de Damasco fue París, donde Miller tiene obras breves, pero fundamentales, como Días tranquilos en Clichy.
En un radio más amplio. Su referente es París de los años 20 y 30.
La ciudad donde, desde 1907, el arte le estaba poniendo un taco de dinamita a las formas. A París la colonizan todos los artistas zarrapastrosos del mundo. Una ciudad liberal donde era posible manejarse en libertad. Vienen los rusos, los italianos, los gringos. El joven mochilero llega a los sitios que frecuentó Miller (a la Closerie des Lilas, a Le Dôme, La Coupole). Y aquí aplica el bovarismo, porque ninguno de ellos es como Miller lo describió. No obstante, ese muchacho sueña con esos lugares donde la pobreza tenía glamour, pero en realidad son trampas cazabobos.
Es un París para atraer turismo. Son los íconos de un parque temático.
Sin embargo, él se da cuenta (y aquí entra en la tercera fase), de que hay algo del alma de la vieja París que subsiste. Él no sabe si en el color blanco hueso de los edificios, o en el talante de la gente, o en los viejos empedrados. No sabe de dónde proviene. Pero descubre que la ciudad es mucho más que esa cosa burguesa y es cuando entiende y descubre que a París se va a incubar algo.
¿La introspección, la búsqueda de referentes, la observación, el diálogo interior, digamos, es lo que te lleva a escribir esta novela en primera persona?
Sí, así es.
Pero el narrador omnisciente existe. Me resultó muy curioso en la forma en que aparece. El mochilero va hablando en primera persona, se desdobla y se convierte en el narrador omnisciente. En párrafos que son muy cortos, pero que contribuyen a la construcción de una imagen poética o pone al descubierto algo que no alcanza o no puede ver el narrador en primera persona. ¿Cómo compaginaste esas dos cosas?
Cuando el personaje habla en tercera persona de sí mismo es como una suerte de guiño, de mohín. Ocurre, por ejemplo, cuando también en tercera persona se refiere a sí mismo como el «mierda amarilla», como lo llamaba su mamá. Él tiene muy presente el tema de las personas en la narrativa y está en desacuerdo con esa nomenclatura oficial, según la cual la tercera persona corresponde a la del narrador omnisciente. Él dice, textualmente, el narrador omnisciente está presente en cualquiera de las personas. En primera, en tercera, e incluso en la rara segunda persona. Lo dice, porque el narrador no es ingenuo, no puede serlo. Hay un grado ahí de astucia para el empleo de los recursos. Eso de relacionar la tercera persona con el narrador omnisciente y vincularlo a Balzac, como se suele hacer canónicamente, él dice no, yo he leído demasiadas novelas en primera persona donde actúa furibundamente un narrador omnisciente. O sea, esos vestigios de la narrativa del siglo XIX, a estas alturas no nos funcionan, porque aquí se ha desarrollado mucho la malicia del autor. Entonces, yo me puedo disfrazar en primera persona para parecer no omnisciente, pero el narrador omnisciente está presente en cualquiera de las personas. Él lo dice.
Encabezas uno de tus capítulos con la palabra Bildungsroman (la novela de aprendizaje) y esto se ve muy claro en la trayectoria del joven mochilero. En París descubre cómo ganarse la vida, entabla relaciones con otras personas que ejercen influencia, que lo llegan a atormentar, incluso, tropieza con el amor. Es testigo de un encuentro sexual vergonzoso, partícipe de una ruptura límite y descubre el desdoblamiento de un personaje. ¿Qué te lleva a elegir esos episodios, esos momentos?
Creo que en toda novela hay una cuota elevada de autoficción. Evidentemente, esta novela nace de un shock que el autor tuvo en un primer viaje a París, donde recibió una cantidad de impactos que lo llevaron a ver cosas que antes no percibía y básicamente se debe a ese grado de introspección, tan, tan poderoso que esa ciudad ejerció y sigue ejerciendo en el autor. Siempre encontrando, y lo digo con pudor, esa sensación que resulta sobrecogedora, muy fuerte, muy conmovedora, como si yo tuviese algo que ver con ella, cuando objetivamente no tengo nada que ver. Yo llegué a París en 1985. Deprimido. Dos años antes, había estado en el taller de poesía con Rafael Cadenas y en una tarde mágica, en la que Rafael invitó a Eugenio Montejo, me di cuenta de que la poesía no era lo mío. No calzaba los cuartos. Ser poeta es una cosa muy, pero muy seria. Casi un apostolado. Y yo era un tipo vulgar.
(Sobrevive el deseo de lo que pudiera ser poesía
en prosa. ¿Qué imagen? La de una vieja gabarra
escorada frente a Macuto, la playa de mi infancia.
Una gabarra que contemplé muchas tardes con mi
padre y a la que el mar engullía serenamente. Las
olas rudas y dispares, rompían en ella y el salitre
la corroía, mientras la luz tornaba las aguas
fosforescentes. Como si un cardumen de monedas
la tapizara. Pura numismática marina. En ese
preciso instante me azoró un miedo insólito, el de
no volver a verla y perderme su desgaste
imperceptible y paulatino. Me sentí desgraciado.
Todo lo que en mí era emergencia pasó a un
segundo plano. Conmovido, estuve a punto de
gimotear por la gabarra. Pág. 160)
Poe vendía sus cuentos para poder escribir poesía y William Faulkner fracasó como poeta y se refugió en la narrativa. Entonces, ni todos pueden, ni siempre se puede. A mí, por ejemplo, me lo hizo saber Igor Barreto.
El poeta es un sujeto que renuncia a muchas cosas para estar en esa condición, que es sagrada. Yo vi a aquellos dos gigantes de la lengua castellana, los dos poetas más grandes de nuestro país, una tarde, tres o cuatro horas en ese taller, y yo… ¿Qué hago yo aquí?, me dije. Yo soy un profano. Me va a doler mucho, pero lo que no voy a permitirme es ser un farsante. Porque una cosa es escribir versos; otra muy distinta hacer poesía.
Los personajes femeninos, Tristia y Cazuza, son realmente protagónicos, ponen en práctica su independencia y constantemente impulsan el devenir de la trama de tu novela. Los hombres, sencillamente, son acompañantes momentáneos y circunstanciales. ¿Qué relación tiene este joven mochilero con las mujeres?
En aquellos años, que en nada se parecen a los que estamos viviendo, la libertad sexual era el pan de cada día, ahora hay una suerte de vuelta al puritanismo. La vigencia monitoreada de lo políticamente correcto. Eran los años post revolución sexual, del movimiento hippie, que le dieron un palo a la lámpara. Se echaron por tierra muchos tabúes y era como al preso al que recién le abren las rejas. Él va a respirar hondo, va a respirar libertad en cualquiera de los espacios que le toque, una vez que ha dejado la cárcel. Pero estas dos mujeres, en la estructura clásica de la novela, son nudos narrativos, uno distante del otro, a partir de los cuales, en torno a ellos, estallan los conflictos para que se dispare el arco dramático, para que se dispare la tensión del personaje, pero también del autor, no te creas que todo está definido. El personaje lo está viviendo y el autor lo está viendo a través de una pequeña rendija, lo va descubriendo mientras lo va escribiendo. Y en una novela como ésta, tan larga y con muchos años de trabajo, mucho más.
El personaje, en buena medida, vive el relato como un testigo.
Sí, pero le duele. En el caso de Cazuza, porque ha presenciado una infidelidad de la cual no puede hablar con su amigo. No quiere causar un dolor que más tarde el relato se encargará de develar como algo inevitable. Entonces, hay unas pinceladas previas que van señalando la ruptura entre Cazuza y su pareja, Thierry.
En el caso de Tristia, el joven mochilero, experimenta «una deslucida efusión» por ella.
¿Qué quería él? Una relación con una mujer bella, rarísima, simpatizante de todos los movimientos antisistema —a favor del feminismo, del desarme nuclear, solidaria con los habitantes de los territorios de ultramar de Francia, antirracista, proaborto— ella era para él un personaje sumamente interesante, entre otras cosas, porque en Venezuela no existía eso. Al percibir las insinuaciones de ella, pensó que podía darse una relación. ¿Pero cómo la quería él? Romántica. ¡Romántica! Algo que ella no estaba dispuesta a dar. Ella acepta, abre la puerta del trío. Él no estaba preparado para eso y se le cae el mundo. Lo que hace que una historia sea interesante, tanto para el que la lee como para el que la escribe, es justamente detenerse en el conflicto. Ella no se la iba a poner en bandeja de plata. No iba a dar una novelita rosa.
Al joven mochilero, sus amigos y anfitriones, Thierry y Cazuza, le consiguen un trabajo de «babysitter», oficio que realizan muchos latinoamericanos en París. Es la meca de los que viven en negro, de los que cambian cuidados por casa y estadía. Él se encuentra con una niña traumatizada, con quien establece una empatía basada en la ternura, la complicidad y el amor, mientras encuentra en su madre a esta mujer que se le insinúa. Para él es como día y noche, ¿no?
Son dos niveles completamente diferentes. Con la niña se produce una relación empática, yo diría que mágica. En uno de los paseos (al cementerio del Père Lachaise), a ella le empieza a dar una especie de convulsión, él se asusta y era porque ella quería señalarle una tumba donde estaba enterrada una pareja. La lápida dice algo como «somos unos viejos pájaros». Hay mensajes de la niña para él, que le generan un nivel de empatía muy poderoso. Lo que más resiente, lo que más le duele de esa ruptura, es no poder volver a ver a su «frutica», cuyo nombre es Mirabelle.
Lo sofisticado de este mochilero está en el sentido más misterioso del ser humano: el olfato y los episodios donde se orienta, como si fuera un perro, son impresionantes. En tu novela está expresado en toda interacción —de toda índole, en todos los niveles y en todos los ámbitos— que el personaje entabla con las personas. ¿Puedes hablar de esta condición?
El olfato ha estado en casi toda mi obra. Creo que eso tiene que ver conmigo, con mi memoria que no es tan visual: yo nunca recordaba las caras, yo siempre recordaba los olores. Su gama siempre me daba como caracterizaciones. Me puse a averiguar y descubrí que el olfato es el sentido más antiguo del hombre. Es el más animal, está en el sistema límbico. Es como la prehistoria de los sentidos. Si bien no tiene ciertos grados de desarrollo como pudiera tener el oído, su característica de antiguo le da un rango donde es difícil equivocarse. Si una persona transmite cierto tipo de olor, el personaje la puede ubicar en cierto tipo de personalidad. Entonces, el protagonista hace unas lecturas y hasta puede leer, conjeturar el futuro.
¿Qué lleva al personaje a preocuparse porque no hay en el horizonte un escritor venezolano más conocido que Rómulo Gallegos?
No, no. La referencia a Gallegos se la hace al personaje un viejo maestro en Venezuela, un poco para explicarle por qué este país ¿es? (era) una especie de dama frívola y arisca. Son los años de la bonanza petrolera. Tú no te preocupas por la creación, por el trabajo, por la producción. No. Tú estás en el disfrute.
Debo interrumpirte. Quiero citar tu novela. «Esa es la vaina de venir de un país petrolero (…) como vives de bombear porquería de la tierra, y a esa tierra ni la araste ni la sembraste ni la sudaste, imaginas que todo es posible. Sólo tienes que comprar el número y esperar el sorteo». El Estado mágico, ¿No?
La actitud de soberbia que alcanzó el venezolano es bien conocida a escala internacional. No voy a decir que la molestia de nuestros vecinos latinoamericanos se justifica, pero tiene cierto sentido. ¿Qué vieron ellos? Una actitud muy prepotente. Era una actitud muy soberbia, de quien viene a imponer las normas porque tiene dinero. Eso lo estamos pagando ahora. Entonces, a toda hibris —la desmesura del orgullo y la arrogancia— le toca su némesis —castigo o venganza—. Estamos en la mitad de la némesis.
Teníamos que vernos las caras con la frivolidad. No creo que haya en Venezuela una generación más frívola que la nuestra. Hicimos gala de ostentación aún sin tener dinero. ¿Qué más se puede decir?
Venezuela, sin ser un país rico, tuvo acceso a los productos culturales que se confeccionaban en los países del llamado primer mundo —por acá pasaron las estrellas que deslumbraron a Nueva York, París o Londres—. Tú le cuentas ese país a los jóvenes de hoy y te miran raro. No terminan de creer que de esos polvos vinieron estos lodos. Es decir, la relación causa efecto no está a la vista. Es muy complicado para un joven de 2020 o 2021 entender ese nivel de vida dispendioso e irresponsable que se vivió en la década de 1980.
Tu novela no es una crónica de la tragedia que actualmente estamos viviendo. Las referencias políticas son casi inexistentes, pero hay una que quiero resaltar: El resentimiento. Si ha habido continuidad es, precisamente, en el resentimiento. Y viene a cuento a propósito de un encuentro del personaje con Arturo Uslar Pietri en una librería.
Yo creo que hay dos obras arquetípicas en la narrativa venezolana. Una, sin duda, es Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Toda esa dicotomía en esa Venezuela. Ciudad-campo. Barbarie-civilización. Es un hecho. La otra es Las lanzas coloradas, porque te habla de un país, en el cual un sector de la sociedad —los blancos criollos— aprovechó la invasión napoleónica al reino de España para plantear la libertad. Pero ese movimiento no podía ser popular y no podía serlo, sencillamente, porque quien oprimía a los pardos, a los mulatos, no era el Rey sino ellos. Claro, esto lo aprovechó Boves (1813-1814) para desatar la venganza y una guerra que se saldó con aquel episodio, «La huida a Oriente». A mí me parece esa obra fascinante porque toca el punto del resentimiento. Es tan fuerte que, a un hombre que no podía ser otra cosa que un militar (el militarismo es otra de las pulsiones que está en la psique del venezolano) se enfrenta a la disyuntiva ¿Qué hacer con sus enemigos? Y lo primero que hace es pasar por cuchillo, violar, destruir. Esa es la reacción más animal, más bárbara, que no termina de ser atenuada por la racionalidad. En nosotros hay ese lado oscuro y si te pones a ver, casi todos los hitos históricos de Venezuela están signados por el resentimiento.
(La imagen. Parpadea agitadamente. A veces
me digo que de volver a vivir no abrevaría de
nuevo en la política. La política me hizo
resentido. En Venezuela, hasta los ricos son
resentidos. Es nuestro pecado original. No hay
revolución o causa que no la siga el
resentimiento. Unos por no tener, otros por no
poder ostentar más. Unos por ser olvidados,
otros por considerar insuficiente el
reconocimiento. En mi caso, por no haber
coronado el anhelo más preciado. Pág. 310)
¿Qué cabría esperar de esa mezcla extraña de frivolidad y resentimiento?
Si revisamos la historia de nosotros como venezolanos, este fenómeno, este dolor que estamos experimentando hoy es inexplicable y es producto de una gran némesis, sin duda alguna. Perdimos la chaveta y empezamos a vivir la fantasía de que éramos ricos por ADN. Si no lo eras, había en ti una profunda soberbia totalmente injustificada.
Volvamos a la novela. Al joven mochilero le entregan un manuscrito en un bar, escrito por un pintor del que apenas conocemos su nombre: Hugo. Él busca en la intrincada burocracia de las instituciones culturales y entre especialistas del arte y vaga por ese laberinto. ¿Un último intento por encajar la última pieza del puzle?
La historia de este manuscrito se casa plenamente con el título de la novela, con Los inmateriales. Cuando el joven llega a París, empieza a ver en los muros de la ciudad los carteles de esa exposición que tuvo lugar en el (Centro Cultural) Pompidou. Dos cosas llamaron su atención. Uno, que la exposición se llamara «Los Inmateriales». Ese nombre lo fascinó de entrada. Él sabía que allí había una clave para él. Dos, que la exposición la haya organizado un filósofo, porque él había leído uno de los libros de (Jean François) Lyotard. En esas páginas, Lyotard decía que una de las diferencias entre la modernidad y la postmodernidad, era que en la primera había entusiasmo y en la segunda no. Entonces, la postmodernidad es la muerte de las causas. Cuando le entregan el manuscrito «de un pintor de tu país», ese hecho lo sorprende, porque a él —que siempre le había gustado la pintura y tenía algún conocimiento del tema—, el nombre del artista no le dice absolutamente nada. Por eso el vínculo con Rolando Peña (el príncipe negro), quien antes del vernissage lo lleva a ver la exposición que organizó en la capilla de Saint-Louis de Salpêtrière de artistas venezolanos que habían vivido en París.
De regreso a Venezuela, el personaje inicia una búsqueda obsesiva del autor del manuscrito. Justo antes de tirar la toalla, de ir de una institución cultural a otra, de enviar cartas —de las que no obtiene respuesta— y consultar a críticos de arte, ¿consigue lo que está buscando?
Él consigue a un hombre tan mágico como ese pintor que es Perán Erminy que, de alguna manera, de forma velada, da a entender que también era parte de los Apócrifos —cuyo significado refiere, en esta ocasión, a su acepción más antigua, del griego apó, lejos, y kryptein, oculto. Estamos ante una suerte de sociedad secreta, cuyos miembros son artistas que consideran que el olvido es la forma más elevada de la belleza. Por eso, el autor del manuscrito recurre a la nulidad de su autoría y a la desaparición de su persona.
***
*Periodista. Escritor. Ha publicado los siguientes títulos: Solo quiero que amanezca (Lo que Francois Villon no dijo cuando bebía); Sonata para un avestruz; Cuartel de Invierno, Puntos de Sutura. Actualmente es editor jefe del portal digital Prodavinci.
Hugo Prieto
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