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El éxodo de los venezolanos sofoca al norte de Brasil

Fotografía de Paula Ramón para AFP

06/05/2018

PACARAIMA, Brasil — Cientos de personas aparecen cada día, muchas de las cuales llegan sin dinero y lucen demacradas, antes de pasar al lado de una bandera hecha jirones que señala que han llegado a la frontera.

Una vez que cruzan, muchas se quedan en parques públicos y plazas llenas de refugios improvisados, lo que genera preocupaciones entre los lugareños por las drogas y el crimen. Algunas de las personas duermen en tiendas de campaña y hacen fila para las comidas que les proporcionan soldados: las embarazadas, los discapacitados y las familias con niños pequeños a menudo tienen prioridad. Los menos afortunados se amontonan debajo de lonas que se desploman cuando hay tormentas.

Tales escenas recuerdan a las oleadas de migrantes desesperados que escapan hacia Europa de las guerras en Siria y Afganistán, lo que ha provocado reacciones violentas en el continente. Sin embargo, esto está sucediendo en Brasil, donde una marea constante de personas que huyen de la grave crisis económica de Venezuela ha comenzado a poner a prueba la tolerancia de la región con los inmigrantes.

Este abril, la gobernadora de Roraima, un estado brasileño ubicado al norte de Brasil, demandó al gobierno federal, exigiéndole que cierre la frontera con Venezuela y le proporcione fondos adicionales para atender la sobrecarga de los sistemas de educación y de salud de la región.

“Tememos que esto pueda provocar una desestabilización económica y social en nuestro estado”, dijo Suely Campos, la gobernadora. “Estoy cuidando las necesidades de los venezolanos en detrimento de los brasileños”.

Las decenas de miles de venezolanos que han encontrado refugio en Brasil en los últimos años evidencian el empeoramiento de la crisis humanitaria que su gobierno dice que no existe.

Es un éxodo que pone a prueba las políticas migratorias de la región, que suelen ser generosas y permisivas. A principios de abril, Trinidad deportó a más de ochenta solicitantes de asilo venezolanos. En las comunidades fronterizas de Colombia y Brasil, los residentes locales han atacado a los venezolanos en sus campamentos.

Alrededor de 5000 venezolanos salieron de su patria a diario en los primeros meses de este año, según las Naciones Unidas. Esa tasa diaria de migrantes venezolanos supera la de los 125.000 exiliados cubanos que huyeron de la isla durante la crisis del Mariel en 1980, un éxodo que transformó al sur de Florida.

Si la tasa actual se mantiene estable, para fines de este 2018 más de 1,8 millones de venezolanos habrán salido del país, una cifra que se suma a los 1,5 millones que se estima que ya han huido de la crisis económica para reconstruir sus vidas en el exterior.

Fotografía de Mauro Pimentel para AFP

Cuando los venezolanos comenzaron a emigrar de manera masiva hacia otras regiones de América Latina, a partir de 2015, por lo general se encontraron con fronteras abiertas y maneras para obtener la residencia legal en los países vecinos.

Pero a medida que aumentan los números de migrantes y a que una mayor proporción de ellos llega sin ahorros y necesita atención médica, algunos funcionarios de la región comienzan a cuestionar la sensatez de mantener las fronteras abiertas.

Campos, de Roraima, dijo que tomó la “medida extrema” de demandar al gobierno federal porque el influjo de venezolanos provocó un incremento en las tasas de criminalidad, una reducción de los salarios para trabajos no especializados y desencadenó un brote de sarampión, una enfermedad que ya había sido erradicada en Brasil.

Según la gobernadora, al menos 93 personas fueron asesinadas durante los primeros cuatro meses de este año, lo que excede a las 83 muertes violentas registradas en 2017. Y los funcionarios de los cuerpos de seguridad dicen que se ha incrementado el tráfico de drogas en la región a medida que los venezolanos han sido reclutados por las redes brasileñas del narcotráfico.

La población de Boa Vista, la capital del estado, se disparó en los últimos años debido a la llegada de unos 50.000 venezolanos. Ahora representan aproximadamente el 10 por ciento de la población. Al principio fueron recibidos con generosidad: los residentes establecieron comedores de beneficencia y organizaron campañas de recolección de ropa para atenderlos.

Sin embargo, los vecinos de Pacaraima, la ciudad fronteriza, y Boa Vista, que se encuentra a 200 kilómetros de la frontera, se sintieron abrumados el año pasado.

“Boa Vista se transformó”, dijo la alcaldesa Teresa Surita. “Esto ha comenzado a generar una gran inestabilidad”.

Fotografía de Mauro Pimentel para AFP

En una mañana reciente, los migrantes que tomaron la plaza Simón Bolívar, una de las más grandes de la ciudad, estaban cocinando en pequeñas estufas de leña. Algunos dormían en hamacas mientras otros tenían la mirada perdida, sin tener adónde ir ni qué hacer.

El humor era sombrío. Una infección estomacal se había extendido por el campamento, causando vómitos y diarrea. Además de esas incomodidades, los residentes vecinos quemaron una hilera de arbustos que los venezolanos usaban para defecar.

Mientras miraba el humo que ondeaba por todo el campamento, Ana García, de 56 años, dijo que batalla con su nueva vida en Brasil.

Ella tenía su casa, comía bien y vivía cómodamente con su salario de trabajadora social en la ciudad venezolana de Maturín. Sin embargo, su sueldo perdió valor el año pasado debido a la creciente inflación, tras lo cual García renunció al trabajo que tuvo por más de una década, con la esperanza de lograr una liquidación lo suficientemente grande como para irse a vivir al extranjero.

Pero le dieron una cantidad tan pequeña que solo pudo comprar una bolsa pequeña de arroz, medio pollo y un plátano. A medida que la comida se hacía cada vez más escasa, García inició un viaje de casi mil kilómetros con su hija de 18 años, pidiendo aventones durante la mayor parte del camino.

García cuenta que la primera noche que durmió en la plaza rompió en llanto antes de ubicarse debajo de la lona negra que ahora comparte con su hija.

“Nunca pensé que podíamos llegar a esta situación. No estamos acostumbrados a vivir como indigentes”, dijo García, con los ojos brillantes. “Pero Venezuela está destruida. La gente se está muriendo de hambre”.

En febrero, a medida que cada vez más espacios públicos empezaron a colapsar por la llegada de los venezolanos, el gobierno brasileño tomó la medida sin precedentes de asignar a los militares el control de la respuesta a la crisis de refugiados.

“No hay un paralelo histórico para esto”, dijo el coronel Evandro Kupchinski, portavoz de la fuerza especial, mientras el personal militar limpiaba un estadio que había sido tomado por los venezolanos y que ahora preparan para convertirlo en un refugio oficial. “Estamos pensando en e implementando soluciones sobre la marcha”.

Fotografía de Mauro Pimentel para AFP

Desde febrero, en colaboración con las Naciones Unidas, el Ejército brasileño ha construido refugios temporales con tiendas blancas y espaciosas en toda la ciudad. Para fines de mayo espera contar con once refugios con capacidad para unas 5500 personas.

Luego de vacunarse y registrarse en uno de los albergues, los venezolanos pueden solicitar el reasentamiento en las ciudades más grandes de Brasil, adonde son trasladados en aviones militares. Pero es un proceso lento debido a restricciones financieras.

La ONU le pidió a los donantes internacionales que aporten 46 millones de dólares para enfrentar la crisis durante el resto de este año; hasta ahora solo ha recaudado un seis por ciento de ese objetivo.

Una mañana reciente, Mercedes Acuña, de 50 años, habló sobre estar entre las primeras personas admitidas en uno de los refugios oficiales, razón por la cual se dijo bendecida. Llegó a Brasil hace dos meses, y aún luce muy delgada después de momentos de angustia que la llevaron a unirse a las muchedumbres en Caracas que espigan los basureros para buscar comida desechada.

Acuña dijo que solo siente gratitud por los brasileños que la ayudaron y entiende a quienes dicen que es hora de cerrar la frontera. “Todos estamos sufriendo necesidades”, dijo. “Pero su país está siendo invadido”.

En el Hospital General de Roraima, el director, Samir Xuad, dice que la población diaria de pacientes ha aumentado de 400 a 1000 en los últimos años.

La carga laboral ha aumentado tanto que algunos de sus empleados terminan enfermándose, según Xuad, quien agregó que había perdido más de nueve kilogramos debido al estrés. Comenta que se han agotado los suministros médicos básicos, como jeringas y guantes, y durante los períodos más críticos, las camillas de los pacientes son tantas que terminan alineadas hasta en los pasillos.

“Tratamos de hacer magia”, dijo Xuad. “Pero es difícil”.

El médico explica que los residentes de Boa Vista se han vuelto temerosos de la delincuencia y desconfían hasta de las turbas de lavadores de ventanas que se le acercan a los conductores en los semáforos.

“Roraima era un lugar donde podías dormir con la puerta abierta por la noche”, dijo. “Ya no es así”.

Fotografía de Mauro Pimentel para AFP

Un sector residencial se ha convertido en una suerte de distrito rojo que está en constante expansión por la cantidad de mujeres venezolanas que trabajan como prostitutas ahí.

En una tarde reciente, poco después del anochecer, tres mujeres jóvenes estaban de pie en una esquina oscura de la calle, mirando los automóviles y las motos que pasaban.

Ahí se encontraba Camilla Suárez, de 23 años, quien hasta hace unos meses trabajaba en un salón de depilación en Caracas. Cuando la comida empezó a escasear, Suárez, que tiene un bebé pequeño, pensó que tenía más posibilidades de poder mantener a su hijo y a sus padres trabajando en Brasil.

“Sabía que a las mujeres brasileñas les gusta que las depilen”, dijo.

Sin embargo, dijo que mientras caminaba por Boa Vista durante sus primeros días, en busca de trabajo, le cerraron todas las puertas.

Pronto, el trabajo sexual se convirtió en su último recurso para mantenerse a flote financieramente y, de vez en cuando, poder enviarle dinero a sus familiares.

“Aquí hay abogadas y enfermeras entre nosotras”, dijo Suárez.

Para reunir fuerzas, ella y sus compañeras de cuarto tienen un ritual para lidiar con un trabajo que les parece insoportable.

“Nos unimos para ser más fuertes mentalmente”, dijo, “para no deshacernos en llanto”.

En un buen día, cada una gana el equivalente a 90 dólares. Eso cubre el alquiler de la habitación que comparten y la comida durante una semana, más unos 30 dólares para enviar a casa.

“Con eso, mi familia puede comer bien durante tres días enteros”, dijo con orgullo. “Y quiero decir bien. Desayuno, almuerzo y cena”.

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Este texto fue publicado originalmente en The New York Times en español.


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