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Era yo joven e ingenuo, de esos que pensaban que las tragedias solo ocurrían en el cine y en la literatura, cuando leí por primera vez Las suplicantes de Esquilo. La obra cuenta la historia de las hijas de Danao, las “Danaides”, que llegan a Grecia huyendo de los hijos de Egipto, quienes pretenden desposarlas en contra de su voluntad. Llegados a la vieja ciudad de Argos, Danao conduce a sus hijas hasta el templo de Zeus, donde se refugian pidiendo ser acogidas como “suplicantes”, como hikétides. Allí, cubren de flores los altares, adornan sus cabezas con ínfulas de lana blanca (señal de los que vienen en busca de refugio) y efectúan los ritos invocando al padre de dioses y hombres, el mismísimo Zeus Xenios, para que las ampare. No olvidemos que Zeus es el dios de los “suplicantes”, los que llegan a suplicar refugio, y que la hospitalidad es mandato primordial de los dioses griegos.
Pronto aparece en escena Pelasgo, el mítico rey de los argivos. Danao le cuenta la triste historia de sus hijas: que prefirieron el exilio a casarse con los hijos de Egipto, a quienes no aman, y que ahora llegan a tierra argiva buscando refugio y suplicando que las proteja de los egipcios y que no las entregue, pues ellos sin duda vendrán a buscarlas. “Tú eres la ciudad, tú eres el pueblo, tú eres un jefe venerable. Gobiernas este país con tu única voluntad y sentado en tu trono resuelves cualquier cosa”, le implora Danao. Pelasgo, prudente, le responde: “Yo no puedo garantizar promesa alguna antes de haber consultado a toda la ciudad”.
Pelasgo se somete a la voluntad de la ciudad, la polis. Claro que se trata de un abierto anacronismo, un contraste deliberadamente buscado por Esquilo. En aquellos tiempos míticos el rey podía haber tomado la decisión que le viniera en gana, pero Pelasgo no habla como un rey de los tiempos arcaicos, sino como un líder de la Atenas democrática. En realidad, el personaje Pelasgo está hablando en el teatro a un auditorio compuesto por ciudadanos atenienses, de cultura democrática. La ficción teatral se permite estas jugarretas. No estamos en la Grecia arcaica, sino en la Atenas del siglo V; pero esas jugarretas no son gratuitas, como ahora veremos.
Pelasgo se ve inmerso en lo que Albin Leski (La tragedia griega, 1958) llamó “una situación trágica”: si acoge a las Danaides ocasionará sin duda una guerra contra los egipcios, con grandes perjuicios para Argos, su ciudad; pero si no las acoge se atraerá nada menos que la ira de Zeus que, recordemos, protege a los que imploran refugio. Por eso decide consultar a la ciudad, que vota unánimemente por acoger a las Danaides.
Los términos no pueden ser más generosos, como cuentan ellas mismas en escena: “que libres habitemos esta tierra con el derecho humano del asilo; que nadie, ni ciudadano ni extranjero, pueda convertirnos en esclavas y que todos nos ayuden si alguna vez sufriéramos violencia”. La obra termina con un canto por parte de las doncellas, lleno de gratitud a los argivos por haberlas salvado, pero especialmente a Zeus, que las alejó de un odioso e injusto desposorio y que, por esta vez, “otorgó el triunfo a las mujeres”.
No será el único lugar de la escena ateniense donde se ventile el grave asunto del exilio, el refugio y el asilo. También en otras obras de Esquilo, el más antiguo de los trágicos. El Prometeo encadenado cuenta la historia del titán confinado a las lejanas montañas del Cáucaso, donde sufre un espantoso castigo por haber robado el fuego a Zeus para darlo a los hombres: encadenado a una gigantesca roca, un ave vendrá todos los días a comerle las entrañas, las cuales se le regeneran por la noche. Al otro día vuelve el ave para el espantoso suplicio. Exilio y tortura son la condena para el titán filántropo.
En Los siete contra Tebas se cuenta lo que pasó con los dos hijos (y hermanos) de Edipo, Eteocles y Polinices. Habiéndose desterrado Edipo a sí mismo por su propia maldición, ambos hermanos deciden alternarse cada año en el trono de la ciudad. El primero en ocuparlo es Eteocles, pero éste, una vez en el poder, decide desterrar a su hermano. Entonces Polinices busca apoyo e intenta invadirla con un ejército mercenario, lo que ocasiona una guerra fratricida. Finalmente, Eteocles y Polinices se enfrentan cara a cara y se dan muerte el uno al otro. “¡Ay, ay, infelices, se han herido en el pecho dos que han nacido del mismo vientre!”, se lamenta el coro de las mujeres tebanas. Ambos hermanos, el rey y el desterrado invasor, mueren por sus propias manos.
A su vez, el exilio y la muerte del padre de estos dos desgraciados son contados por Sófocles en su Edipo en Colono. Edipo, al saber el doble crimen que ha cometido, haber matado a su padre y haberse casado con su madre, se saca los ojos y huye de Tebas, iniciando un doloroso destierro. Víctima de su propia maldición, ciego y apátrida, llega sin saberlo a la aldea de Colono, muy cerca de Atenas. Allí se encuentra con Teseo, rey mítico de los atenienses, quien lo reconoce. “Yo mismo, como tú, fui educado en el destierro, de modo que a nadie que sea extranjero, como tú ahora, dejaría de ayudar a salvarse”, le dice. Entonces concede a Edipo el carácter (“estatus”, diríamos hoy) de “suplicante” y lo acoge en su tierra. Edipo, por su parte, sabe que su muerte está cerca. Agradecido, promete a Teseo que, mientras su tumba esté en Atenas, los dioses depararán fortuna a la ciudad.
Que Atenas se preciaba de ser una ciudad acogedora con los refugiados lo había dicho Pericles en su célebre discurso, la Oración fúnebre, que recoge Tucídides en el segundo libro de su Historia de la guerra del Peloponeso. Este discurso fue pronunciado, según los estudiosos, poco antes de que se estrenara el Edipo en Colono, de modo que el tema de los refugiados debió haber estado entonces en el ambiente. Allí, dice Tucídides, Pericles declara su orgullo de pertenecer a una “ciudad abierta”, “la única en socorrer a todos sin reparos”. Pericles intenta mostrar evidente contraste entre la democracia ateniense y el sistema espartano, cerrado y xenófobo. Y lo consigue.
Tampoco pensemos que fue la literatura griega la única en recoger el drama del exilio y los refugiados en la antigüedad. En la Biblia, el Salmo 137, Junto a los ríos de Babilonia (Ad flumina Babylonis), cuenta las cuitas del pueblo de Israel desterrado en Babilonia: “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos al acordarnos de Sión (…) Allí, los que nos deportaron nos pedían cánticos (…) ¿Cómo cantaremos cantos del Señor en tierra ajena?” El fenómeno se reporta para la literatura ya desde los tiempos del cautiverio judío en Babilonia.
Para los efectos de nuestro imaginario político, las primeras representaciones del exilio, los refugiados y el asilo nacen de la mano del mito y la tragedia griega. Migración y acogida hunden en el mito y el teatro los orígenes de una realidad hoy demasiado cercana.
Mariano Nava Contreras
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