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Ese domingo desenterraron a Miguel. El curador que cuida los anales de las memorias permitió que abrieran su tumba con la excusa de una pretendida nueva guirnalda, que resultó en infundado homenaje a su posteridad. Y allí está, sigue en Wikipedia. Nadie protestó, los pocos que lo advirtieron apenas esbozaron un medio mohín de qué bolas tienen los españoles.
Su esquela mustia, de apenas dos cuartillas y una foto invertida que lo presenta como si también hubiera sido zurdo de mano hábil, fue alterada el 18 de febrero de este año, cuatro días después de que un reportaje publicado en El País de Madrid le convirtiera en partícipe de las Brigadas Internacionales que intervinieron en la guerra civil española, hace ya 85 años.
No hubo que hacer como Oscar Marcano en su novela Los inmateriales, que encontró en los bares de París el manuscrito de un pintor venezolano que nunca quiso que se supiera de su existencia. Preguntémosles a Andreu Castells, a Paul Preston, a Gino Baumann, a Remi Skoutelsky, a Alejo Carpentier, a Sanoja Hernández, o a cualquier otro memorialista, si el periodista y escritor venezolano Miguel Otero Silva había estado en el frente de batalla o en la torre de Telefónica, en Gran Vía de Madrid, donde se instaló el cuartel general de los corresponsales extranjeros que fueron a cubrir esa guerra de los 540 mil muertos. El único que en tantos años ha dicho que sí, como si le hubiera visto en la barra del hotel de enfrente departiendo con rusos, ingleses y franceses, es el periodista de El País Jesús Ruiz Mantilla.
Ni como combatiente ni como periodista, Miguel Otero Silva estuvo en España en esos 24 meses trepidantes (36-38) en que las Brigadas Internacionales actuaron. Fueron 35 mil, llegados de todo el mundo, de los cuales, según cálculos dispares, apenas 2.500 eran latinoamericanos, procedentes especialmente de Cuba, Argentina y México. De los venezolanos, las cuentas suben y bajan, desde un pico de 149 (Castells) hasta solo 25 (Baumann).
De los periodistas no se encuentra ningún rastro, a menos que se considere como tal un suelto de la publicación El mono azul de Madrid, en el que se indica que el representante de la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV), Carlos Oteyza (no confundir con el cineasta del mismo nombre), enviaba a Caracas reportes ocasionales sobre el desarrollo de la contienda.
Ilsa Kulcsar, la austríaca que se desempeñó como traductora asistente de los periodistas extranjeros en España durante la guerra, en ningún momento refiere en su libro Telefónica que algún venezolano hubiera pasado por esa torre de Gran Vía, el rascacielos que sirvió de puesto de mando y de atalaya republicanos. Desde el piso 4, era la responsable de la censura, del registro de corresponsales, decidía lo que se diría y se despachaba, habilitaba los telégrafos y los teletipos, denegaba el paso a los anarquistas y a supuestos espías, seguía a ciegas las pautas de Moscú, era constante en la directiva de no dejar filtrar nada que no favoreciera su presentida victoria republicana, y de paso era amante de Arturo Barea, el jefe supremo del servicio de información de la República, quien más tarde publicó una celebrada trilogía bajo el título de La forja de un rebelde.
Ilsa Kulcsar publicó en forma de folletón sus crónicas en el periódico austríaco Arbeiter Zeitung en 1949, y el compendio de su trabajo tras bastidores finalmente fue presentado por primera vez en español el 17 de septiembre de 2019, precisamente en un acto muy florido en la misma torre de Telefónica. Allí le escuché decir a la periodista Elvira Lindo, que de siempre ha escrito en El País, que “este edificio es el resumen del mundo”.
La guerra civil era revuelo, castañeteo de cualquier idea libertaria, en una España que se había partido en dos cuando los generales Emilio Mola y Francisco Franco iniciaron la sublevación para derrocar a la República elegida democráticamente. En América era canto de gónadas, también. Los mejores intelectuales se batieron por ella, desde las gradas del voceo y la solidaridad. Los más ilustres estaban a favor de la República, como en Europa se volcaron a su empuje. De allí surgieron Hemingway como novelista y George Orwell como combatiente en las filas anarquistas.
En julio de 1937 se realiza el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, celebrado a zancas en Valencia, Madrid, Barcelona y París. Visitan el frente, dictan conferencias, quieren tocar el cielo con las pupilas saltonas que dicen mucho por dentro. Ningún venezolano está allí. Los cubanos sobresalen: Guillén, Marinello, Pita Rodríguez, Carpentier. Neruda, por Chile. Vallejo, por Perú. Paz, por México.
A criterio de Gino Baumann, hijo de suizo que se ha ocupado de seguir la pista a los brigadistas durante la guerra civil, “en general, la participación de latinoamericanos en los dos lados era de poca importancia militar ya que representaba una minúscula cantidad de soldados y oficiales involucrados en la guerra. Sin embargo, eran un símbolo de la solidaridad internacional de los países de habla hispana, con su efecto moral y propagandístico”. Lo dice en su obra Los voluntarios latinoamericanos en la guerra civil española, publicada en 2009.
La información es escasa. Andreu Castells señala una participación de 149 venezolanos en las Brigadas. Según sostiene, de ellos, 17 murieron, 15 desaparecieron hechos prisioneros o desertaron; 61 fueron heridos recuperables y uno irrecuperable. Sobrevivieron al final de la guerra 113 hombres.
“Sin embargo, dice Baumann, se duda mucho de que hubiese tantos. No se han encontrado referencias de combatientes, ni en entrevistas, ni en libros, revistas o periódicos, con la excepción de unos pocos”.
¿Dónde está Miguel?, lo buscaban por los rincones. El Sexteto Habanero había grabado un son que se tarareaba mucho en el Caribe:
Las mujeres y los gatos
son de la misma opinión;
Teniendo la carne en casa
salen a buscar ratón…
Bururú, barará, ¿dónde está Miguel? (Coro)
Entre 1976 (con motivo de la celebración de sus 50 años de actividad periodística) y el 28 agosto de 1985 (fecha de su deceso), mantuve contacto con MOS en Caracas, y nunca le escuché mencionar que en su alma morara alguna muesca de la iberia en llamas.
En diciembre del 35 Juan Vicente Gómez había dejado este mundo y en el 36 los exiliados comenzaron a regresar, MOS entre ellos. Era la hora de lo que llamaban “construir partidos”, y en el 37 ya estaba en la conferencia que dio formalidad al Partido Comunista de Venezuela. Atrás habían quedado el llamado Asalto a Curazao y la pretendida invasión por la Vela de Coro en 1929, con Gustavo Machado y Rafael Simón Urbina. Aparece Aquí está y más tarde El Morrocoy azul, mucho antes de fundar El Nacional, en 1943.
Para su investigación documental, Gino Baumann envía una carta a Miguel Otero Silva, en la que trata de averiguar si había formado parte de las Brigadas Internacionales. MOS responde el 9 de septiembre de 1977: “La guerra civil española estalló seis meses después de la muerte del tirano venezolano Juan Vicente Gómez, justamente cuando todos los exiliados venezolanos habían regresado a su patria y estaban comprometidos intensamente en la lucha política nacional. De no haber sido así, indudablemente que muchos de esos exiliados se habrían incorporado a las filas del Ejército Republicano español, entre ellos yo mismo, ya que fui uno de los que regresó a Venezuela a la muerte de Gómez”.
“Igualmente que usted, y que los señores Pompeyo Márquez y Jesús Sanoja Hernández por usted consultados, no tengo conocimiento sino de dos venezolanos que participaron en esa guerra civil, Víctor García Maldonado y Oscar Pantoja Velázquez, que fue asesinado por los fascistas. García Maldonado está vivo todavía y trabaja como constructor en Venezuela”.
Así vamos con Wikipedia, que a veces acepta añadir datos falsos a las biografías, y con importantes medios que, al no verificar los hechos, dejan que se cuelen errores que a la postre permanecerán en los obituarios.
En Casa muertas, la novela que en 1956 le valió a MOS el Premio Nacional de Literatura, Carmen Rosa pregunta y Sebastián responde:
—¿Usted es de Parapara de Ortiz?
—No hay Parapara de Ortiz. Hay Parapara de Parapara.
“Era una reminiscencia de la antigua rivalidad entre ambos pueblos, un decir jactancioso de cuando Ortiz tendía su manto protector sobre las poblaciones vecinas”, zanja MOS en su novela. Era un pleito de vecinos que ya dura doscientos años. Desde antes de 1823 le decían Parapara de Ortiz. Los paraparences siempre se negaron a la reverencia y la genuflexión. Veinte años después, luego de negociaciones por linderos, se consagró en los anales catastrales que Parapara era Parapara y Ortiz era Ortiz. Pero aún al pueblo se le sigue llamando Parapara de Ortiz. Ese rencor permanece, y hace sangre incluso cuando entrambos juegan a los gallos.
Así también. No hubo ningún Miguel Otero Silva en aquella guerra cruel, a la que cada cierto tiempo se le añaden flecos espectrales.
Víctor Suárez
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