Un profesor habla con dos soldados en frente de un liceo mientras los estudiantes protestan en el fondo // Fotografía de Marcel·li Perelló
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…y el olor de la sangre mojaba el aire
José Emilio Pacheco
La semana pasada recordábamos aquello que Borges decía, que uno no escoge los temas, sino que, por el contrario, los temas lo escogen a uno. Yo quería haber recordado a Octavio Paz, ahora que pasaron veinte años de su muerte hace pocos meses, desde una perspectiva más amable. Quería haber rendido homenaje, por ejemplo, al poeta desnudo y contundente, ése que no quiso entrar en la estrecha cintura de los manifiestos en Piedra de sol, por ejemplo. O al aguzado y exquisito ensayista, el de las brillantes reflexiones que buscan explicarnos su México multiforme en El laberinto de la soledad, el sonoro milagro de la poesía en El arco y la lira, los artilugios y las formas del amor en La llama doble, éste para mí uno de los más hermosos ensayos escritos en el siglo xx. En fin, al biógrafo espléndido de esa monja increíble, delicada poetisa, la mujer irrepetible que fue Sor Juana Inés de la Cruz en Las trampas de la fe, una comprensión ineludible para quien quiera acercarse al barroco de Indias y a la génesis de lo que somos. Pero no. La dictadura de los acontecimientos se nos impone y la barbarie de estos días me trae con urgencia la memoria de un momento, del que ahora se cumplen cincuenta años, que fue crucial en la vida de nuestro maestro.
El año de 1968 fue estelar para los movimientos estudiantiles de todo el mundo. Por estos días, cantidad de reportajes y documentales nos recuerdan con dramatismo todo lo ocurrido aquel año, la complejidad de unos acontecimientos que terminaron por marcar, para bien y para mal, nuestra contemporaneidad. Prácticamente, podríamos decir que no se puede entender los movimientos estudiantiles de muchas de las universidades del mundo sin conocer lo ocurrido aquel año. En un pequeño texto titulado «Olimpíada y Tlatelolco», el mismo Paz nos recuerda que ciudades como París, Chicago, Tokio, Santiago, Belgrado o Roma fueron escenario de revueltas ese año. Ya no digamos de lo ocurrido en Praga también por aquellos días.
Con su habitual sagacidad, Paz reflexiona acerca de los movimientos estudiantiles y la peculiar condición de los estudiantes en el entorno social. Su situación, nos dice, a medio camino entre la sociedad real y esa «suerte de laboratorio» aislado pero no hermético que es la Universidad, les da una privilegiada posición desde la cual pensar, y sobre todo criticar al mismo sistema que a la vez los segrega y alimenta. Contradicción insalvable, nos dice, pues si la Universidad desapareciera, desapareciera con ella la posibilidad de hacer crítica de una sociedad en cuyo seno crece y se consolida. Así, conciencia crítica y rebeldía estudiantil nacen de un entorno controvertido y se erigen como una suerte de terapia social, cuya necesidad luce esencial y determinante especialmente en democracia. En ese sentido, solemos obviar la peculiar y a la vez necesaria función que cumplen los estudiantes, y la Universidad toda, en la dinámica de una sociedad verdaderamente cambiante y progresista, y en general en la democracia.
El año de 1968 fue, cómo no, un año estelar también para los mexicanos. Como reconocimiento al desarrollo que el país había alcanzado, el Comité Olímpico Internacional les había encargado organizar los Juegos Olímpicos de ese año. Era la primera vez que unas olimpíadas se celebraban en Hispanoamérica. Sin embargo, el virus de la rebelión juvenil se había inoculado meses antes también en el país. Al parecer, todo comenzó por un simple incidente entre estudiantes en un partido de fútbol americano. Sin embargo, la brutal represión policial ganó simpatías a los muchachos, y poco a poco se les fueron uniendo trabajadores, obreros, maestros y amas de casa, desmintiendo lo que afirmaban unos medios de comunicación absolutamente controlados por el gobierno. Ante la cruel reacción oficial, la protesta arreció liderada por los estudiantes, corazón y cabeza del descontento. El movimiento se fortaleció y tomó conciencia de sí. Tampoco pedía gran cosa: libertad para los presos políticos, derogación de los llamados «delitos de opinión», menos autoritarismo. En una palabra, más democracia en aquella “dictadura perfecta”, como llegó a llamarla Vargas Llosa. Las reuniones espontáneas se fueron convirtiendo en multitudinarias manifestaciones. Como respuesta, la represión creció también, y el ejército no tardó en ocupar la Universidad.
El miércoles 2 de octubre, diez días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos, los estudiantes se reunieron en la céntrica Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco para otra multitudinaria manifestación. Hacia las seis de la tarde, terminado ya el mitin, se disponían a regresar a sus casas cuando una fuerza combinada del ejército y un grupo paramilitar denominado «Batallón Olimpia» cercó la plaza e inició la masacre. A la señal lanzada desde un helicóptero, un par de bengalas rojas, una lluvia de balas cayó sobre los manifestantes inermes, disparadas desde los edificios que rodean el histórico lugar, donde los francotiradores habían tomado posición. El gobierno se apresuró a declarar en veinte la cifra oficial de muertos, pero se estima que más de 300 estudiantes cayeron en el mismo lugar donde el 13 de agosto de 1521 fueron masacrados los últimos mexicas bajo las armas de Hernán Cortés. Otros 3000 manifestantes fueron detenidos y enviados a diferentes cárceles de Ciudad de México para ser sometidos a torturas e interrogatorios. Obviamente, el mismo gobierno se encargó de entorpecer las investigaciones, de modo que nunca pudieron establecerse las verdaderas responsabilidades. El 12 de octubre, diez días después, se inauguraban en el estadio universitario las olimpíadas, bautizadas como “los Juegos de la Paz”.
A la mañana siguiente de la masacre, conocida la noticia, Octavio Paz renunciaba a su cargo de embajador de México en la India, que desempeñaba en ese momento. Años después confesaría a Elena Poniatowska: «no podía seguir representando a un gobierno que había obrado de una manera tan abiertamente opuesta a mi forma de pensar». La renuncia de Octavio Paz nos recuerda bien que se es hombre antes que funcionario. Nos habla de la integridad del intelectual y de su necesaria independencia ante el poder político. Nos recuerda que nadie puede llamarse artista o pensador si su arte y su pensamiento callan por comodidad o por conveniencia, sometidos o subordinados. Ese mismo jueves, no sé si antes o después de su renuncia, Octavio Paz también escribió un poema, México: Olimpiada de 1968. Allí hay dos versos que hoy vale la pena ser recordados:
…la vergüenza es ira
vuelta contra uno mismo.
Mariano Nava Contreras
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