Perspectivas

Ni al papá de Bono se le ocurrió llamar a su hijo Bono

19/06/2021

Pal Kerese. Fotografía cedida por Andrés Kerese.

Desde que me enteré de que venía en camino, más o menos en la misma fecha que compré el CD, estuve esperando que llegara el día para anunciarlo. Mientras más escuchaba «Where the streets have no name» y «With or without you», más seguro estaba de que sí lo quería hacer. El plan no lo había comentado con nadie porque no era un plan, era un impulso que no me prevenía de la imprudencia que estaba dispuesto a cometer. Posiblemente sí se lo comenté a Kucko, una de esas noches que pasamos sentados frente al televisor viendo videos en MTV, pero eso era lo mismo que no decírselo a nadie. Estábamos demasiado distraídos con el control remoto, moviendo la antena parabólica de satélite en satélite. Además, quién se podía tomar en serio que, hace 33 años, ante el inminente hecho de tener que convertirme en “padre”, lo que más me animaba era la posibilidad de bautizar a mi primer hijo con el nombre del cantante de U2. Estaba decidido. Pal se iba a llamar Bono, y «Joshua Tree» iba a ser el soundtrack de su vida. La mañana en que por fin nació asomé la idea. No debió tener muy buena recepción. No recuerdo quién pudo haberme convencido de no hacerlo. Cuando fui a la prefectura de Chacao a presentar a mi primer hijo, junto con dos testigos, cambié de idea y decidí llamarlo con el nombre húngaro que trajo mi papá desde Budapest. Pal sería su nombre. Bono pasó a ser una anécdota para contar.

Los padres tenemos que buscar la manera de hacernos útiles: cargamos la canastilla, aprendemos a cambiar pañales, metemos teteros en microondas, o nos despertamos en la madrugada como muestra de solidaridad con la que sí no puede dejar de levantarse para amamantar. Pero todo el mundo sabe que, durante los primeros meses del bebé, ayuda mucho más una buena abuela que un papá inexperto. Aunque las fotos que consigo dicen lo contrario, no tengo muchos recuerdos de mi infancia con mi papá. En cambio, me acuerdo de que mi mamá me estaba dando una sopa la noche del terremoto en Caracas, cuando yo tenía apenas cuatro años. Lo mismo le debe pasar a mis dos hijos. Hasta que no tuve una misión concreta que cumplir, no me sentí muy útil como padre. Cuando Pal y Eduardo crecieron un poco más, y me encomendaron la tarea de llevarlos al colegio todas las mañanas, comenzamos a tener lo que se llama una relación “padre e hijos”. Fueron muchos años que hice de transporte escolar y muchas las canciones que nos tocó escuchar juntos camino al colegio. No recuerdo de qué hablábamos, posiblemente no lo hacíamos, pero sí sé que escuchamos infinidad de veces «Circo Beat», de Fito Paez. Sé que «Mariposa Tecknicolor», durante un buen tiempo, formó parte de nuestros buenos días. Les dosifiqué «Champagne Supernova» y «Bitter Sweet Symphony» como si fuera parte del desayuno. Descubrimos Radiohead a través de «Creep», y a los Manic Street Preachers escuchando «La Tristesse Durera».

Los integrantes de la banda U2 con sus padres. Gráficas del fotógrafo holandés Anton Corbijn para The Observer Magazine.

Pal y Eduardo comenzaron a crecer, fueron adquiriendo sus propios gustos musicales, y se adueñaron del reproductor de CD del carro. En una época les dio por escuchar a un rapero que se llamaba Nelly. También me tocó aprender las canciones de Vico-c. Lo de ellos, no solo por la música, también por la ropa que comenzaron a usar, era el rap. Una mañana, un tal Puff Daddy se apropió del coro de Sting en «Every breath you take» y lo convirtió en «I’ll be missing you», una canción homenaje al rapero Notorius B.I.G. Al día siguiente, les tocó ir al colegio escuchando Synchronicity, de The Police, para que aprendieran que los originales siempre son mejores que las copias. Cuando estrenaron la película Godzilla compramos el soundtrack. Tenía algunas canciones que podían gustarle a ellos y otras a mí, como la versión de «Heroes« de los Wallflowers. Escuchándolo, mientras íbamos por la autopista, reconocí el riff de Jimmy Page. Les dije que eso era «Kashmir», de Led Zeppelin. Me respondieron que esa canción también era de Puff Daddy. Ya más grandes, haciéndoles todavía de chofer, descubrí y conocí gracias a ellos a Cuarto Poder, Guerrilla Seca, La Corte, y Vagos y Maleantes.

Hoy en día, ya adultos, ellos tienen sus gustos musicales, yo sigo manteniendo los míos y, de vez en cuando, coincidimos en alguno. Creo que los tres estamos de acuerdo en que «Blonde», de Frank Ocean, es una obra de arte. Creo que a Pal sí le gusta U2, porque cada vez que nos toca trabajar juntos comienza a sonar por las cornetas el disco All That You Can’t Leave Behind. Creo que Eduardo disfrutó tanto como yo la noche que vimos juntos a Arcade Fire en el WiZink Center, en Madrid. Creo que la banda sonora de la película Into The Wild, de Eddie Vedder, de alguna manera nos conecta. Creo que de los lazos que nos unen a los tres, el musical es uno de los que está más apretado.

Andrés con sus hijos, Pal y Eduardo. Fotografía cedida por Andrés Kerese.

Un padre perdura en la memoria de un hijo por lo que vivieron y compartieron juntos, y por las cosas que nunca se llegaron a decir. Por las preguntas que, cuando pudimos, nunca nos atrevimos a hacerle, y de las que seguimos esperando las respuestas. Por ese detalle que te falta, y nunca vas a tener, para terminar de armar el rompecabezas familiar. Por ese misterio que nunca se va a develar y que esperas, como todo hijo lo hace, que sea su padre el que lo ayude a resolver. Nunca le pregunté mucho a mi papá, y casi nada fue lo que él me contó de su vida. La imagen que conservo de él está hecha en función de sus gustos y aficiones. Y, aunque no me llevó nunca al colegio, sí escuché mucha de la música que a él le gustaba. Las casas donde viví estaban repletas de discos de vinil, una colección que crecía conmigo. Guardados en un enorme mueble de madera estaban los viejos álbumes de Duke Ellington y Dizzy Gillespie, junto con la colección de Harry Belafonte. Había un viejo disco en vivo de Ray Charles, que bastante se escuchaba. En los años 70 comenzaron a aparecer discos de Chuck Mangione, Gerry Mulligan y Al Di Meola. Algunas tardes me daba por revisar la colección de discos y me conseguía con una versión de West Side History, o con los grandes éxitos de Dave Brubeck. Un día descubrí el disco triple en vivo de Emerson, Lake & Palmer y eso se convirtió en una de esas preguntas que nunca me preocupé en hacer: ¿A mi papá le gustaba Karn Evil 9?

Cuando llegó el momento de poder escuchar la música que a mí me gustaba, y no la que me ponían en el carro o en la casa, mi papá fue mi primer aliado. Me compró todos los discos de James Taylor, ponía a todo volumen «Heaven and Hell» de Black Sabbath, y le encantaba «Crazy Train», de Ozzy Osbourne. Había una canción del disco Long Distance Voyager, de los Moody Blues, que me pidió que le grabara para su carro. Mi papá tenía un casete grabado con «Exodus» y «Kaya», de Bob Marley, para el viaje de Caracas a Puerto La Cruz, un recorrido que hicieron mi mamá y él muchas veces. El húngaro que llegó a Caracas desde Budapest siendo muy joven resultó tan original que le quitó a Pal la posibilidad de haberse llamado como el cantante de U2. Mi papá murió a la misma edad que tengo hoy en día. Aunque toda mi vida lo vi como a un viejo, creo que le tocó dejar de escuchar música siendo todavía muy joven. Mi papá perdura en mi memoria, no por lo que me contó de su vida, sino por haberme enseñado, sin proponérselo, el placer de escuchar música.

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