Perspectivas

Münster, 1534. Recuerdo de una demencia colectiva

22/02/2020

Marcha de la SA en Nuremberg, Alemania, 1929

Hacia mediados de los años treinta, con Hitler ya entronizado, algunos preclaros ya reflexionaban sobre la debilidad de la sociedad alemana hacia el milenarismo y la figura del monje exterminador. Había ocurrido antes. Quizá la escasa romanización de la Germania había dejado un sustrato mixto de paganismo, misticismo y caudillismo que emergería en determinados momentos de la historia, cuando la gente se sintiera amenazada, desorientada o desamparada.

Friedrich Percyval Reck-Malleczewen (1884-1945), noble terrateniente prusiano de fuertes convicciones nacionalistas y crítico de arte durante el período entreguerras, pensó que el nazismo, lejos de ser una anomalía, estaba en concordancia con el pulso de la historia alemana, la cual solía producir cierta clase de monstruos cuando el alemán de a pie sentía tambalear algún pilar de sus sólidas convicciones. Así, podía establecerse una comparación entre, por una parte, el arribo de los bárbaros nazis como consecuencia de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial y de una república impuesta en la que nadie tenía fe y, por otra, la toma de algunas ciudades alemanas por parte de radicales anabaptistas después del cataclismo de la reforma luterana en el siglo XVI. De ambos hechos surgieron los dos libros más importantes de Reck: Bockelson (1937) –que en español se ha llamado El día de la ira e Historia de una demencia colectiva– y Diario de un desesperado –publicado póstumamente en 1947– en el que dejó constancia de su repugnancia moral e ideológica hacia el nacionalsocialismo.

Aunque inicialmente Reck-Malleczewen y su clase social se vieron obligados a apoyar a Hitler –no sin antes taparse la nariz– frente a la amenaza de la izquierda, pronto quedaría claro que la medicina empeoraba la enfermedad. Como muchos alemanes, el autor comprendió en 1933 que al poder arribaba no un nuevo gobierno, sino un nuevo orden ético, social, político e, incluso, civilizatorio. El nazismo organizó las bajezas y supersticiones más profundamente arraigadas en el pueblo mediante un relato trascendentalista y épico que los proyectaba como síntesis histórica de la germanidad. Esto encumbró a una legión de mediocres, chiflados y sociópatas de todo pelaje capaces de inspirar lo peor de una sociedad que, por su parte, se encontraba ávida de ser hechizada, ultrajada y dominada, tal como lo han propuesto Erich Fromm, Siegfried Kracauer y Rüdiger Safranski, entre otros. Para Reck, esta situación revivía aquellos días de 1534 cuando la sociedad de la pacífica y próspera Münster, al norte de Westfalia, atrajo fatalmente a una pandilla de milagreros sádicos partidarios del anabaptismo, corriente protestante radical surgida en Europa Central que exigía el bautismo consciente en la edad adulta y proponía una vida dirigida exclusivamente por los dictados de la Biblia. El anabaptismo posee diferentes corrientes, pero de Münster se apoderó la más extremista, encabezada por el predicador Melchor Hoffman y sus seguidores Jan Matthys y Jan van Leyden, luego conocido por el nombre alemán de Jan Bockelson. En 1533 Hoffman, reconocido «místico» y vidente, proclamó que la Nueva Jerusalén y el segundo advenimiento de Jesucristo acaecerían en la burguesa villa de Münster; esto causó gran revuelo, pues el anabaptismo constituía una creencia revolucionaria similar a lo que serían en la modernidad el nazismo o el comunismo y, tal como ocurriría con estos, la prédica de Hoffman encontró en aquella localidad oídos ansiosos y fervorosos. Al profeta le siguieron sus ministros. En 1534 Jan Matthys, panadero de Ámsterdam devenido en bautista, se autoproclama «Profeta Enoc» y decreta la fundación de la Nueva Jerusalén en Münster, cristalizando así la visión de Hoffman en lo que se conocería postreramente como la «Rebelión de Münster». Matthys y sus seguidores entraron en la ciudad, sembraron el terror en ella y le declararon la guerra al obispo: forzaron la conversión de los católicos, so pena de ejecutar a los que se negaran; confiscaron las propiedades de los terratenientes y los asesinaron en plena calle; suprimieron el uso de la moneda; prohibieron la música y los juegos de azar; fiscalizaron las relaciones entre hombres y mujeres; obligaron a toda la población –incluyendo a los niños– a prestar servicio militar; declararon la autarquía económica; proscribieron con la muerte el adulterio y el no seguir rigurosamente las instrucciones higiénicas y sexuales expresadas en el Antiguo Testamento. Finalmente Matthys, el «profeta de la larga barba negra», encontró la muerte cuando decidió atacar una guarnición del obispo; era el domingo de Pascua y, según sus visiones, el día señalado por Dios para el Juicio Final. Fue decapitado y descuartizado, exhibiéndose su cabeza en la plaza pública y sus genitales en una puerta de la ciudad.

No obstante, los anabaptistas interpretaron la ejecución de Matthys como una señal divina, pues no hay gloria sin martirio ni redención sin dolor. Así llegó el momento de Bockelson, sastre y tabernero, quien asumió la misión y se autoproclamó «Rey de Jerusalén». En El día de la ira, Reck-Malleczewen cuenta que Bockelson inauguró su reinado con un discurso en el que afirmó haber tenido la visión de la muerte de Matthys ocho días antes de producirse; en ella, un Matthys ensangrentado designaba a Bockelson como su sucesor. El discurso fue todo un éxito, pues el fervoroso pueblo aclamó al nuevo rey con vítores y alabanzas: «los hombres desenvainan las espadas, las mujeres se sueltan el pelo y se descubren el pecho», cuenta una vieja crónica. Mientras, las fuerzas católicas asediaban la ciudad, que resistía bajo el lema «el Reino de Dios sufre violencia, y solo los violentos lo conquistan». Las condiciones intramuros en Münster empeoraban aceleradamente, incrementando los efectos de la locura colectiva. Las costumbres sociales se volvieron extravagantes al mezclarse un puritanismo histérico con el más descarado libertinaje, todo justificado con forzadas interpretaciones del Antiguo Testamento. Se instauró la poligamia obligatoria amparándose en la frase bíblica «creced y multiplicaos», una excusa para legalizar la lujuria furiosa que pululaba en la ciudad; la falta de alimento provocó la eliminación de las «bocas inútiles» y, finalmente, la antropofagia, de la cual fueron víctimas incluso los niños. Las mujeres se volvieron «comunitarias», y el rey, Bockelson, poseía un nutrido harén que retocaba a discreción. Toda Münster, la Nueva Sión, se había desligado del mundo y su sentido civilizatorio; en su lugar, había abrazado la ilusión utópica –ya devenida en distópica– de una sociedad sin mácula ni pecado. Bockelson y Knipperdolling, el verdugo oficial, cercenaban cabezas en las calles casi sin pretextos, mientras alimentaban entre los famélicos habitantes la fantasía de que la providencia misma salvaría a la ciudad del asedio. Finalmente, en junio de 1535, y tras dieciocho meses de asesinatos, orgías y hambre, las tropas de las poblaciones vecinas entraron en Münster, capturaron a Bockelson y compañía y reencauzaron el orden social subvertido. Reck-Malleczewen explica que, como si del final de un hechizo se tratara, las gentes de Münster se sintieron extrañadas y colmadas de estupor por lo que habían vivido; eran conscientes de haber experimentado el reinado de Matthys y Bockelson pero, al mismo tiempo, lo percibían como algo ajeno a ellos, igual que, según Safranski, ocurrió con los alemanes cuando se hundió el Tercer Reich. Sobre el final de la Nueva Jerusalén –y quizá, proféticamente, también del nazismo–, Reck explica que, «a veces, el destino se permite jugar trágicamente con los hijos de un país, acunándolos en la ilusión de una serie infinita de felicidades y permitiendo que un tabernero se convierta en rey y pueda manipular las palancas de la gran máquina de la historia».

En 1937, los nazis secuestraron de la imprenta El día de la ira, pues habían comprendido perfectamente el significado del libro. A pesar de la protección que le habían brindado sus vínculos con la aristocracia militar, Reck-Malleczewen estaba sentenciado y era cuestión de tiempo para que se cumpliera su pena. Esta llegó en 1945, con Hitler al borde del knockout y mientras el autor vivía retirado en su hacienda de Baviera: fue denunciado por un vecino debido a su nula adhesión a la causa nacionalsocialista, arrestado y deportado al campo de concentración de Dachau, donde murió de tifus.


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