Entrevista

Miguel Ángel Campos: “La clase media no hizo su tarea”

11/12/2022

Miguel Ángel Campos retratado por Gipsy Rangel | RMTF

Un lugar que estuvo olvidado por más de 60 años, del que apenas se acordó un viejo pescador de la costa oriental del Lago de Maracaibo, en una reseña periodística. Un alcalde trató de hacer justicia, construyendo una plazoleta conmemorativa. No hay nada que dé cuenta de un suceso que debió estremecer al mundo, ni en la sociología, ni en la política ni en la cultura. Ese lugar es El Barroso, un yacimiento petrolero que estalló el 14 de diciembre de 1922, hace exactamente 100 años. ¿Qué ha pasado de esa fecha al momento actual? De eso se trata esta entrevista con Miguel Ángel Campos*.

En su ensayo, El Barroso, una biografía inconclusa, Campos demuestra, después de una larga inmersión en documentos, publicaciones y testimonios, el suceso que vino a cambiar a Venezuela en muchos sentidos o en todos los sentidos, incluso. De ese hecho, además, hay un testigo incontrovertible e irrefutable, Henri Pittier, quien escribe: “Yo vi el chorro el día 21 de diciembre, desde El Carmelo, en la margen opuesta del lago, de donde simulaba una pluma de avestruz puesta verticalmente”. Entre 850.000 y 900.000 barriles fluyeron durante nueve días. Un hallazgo que debió ser una noticia planetaria. La Shell, en 120 años de exploración petrolera, no ha dado con un gigante como El Barroso.

“No he escuchado ni he visto avisos de que se tenga previsto una conmemoración de esta fecha”, dice Miguel Ángel Campos. De la desmemoria y del olvido estamos hechos los venezolanos. El autor de la crónica, sin embargo, no la pasará por alto. “Esa mañana me preparo un café, prendo mi carro y me voy para Cabimas. Yo voy a estar allá unas horas, en El Barroso, donde está el hito. Espero saludar a alguien”.

En su ensayo sobre “El Barroso” incorpora la geografía a su relato, recordé las novelas de Rómulo Gallegos. ¿Por qué hizo énfasis en la geografía del estado Zulia?

A mí me parece que la geografía del petróleo en Venezuela tiene una categoría estética, pero no se ha profundizado en eso, ni siquiera se lo ha visto. Briceño Iragorry dice, en algún lugar, que el drama del venezolano es que no tiene sentido del paisaje. Es decir, el horizonte que lo rodea no está percibido ni psíquica ni ontológicamente. El paisaje es más que un lugar, es un sentimiento. Es una ubicación en el país, pero también en el cosmos, ¿no? Un sentido de que hay sol, de que hay lluvia, de que hay humedad, montañas, vegetación, eso es cósmico. Yo pienso que él (Briceño Iragorry) pensaba en eso. A mí, de niño, el paisaje petrolero me aturdía un poco, porque yo veía, en el campo trujillano, en Motatán, la vegetación floreciente, nada la oprimía, pero cuando la veo todo negro en la costa oriental del Lago de Maracaibo, eso me impresionó.

El Barroso, advierte, es “un lugar olvidado por 60 años, nadie sabía dónde estaba el lugar”. En ese sentido, tu ensayo es un alegato contra el olvido.

Allí tenemos un gran testigo, que es Henri Pittier. Eso es extraordinariamente importante. Cuando me dispuse a producir esa crónica, me dije el punto de partida es el viaje de Pittier que, no por casualidad está allí de manera aleatoria, porque Pittier iba en una comisión de límites a Colombia. Se retrasa unos días y la promesa es que los alcanzará, nunca los alcanzó. Se quedó y publicó su libro Exploraciones Botánicas en la Cuenca del Lago de Maracaibo. Pittier es espectador del estallido del Barroso, el vio el chorro de petróleo desde la ribera opuesta, como la pluma de un ave, el hilo vertical de 60 metros y cuando él llega a Cabimas, el día de nochebuena (24 de diciembre de 1922), claro, es un botánico haciendo balance, el apocalipsis, todo aplastado, sumergido por el petróleo: una vegetación, un paisaje, una geología, un ordenamiento natural. Hay una sensibilidad allí y Pittier dice cosas muy interesantes. Por eso la presencia insistente del paisaje que notaste en la crónica.

La novedad, el petróleo, va a impactar en toda Venezuela y, particularmente en el Zulia, pero no hay servicios ni infraestructura, los hoteles y hospedajes de Maracaibo, totalmente copados, creo que por largo tiempo. No hubo capacidad de reaccionar.

Lo que ocurre con El Barroso, es un desembarco en los términos más elementales. Una población de obreros, de ingenieros, de gerentes, tomando por asalto un territorio, prácticamente, vacío, donde está el petróleo fluyendo y hay que acopiarlo, hay que sacarlo y explotarlo. El impacto no fue tanto en el lugar, en la zona geológica de los yacimientos, como en Maracaibo. La ciudad colapsa y triplica su población en diez años. El impacto es urbano y le da una impronta definitiva a la ciudad hasta el día de hoy, desde la arquitectura de lo que queda hasta la forma en que fue demarcada la ciudad. El abastecimiento de alimentos se hace insuficiente y el comercio vive unos días de absoluta prosperidad, porque todo lo que se ponía ahí se vendía. Pero es un conjunto de relaciones novedosas que van más allá de la economía. Y el punto de partida es El Barroso, 14 de diciembre de 1922. Fue una noticia que estremeció al planeta, los venezolanos no hemos podido entender eso todavía. Y luego Cabimas que pasa de ser un caserío a una muchedumbre, donde no hay servicios ni regulaciones de ningún tipo. Sobre la marcha, la explotación petrolera, en su expresión más básica, va produciendo unos criterios de asentamiento, de consumo, de interrelación con los campesinos, con los pescadores de la ribera y también va produciendo una valoración de la tierra, por eso Pittier es importante. Es decir, la tierra ya no es el horizonte arcaico sino un horizonte fabuloso de la riqueza y los campesinos se tranzan con esa realidad, venden parcelas al margen de la legalidad, porque eran ejidos.

La primera instalación petrolera fue un rancherío que le alquilaron a un pescador en la ribera oriental del Lago. Tal era la insuficiencia de servicios que los peones iban a descansar, de turno en turno, en camas que no se enfriaban. En medio de esas dificultades, las empresas petroleras construyen los campos y eso da pie para que se construya el imaginario del petróleo. ¿Qué reflexión harías sobre este planteamiento?

Ese imaginario, evidentemente, está sustentado con una manera de entendimiento, unos hábitos, unos valores que han ido apareciendo, un estilo de vida. Es lo que utiliza la literatura del petróleo para producir símbolos y darle forma a aquello: desde la novela de Ramón Díaz Sánchez, Mene, hasta el cuento fabuloso de Gustavo Díaz Solís, El arco secreto, un cuento enteramente petrolero, donde la palabra petróleo no aparece por ningún lugar, pero tú sientes la opresión del campo petrolero. Una obra maestra. Pero sí, yo diría que ese imaginario se forma rápidamente, porque lo que condiciona más al sujeto es el consumo, relacionarse con las realidades materiales. El entendimiento viene después, pero lo que ves, en primera instancia en la narrativa del petróleo, es la transformación de un orden de convivencia, de un paisaje, incluso hay otros sonidos –la maquinaria en marcha- que se hacen característicos y eso modela la visión del petróleo que encontramos en la literatura. Ocurre después, con El señor Ravel, una novela distinta, la antinovela del petróleo, porque está viendo no los procesos que se están verificado, digamos, a la vista, sino hacia donde va aquella dinámica de relación con el poder, la economía produciendo un modelo de bienestar, el problema de las virtudes, la moral, la corrupción. Esa novela es del año 1934 y para entonces sólo podemos hablar de las relaciones entre los petroleros y el gomecismo, a través de sus mediadores. Después vendrá, efectivamente, esa idea del petróleo perverso, que está en el imaginario del venezolano. Así que la novela de Miguel Toro Ramírez, El señor Ravel, es admirable, por ese sentido profético y ese olfato agudo para ver hacia dónde se va a conducir esa relación, que ya no era para nada idílica ¿no?

Miguel Ángel Campos retratado por Gipsy Rangel | RMTF

En otro de sus escritos cita a María Sol Pérez Schael-Fihman cuando dice: “Independientemente del juicio literario, la importancia de la novela de Toro Ramírez es sociológicamente crucial: su personaje es el pícaro nacional, ese venezolano ladino…”. Es una versión distinta de ese imaginario. ¿Podría agregar algo con relación a esa aseveración sociológica?

Para empezar, la escenografía de esa novela es muy interesante, porque transcurre en una habitación, en una oficina. No nos hemos dado cuenta de que ese autor es el primero que dimensiona un espacio y lo convierte en un horizonte, digamos, de interpretación de lo petrolero, desde una alteridad de una conversación. Se habla del país, se habla de la riqueza, se habla de los negocios, de lo que se va a hacer, pero todo transcurre en una oficina, como horizonte, como paisaje, como expectativa material. En esa medida es un realismo muy interesante, novedoso. Evidentemente, la cultura del petróleo empieza por la economía y termina en la sociología, pasando por la antropología, eso es así de palmario. Lo importante es estudiar cómo ese condicionamiento se produjo. El condicionamiento de una sociedad agraria, conservadora, atrasada en muchos sentidos, se instala en una relación de intercambio con un agente absolutamente remodelador no sólo en lo económico, repito, sino en la expectativa de las visiones del mundo, las relaciones de consumo, el concepto del bienestar que aparece con el petróleo. Entonces, eso supone que la sociedad se está transformando con un paradigma de lo real social que llega hasta hoy. La novela venezolana lo muestra, lentamente, pero el caso de El Señor Ravel es una especie de anticipación casi violenta, a través de la percepción de Miguel Toro Ramírez, de quien no sabemos mayor cosa, ni siquiera hay una biografía de él.

¿Qué podría agregar sobre el antecedente y las relaciones de poder que percibe Toro Ramírez? Creo que hay una línea abierta por donde se filtra la corrupción y los conflictos posteriores entre el poder político y quienes manejan el negocio. ¿Hemos regresado al esquema relacional que percibió Toro Ramírez?

Es el día de El señor Ravel en su grado extremo. Efectivamente, esa novela pone en cuestión una visión que era muy del momento. Sobre todo, una visión del costumbrismo, del criollismo, del gringo que toma por asalto las riquezas nacionales, el extranjero que actúa con malicia que está en la novela de Gallegos, Mr. Danger, y el venezolano, digamos, generoso, el habitante amoroso de una tierra y de un paisaje profundamente provinciano. Eso lo pone en cuestión la novela de Toro Ramírez. Ya los buenos están aquí y los malos están allá. No, todo se confunde, porque el efecto de la riqueza, efectivamente, es un efecto venal y está vinculado al poder. Entonces, la novela sospecha de eso. Desestima esa especie del gringo malo y el venezolano bueno y plantea una relación de uso y aprovechamiento, en la que el nacionalismo es puesto a un lado. En ese sentido, la novela se sobrepone al cliché, a la opinión y al sentido común dominante y entra en conflicto con el discurso de una realidad.

Justamente, una de las vetas de donde el populismo abreva es la supuesta pureza del pueblo. La supuesta virginidad del pueblo. El pueblo adánico. Vemos a buena parte de la literatura reflejando esa característica. ¿Cómo crítico, como escritor y pensador, no encuentra una vinculación ahí?

Políticamente hablando, el populismo tiene unas raíces que, efectivamente, pasan por la exaltación del pueblo. El pueblo postergado. Pero antropológicamente, el populismo se funda en lo que sería el culto a lo telúrico, a la tierra dolida, pero construye una realidad muy inmediata, casi circular, donde se hacen recaer una serie de elementos virtuosos de lo popular y de lo nacional. El petróleo estremece eso y plantea un entendimiento de lo acomodo de lo social popular, mediado por la novedad que representa la explotación del petróleo. Pero en términos de intercambio, lo popular tiene que integrarse a una realidad marcada por lo internacional, a través de la economía y debe valorar lo que sería la riqueza desde otro horizonte. Lo popular ya no está solo, está con la sociedad de consumo, con la ciencia y la tecnología, con el fin de los nacionalismos. Esa nueva realidad hace pedazos cualquier populismo, independientemente de que lo sigan usando para retener el poder los gobiernos, llámense chavistas o no.

¿Por qué conjuga los verbos en presente, si en su ensayo veo claramente que los venezolanos no pudimos resolver lo que la novedad nos planteaba? Lo intentamos, aclaro, con resultados exitosos, pero también con fracasos, así mismo, creo que el momento actual desdice de ese proceso. Tal vez no hubo persistencia. ¿No estamos viviendo una regresión que, además, parece no tener fin?

El asunto no fue resuelto ni está resuelto. Es decir, el impacto cultural del petróleo ha debido servir para reinterpretar los esquemas de la sociedad: la convivencia, las relaciones con el poder, no sólo con el poder público sino con el concepto de bienestar. Todo eso debió ser remodelado para integrar elementos menos elementales, menos básicos, menos primitivos. Eso no ocurrió. Eso lo ha podido producir el petróleo. Pero la sociedad, a través de su clase media, debió hacer esa tarea. No se hizo. La clase media siguió el horizonte de la economía. El concepto de bienestar, por ejemplo, no puede limitarse a tener la nevera full, cuatro carros en el garaje y cuentas bancarias. El concepto de bienestar debió ser fecundado con elementos de expectación distinta: estabilidad política, el ejercicio de la justicia, arte, cultura. Eso no ocurrió y actualmente hay menos posibilidades de que eso ocurra.

Voy a discrepar. En todo caso, es un punto de vista. En Venezuela hubo estabilidad política entre 1959 y 1983, hubo ejercicio de la justicia, si no a plenitud, en otras circunstancias políticas. Nunca oí a un abogado, por ejemplo, decirme “ya tú sabes dónde estamos” para recordarme que el autoritarismo y la arbitrariedad es la norma que nos rige, ni conocíamos la incertidumbre como la que hemos vivido en estos años.

La lista que acabas de hacer es absolutamente real, corresponde a los logros institucionales de una sociedad que mantenía un ritmo, a través de elementos que son identificables: renta petrolera, educación y consenso político, eso produjo lo que tú estás diciendo, casi la regularidad de una sociedad en sus usos y su entendimiento con el futuro. Claro que lo tuvimos. Pero son momentos casi inerciales. No correspondían a un prospecto real que tuviera la sociedad para asegurarse el futuro. ¿Cuál fue el resultado? El entendimiento de los negocios públicos con la renta petrolera y los elementos muy básicos y primitivos de la democracia. La democracia era consenso electoral y renovación de los poderes públicos cada cinco años. No, no. La tarea de las clases medias era elevar la educación a un concepto de transformación de la sociedad. El estado de derecho y la justicia tenían que aparecer. Aquí tenemos un dato interesantísimo: la destitución de un presidente por mecanismos constitucionales. Pero es un hecho casi pintoresco, porque era producto de una retaliación interna entre los partidos políticos. No era la expresión real del sentido de justicia que había definido la sociedad. Hoy podemos hacer el contraste mucho más doloroso. No solamente desaparecieron esas expresiones, sino los instrumentos mediante los cuales esas expresiones eran posibles: la justicia, la educación y el sentido de alteridad. De eso nadie habla, pero el sentido de alteridad de la sociedad venezolana está desaparecido.

No dijo nada sobre la memoria y el olvido.

Es que eso duele mucho, Hugo.

***

*Motatán, estado Trujillo (1955). Sociólogo (Universidad del Zulia). Ensayista, autor de múltiples publicaciones. Su trabajo ha merecido reconocimientos (premio de ensayo de la Primera Bienal de Literatura Mariano Picón Salas y Premio Fundarte de Ensayo Literario, 1994). Ha publicado Tonos, 1987, La imaginación atrofiada, 1992, Las novedades del petróleo, 1994; Desagravio del mal, 2001, Incredulidad, 2009, La fe de los traidores, 2010.


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