Imagen referencial. Fotografía de Neta Bartal | Flickr
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Es inevitable pensar en la muerte cuando escuchas cuatro disparos a tu espalda. Corríamos por el monte cuando sentimos los pasos. Se acercaban. Más tiros. Intentamos escapar pero no podíamos más. Volteamos y los vimos llegar. Todos estaban armados.
Ese día era nuestro aniversario y comenzaban nuestras vacaciones. Decidimos celebrarlo con un viaje a Margarita. Yo prefería viajar en avión, pero no podíamos gastar mucho. Decidimos hacerlo en el carro de Julio, un Aveo azul que nunca fallaba.
Sabíamos que había bandas armadas en la vía a oriente, así que salimos de Caracas a las 10:00 de la mañana con destino a Boca de Uchire, en Anzoátegui. Pasaríamos la noche en casa de la familia de un amigo para tomar el ferry en Guanta la mañana siguiente. Éramos periodistas y trabajábamos en el mismo periódico. Teníamos 24 años. Julio cumpliría 25 al día siguiente. Era el 28 de septiembre de 2015.
Hacía más de un año que no salíamos de Caracas, así que no conocíamos la nueva autopista Gran Mariscal de Ayacucho. Nuestros amigos nos dijeron que solo había que seguir el camino. Pusimos el GPS en el celular.
Llegamos al final de la autopista y, aunque la vía estaba terminada, no había carteles con indicaciones para llegar a Anzoátegui. Había dos caminos. Yo quería seguir por la vía de la izquierda, pero confiamos en el GPS que nos mandó a la derecha.
Entramos en un camino estrecho, con muchas curvas y grupos de tres o cuatro casas de colores con gente sentada a la entrada. Teníamos los vidrios arriba y la gente se nos quedaba viendo al pasar.
A medida que avanzamos, vimos menos casas. Me dio miedo y pedí a Julio regresar. El GPS mostraba que era un camino paralelo a la Troncal 9, un atajo de 9 kilómetros. Ya habíamos recorrido 6, así que decidimos seguir. Pero el camino dejó de ser de asfalto y cuando rodamos sobre tierra nos quedamos atrapados en el barro. Julio se bajó asustado a levantar el carro, yo me puse al volante para meter reversa. Cuando lo logramos, volví al puesto del copiloto y Julio a manejar. Dimos la vuelta.
Logramos volver al asfalto y justo en ese momento los vi. Cinco o seis hombres salieron del monte y corrieron hacia nosotros. Morenos, delgados, con camisetas, shorts y en cholas. Tenían armas largas. Uno de ellos levantó la escopeta hacia el carro y disparó tres veces.
Nos agachamos. Le pedí a Julio a gritos que los atropellara, pero el instinto de Julio fue retroceder y acelerar a fondo. Huíamos al sitio de donde queríamos salir. Los perdimos en una curva y rodamos suficiente para alejarnos, pero Julio perdió el control del carro y caímos a un lado del camino. El carro quedó inclinado y, aunque intentamos varias veces, no pudimos sacarlo del barranco. Nos miramos el uno al otro, asustados.
—¿Qué hacemos? –preguntó Julio.
—Correr –respondí.
Agarré mi cartera y corrimos hacia los árboles. Apenas habíamos dado diez pasos cuando Julio pisó un tronco hueco y se hundió hasta la rodilla. Se hizo una cortada profunda en la pierna y se dobló el tobillo. Le dolía apoyarlo. Me quité las zapatillas. Eran incómodas y necesitaba correr más rápido para abrir camino.
Era un monte muy denso. Apartaba las ramas con las manos. Cuando me tropezaba con los árboles sentía que las puyas de sus troncos se clavaban en todo mi cuerpo. Mi cabello, largo hasta la cintura, se quedaba atrapado en las ramas. Lo arrancaba para seguir.
Julio sangraba y yo estaba agotada. Dejamos de correr. Necesitábamos un plan. Saqué mi teléfono. Tenía señal. Era la 1:00 de la tarde. Llevábamos una hora escapando.
—Coño, Luisa, no es ni mediodía, podemos sacar el periódico solos. Agarra tus vacaciones –me dijo Francisco, mi jefe, cuando atendió su celular.
—Pancho, nos están persiguiendo. Nos salieron unos tipos en la vía, chocamos el carro, estamos corriendo en medio de la nada.
Silencio. Pasaron varios minutos y escuché la voz de Batita, la coordinadora de la web.
—¿Dónde estás?
—Al final de la autopista Mariscal de Ayacucho a la derecha, seis kilómetros adentro.
—El jefe de seguridad va saliendo. Los vamos a sacar.
Éramos amigos desde el colegio. Los dos se quedaron en la oficina de Francisco y mantuvieron el secreto. Si nos secuestraban, salir en las noticias podría hacer que pidieran un rescate más alto o fueran más violentos.
Llamamos a la familia de Julio y a una de mis primas, Yurima. No quise llamar a mi mamá. No quería que su último recuerdo fuese mi voz llena de miedo.
Yurima estaba manejando en Caracas cuando recibió mi llamada. Arrancó apenas escuchó lo que pasaba y no frenó hasta Caucagua, donde se encontró con una alcabala de la Guardia Nacional Bolivariana y contó a un efectivo lo que estaba pasando.
Escuchamos el motor del Aveo a lo lejos. Parecía que intentaban sacarlo del barranco. Volvimos a correr. Sonó mi teléfono. Era un funcionario de Polimiranda, que sonaba tan preocupado como estaba yo. Me dijo que conocía nuestro caso y nos iban a rescatar. “Sigan corriendo que vamos en camino”, aseguró.
Atendí otra llamada. Era una periodista de sucesos, amiga de los dos. “Lu, ya saben dónde están. No los pueden sacar. Es una Zona de paz. La policía no puede entrar”. Tranqué sin entender del todo lo que eso significaba.
Una nueva llamada del policía. Estaban entrando a un sector en el que creían que estábamos.
—¿Me escuchas? Vamos a disparar dos veces.
—Estamos entre las matas. Cuando veamos la patrulla salimos a la vía.
—Vamos a disparar.
Escuché dos disparos por el teléfono. Detrás de nosotros escuchamos cuatro.
Sonaron pasos, pisotones sobre ramas y más detonaciones. Nos estaban alcanzando. Comenzamos a correr con mayor desesperación. Tiré mi cartera, me pesaba demasiado. Pero con cada paso sentía más las puyas en los pies, las cortadas en los brazos. Escuchamos voces. “Maldita sea que nos hicieron correr dos horas. Los vamos a matar”.
Volteé y los vi llegar entre los árboles. Conté siete. Uno de ellos tenía mi cartera.
A Julio le dieron un cachazo con la culata de una escopeta, a mí me empujaban y me hacían correr. Íbamos en fila: tres adelante, yo de cuarta, otros tres me separaban de Julio, que casi cerraba la formación. Miré el teléfono antes de entregarlo. Eran las 2:00 pm. Cuando salimos del barranco vimos el Aveo a unos 200 metros. Habíamos corrido en círculos.
Nos arrodillaron. Pegaron nuestras cabezas al asfalto. Estábamos uno frente al otro. Yo sentía el cañón de una escopeta en la sien derecha y veía la cara de Julio, también lo estaban apuntando. Escuché un chasquido y cerré los ojos.
Pasé un tiempo infinito con los ojos cerrados, hasta que sentí que quitaron el arma. No había terminado de abrirlos cuando me halaron y me pusieron una capucha.
A empujones me montaron en el asiento de atrás de un carro. Julio ya estaba allí y me agarró la mano. Dos hombres se sentaron en los extremos y cerraron las puertas. Adelante, uno manejaba y otro iba de copiloto. En la radio sonaba “Guasa Guasa” de Tego Calderón. Subieron el volumen y cantaron todo el recorrido. A mí no me tocaron, pero Julio me dijo después que le pusieron el cañón de una pistola en la cabeza y sonaban el gatillo.
El carro se detuvo después de varios minutos. Nos bajaron y quitaron las capuchas. Había 12 hombres armados a nuestro alrededor. Estábamos en un camino de tierra, rodeados de monte y árboles.
—No te preocupes, nosotros no violamos mujeres. Nosotros lo que queremos es dinero –me dijo el que parecía el líder.
Era moreno y gordo. Vestía un short rojo y unos mocasines Polo color avellana, los mismos que yo le había regalado a Julio el año anterior. Ya se habían repartido las cosas de su maleta.
—Nuestras familias no tienen dinero –respondí con calma, pero aguantando las ganas de llorar.
—Entonces se van a morir –respondió, sin inmutarse.
Mi susto iba creciendo.
—Ya va, nosotros no tenemos plata, pero tenemos amigos. Podemos reunir. ¿Cuánto quieren?
—Un millón, cada uno.
—Imposible. Es demasiado dinero y los bancos cierran en una hora. Creo que podemos reunir 500.000 bolívares. Por los dos. Déjame llamar a alguien –me arriesgué.
Me dio el teléfono y llamé a mi prima Yurima. Yo estaba regateando y no tenía idea de cuánto dinero podría pagar ella. Así que recé porque ofreciera una cifra similar.
En Caucagua, Yurima trataba de convencer a un guardia nacional para que las acompañara a rescatarnos. Ella estaba con su hija mayor. Sonó el teléfono.
—Yuri, es Luisa. Estás en altavoz. Nos agarraron. Quieren dinero. Te prometo que voy a trabajar toda la vida para pagártelo, pero necesito que me hagan el favor y paguen el rescate.
—¿Tú eres loca? Claro que sí. Pasa el teléfono.
Entregué el celular y me senté a un lado, en una piedra enorme. Me dolía todo el cuerpo, especialmente los pies, que estaban ensangrentados e hinchados. Tenía astillas por todas partes. El jefe dio la orden de que me pusieran unas cholas. Otro de ellos se sentó a un lado y comenzó a sacar palos enredados en mi cabello. No quería que me tocara, pero me peinó mientras el jefe discutía con mi prima.
Le pidieron el millón de bolívares que yo dije que no teníamos. No sabemos si fue suerte o milagro, pero Yurima ofreció la misma cantidad que yo. Ella tampoco sabía cuánto podía pagar. De hecho, cayó en cuenta de que no le había avisado a nadie lo que pasaba, ni a su esposo.
El jefe y otros tres se quedaron en la vía hablando por teléfono con mi prima. Me quitaron mis tarjetas y nos mandaron a un monte con el resto, el grupo de los más jóvenes. Por un lado nos pasaron tres hombres con sacos de cacao y machetes en las manos. “Ya saben cómo es esto, váyanse de aquí”, les dijo el que nos guiaba. Los trabajadores nos vieron de reojo y siguieron.
Nos detuvimos entre varios árboles y troncos recortados, al borde del cauce de un río color marrón. Sentados sobre la raíz de un árbol vimos cómo se repartían nuestras cosas. Unos revisaron mi iPod, querían escuchar música y reclamaron que la mayoría estuviese en inglés. Me preguntaron por qué no tenía más reggaeton. Revisaron nuestras fotos de otros viajes. Sacaron mi maleta y se repartieron mis carteras. Uno de ellos me preguntó si eran bonitas, quería regalarle una a su mamá. Todos se reunieron alrededor de un tampón que encontraron en mi bolso. No entendían qué era. Me sorprendió que no supieran. Les expliqué.
Así comenzamos a hablar. Uno de ellos nos contó que no tenía cédula, que creció en la calle y no sabía su nombre. Otro dijo que tenía diez hijos y no podía mantenerlos, nos dijeron que Mercal había llegado dos semanas antes y solo vendió un pollo por familia. Estaban cansados de vivir en una Zona de paz. El gobierno les había prometido trabajo y solo les dio libros.
“Zonas de paz” fue el nombre con que se conoció un proyecto de pacificación impulsado por el Ministerio de Relaciones Interiores en 2013. El plan consistía en que las bandas delictivas entregaran sus armas a cambio de empleo y recursos para construir y mejorar sus comunidades. Algunas de estas zonas estaban en Barlovento, estado Miranda. En los medios ya había denuncias de que las Zonas de paz se habían convertido en aliviaderos para bandas de delincuentes.
Comenzamos a preguntar. Los mayores de edad habían votado por Henrique Capriles y querían votar en las parlamentarias. Estaban encerrados porque desde que se volvieron “zona de paz” había problemas entre bandas. Estaban en guerra. El día anterior habían matado a uno y esperaban que los atacaran en cualquier momento. Por eso, cuando les avisaron que había entrado a la carretera un carro azul con los vidrios arriba, pensaron que eran los enemigos.
“Aquí no pueden andar así, aquí hay que tener los vidrios abajo para saber quién está pasando”, dijo uno al que le decían “mi tío”. “Si no hubiesen arrancado a correr, capaz no les hacíamos nada. Ahora miren cómo están. Pero tú eres tremendo piloto”, le dijo a Julio.
Me dieron mi maleta y nos mandaron a bañarnos en el río. Nos daba asco, pero no podíamos negarnos. Julio bajó primero. Luego me tocó a mí. Me cambié apurada porque no quería que me vieran, pero ninguno se asomó. Me quité la camisa y vi que estaba rota, también vi rasguños y sangre seca en mis brazos.
Ellos querían saber si en Caracas había colas, si se encontraba comida, cómo eran las playas de nuestras fotos. Uno de ellos, que tenía 22 años, contó que tenía seis meses de haber salido de Tocorón. Nos contó sobre las fiestas y las normas que seguía para sobrevivir. Había estado preso por homicidio y salió porque su mamá pagó un soborno.
El otro grupo nos interrumpía cada cierto tiempo. Traía refrescos, comida, cigarros. Dejaron un teléfono y el que le decían “mi tío” prestó a Julio el teléfono para que hablara con su papá. Se alejó cuando escuchó llorar al papá de Julio en altavoz. Mientras estaban con nosotros, nunca soltaron las armas.
Cuando comenzó a oscurecer nos sacaron del monte. Llegamos a una calle con cuatro casas que terminaba en una construcción incompleta. Nos dijeron que era una escuela sin maestros. Era un solo salón con suelo de cemento, techo de zinc y una pizarra. Dijeron que ellos la construyeron.
Nos dejaron en la parte trasera con el más joven del grupo y por primera vez me fijé en él. Era moreno, flaco, muy alto y sostenía un rifle tan grande que parecía de su tamaño. Tenía una cara de niño que me hizo sospechar que acababa de pasar por el estirón de la adolescencia. Le pregunté su edad. Tenía 16 años. Julio no dejaba de ver el arma.
—¿No te pega la escopeta cuando disparas? –le preguntó.
—No vale, yo la sé usar. Yo mismo les disparé hoy.
Quedamos en silencio hasta que nos llamaron. Nos esperaban a la entrada de la escuela, donde pusieron el único pupitre para que me sentara.
Perdimos la noción del tiempo cuando quedamos a oscuras. Solo nos alumbraba un poste de la calle y la luz amarilla de los bombillos que había en la puerta de dos casas. Ellos entraban y salían de la última vivienda. A veces con agua, refresco y comida.
Para cenar nos dieron un plato de pasta con huevo frito. Ninguno de los dos quería comer, pero lo ofrecieron tantas veces que me dio miedo rechazarlo. También me preocupaba que el tiempo pasaba y no había rescate. No quería estar débil, así que comí unos seis bocados mientras me veían los más jóvenes, que tenían hambre. Les dimos el resto.
Uno de ellos no nos habló nunca. Era negro, con rizos resecos que parecía que formaban una corona en su cabeza y varios collares de santería colgados en el cuello. Escuchamos su voz solo dos veces, regañando a los demás porque no quería que se relajaran. Estaban en guerra en una Zona de paz. Cuando llegó la noche, se sentó en el techo de la última casa y comenzó a fumar marihuana. Cada vez que sonaba un ruido volteaba alterado.
Nos contagió la paranoia. No sabíamos qué hora era, ni cuánto más tendríamos que esperar. Me preocupaba que pudieran usar otras drogas, que nos mataran en un arrebato, que algo saliera mal.
El que estuvo preso en Tocorón bajó un poco la tensión. Pidió uno de los celulares para llamar a su novia. Nos dijo que era “una fresa de El Junquito”, que conoció en una de las fiestas que hacían en la cárcel.
“Yo la vi y le quité el número. Nos escribíamos mensajes todo el tiempo. Es que uno ahí se siente solo y a mí no me llevaban ni a mi chamo de visita. Pero ella me hablaba. Un día de visita me escribió: “Vente para el portón”. Corrí y se había venido. Le cayó la lírica carcelal y la quemé ahí mismo”, contó.
La llamó y puso el altavoz. Ella se estaba secando el pelo. No se escuchaba bien, pero entendimos que quería salir con él. Le preguntó cuándo se verían. Él prometió que sería pronto. Trancó y lamentó que estuvieran encerrados.
Sentimos que pasaron horas cuando vimos llegar un carro. Se bajó el jefe. Se acercó a mí y me dio el teléfono con rabia.
—Habla con tu prima que se está poniendo bruta. Ahora y que no quiere entrar para acá a pagar. ¿Quiere que los matemos?
—Ya va –respondí– claro que no va a entrar. Ella tiene hijas, ¿cómo se va a meter para acá? Nosotros llegamos porque nos perdimos. Ahora es de noche, no va a saber llegar y ustedes no pueden salir para guiarla. Es un peligro.
—Ajá, ¿entonces cómo hacemos?
Me quedé callada. Estábamos en un punto muerto. Por fortuna a uno de ellos se le ocurrió llamar a un compadre, que estaba cerca del monumento al Cacao de Río Chico, donde estaba mi prima. El compadre aceptó y coordinaron: mi prima tenía que ir sola, tiraría el bolso con el dinero y se iría, ellos nos liberarían después.
Cuando estaba todo listo, nos pusieron capuchas. Solo podía ver el suelo, nuestros pies y los cauchos de un carro frente a nosotros. Uno de ellos me susurró que apenas mi prima entregara el dinero, nos sacarían. Todos callamos para escuchar. Tenían dos teléfonos en altavoz, en uno estaba mi prima y en el otro el compadre.
—¿Está parado en medio de la carretera? –se escuchó la voz de mi prima en el primer teléfono.
—Lo vas a ver ahí a un lado, solo le lanzas la vaina y ya. No inventes, que nosotros tenemos gariteros en todos lados.
Solo escuchamos estática por varios minutos.
—Listo, ya lo lancé –dijo mi prima.
—¿Tienes el dinero? –preguntó el jefe al otro teléfono.
—No, todavía estoy esperando –respondió la voz del compadre.
Escuchamos movimientos a nuestro alrededor. Julio se desplomó y pidió que no nos mataran. Con la cara tapada, levanté las manos para tratar de agarrar a alguno, grité que le avisaran a mi prima que se equivocó. Ella resolvería. Escuchamos su grito desde el teléfono. Pasaron minutos y volvimos a escuchar el altavoz del celular.
—Ya, ya está. Lo tengo otra vez. ¿Está parado ahí? –nos calmó mi prima.
—Ya tengo el bolso –confirmó la otra voz.
—En 40 minutos estarán en el Cacao –dijo el jefe. Colgó.
Nos montaron en el carro. Después de un rato rodando, se bajaron y por un rato nos dejaron solos, encapuchados. Julio estaba seguro de que nos iban a acribillar.
Abrieron las puertas y nos dieron permiso de quitarnos las capuchas. Eran mis camisas de bachillerato rayadas, que teníamos en el carro desde que fuimos a una fiesta noventera. Sabía que nos habían sacado del lugar del secuestro, pero todo se veía igual. Una calle oscura, un pequeño caserío y dos postes con luz. El Aveo estaba parado adelante.
—Móntense y sigan todo derecho. Van a llegar al Cacao. No se vayan a parar por nada, que aquí hay barrios más peligrosos –me dijo uno de los negociadores, que tenía puestos mis lentes de sol en plena madrugada.
—¿No nos pueden acompañar? –pedí.
—Váyanse y no le digan a ningún policía nada. Si les preguntan, ustedes chocaron. Y recuerden que ustedes se hirieron solos, nosotros no les hicimos nada.
En el carro solo quedaron las dos camisas que usaron para encapucharnos y dos libros que yo había dejado.
Julio manejó con el pie hinchado porque yo estaba muy nerviosa. Cuando arrancó se dio cuenta de que el volante estaba tieso. Le costaba mucho cruzar. Supuso que el choque dañó la dirección. También se había roto el tubo de escape. El carro hacía tanto ruido que pensamos que íbamos a despertar a todo Río Chico.
El camino tenía muchas curvas y estaba oscuro, pero Julio manejaba lo más rápido que podía. Decididos a seguir directo a Caracas, no frenamos hasta que los policías de una alcabala nos obligaron. Julio les contó del secuestro. Ellos nos dijeron que su mamá había pasado más temprano por ahí y les dejó su teléfono por si acaso tenían información sobre nosotros. Les pregunté si nos podían escoltar y nos dijeron que no tenían patrulla.
“Entonces llamen a la mamá de Julio y díganle que estamos libres, que nos vemos en Caracas”, les dije.
Julio estaba preocupado porque mi prima estuviese sola después de pagar el rescate. Yo intuía que ella estaba acompañada. “Nos vamos a Caracas”, insistí. Ese fue el plan hasta que pasamos una curva y nos encontramos a seis guardias nacionales que nos apuntaban con fusiles. Estacionamos el carro y les contamos lo que pasó.
“Eso es en El Delirio. A nosotros nos dispararon una vez cuando entramos ahí. El fin pasado secuestraron a una familia”, dijo uno de los funcionarios. Los guardias nos dieron el agua que les quedaba en un termo. Tampoco tenían patrulla para escoltar, pero sí teléfonos. Llamé.
“Yuri, es Luisa. Estamos en una alcabala de la Guardia en el distribuidor Los Velásquez”.
Cinco minutos después, los guardias volvieron a levantar las armas ante una caravana de carros. Mi prima se bajó del primero, en los otros carros estaban su esposo, el novio de su hija, un primo de Julio, el jefe de seguridad del periódico. Todos tenían a un guardia nacional como compañía.
—Te debo la vida –le dije a mi prima cuando la vi.
—¿Y a ti quién te está cobrando? –me respondió.
Ella también lloró. Como yo, no había podido hacerlo en todo el día.
Entonces nos contaron: había un tipo en una moto en la mitad de la vía y ella pensó que era el compadre. Lanzó el dinero y siguió. Venía nerviosa porque la Guardia Nacional la había obligado a llevar a un funcionario escondido en el asiento de atrás. Cuando escuchó que había dado el dinero a quien no era, metió retroceso, se bajó del carro, le quitó el bolso al otro tipo –que quedó tan sorprendido como cuando se lo lanzó– y arrancó. Vio al otro y esa vez preguntó antes de entregarlo.
Nos dijo que habían pasado 40 minutos exactos desde que nos soltaron. Era la una de la madrugada del martes 29 de septiembre de 2015, el 25° cumpleaños de Julio y el día del Arcángel Miguel. Desde entonces, por creencia de mi mamá y superstición mía, cargo siempre una estampita encima.
En la estación de la Guardia Nacional de Caucagua era evidente que algo pasaba. La calle estaba repleta de carros. Mi mamá, mi hermana, mi prima, la familia de Julio completa estaban en la puerta. Nos abrazaron, yo pedí perdón a mi mamá por no llamarla.
Entramos a poner la denuncia. En una cartelera tenían fotos de la banda. Sabían quiénes eran y dónde estaban. Me indigné. No había papel para imprimir, si queríamos denunciar teníamos que volver al día siguiente. Si denunciábamos, el carro quedaría detenido y tendríamos que negociar con Fiscalía. No lo hicimos.
Julio se fue con su familia. Mi mamá, mi hermana y yo nos quedamos en casa de mi prima. Llegamos en dos horas a su casa en Caracas.
Cansada, subí a bañarme y me vi por primera vez en un espejo. Me desnudé y encontré cicatrices por todas partes. Sangre seca en los brazos, cortadas en el pecho, las piernas, los párpados. Me costaba apoyar los pies. Entendí cuánto daño me había hecho. Recordé sus palabras: “Que conste que se hirieron ustedes solos, ¿quién los mandó a escaparse?”. Esa noche dormí con mi mamá.
Amanecimos al día siguiente en una clínica en Santa Paula. Yo tenía el mismo vestido que usé el día anterior. Me dolía cuando la tela me rozaba. Tenía los pies hinchados, la piel roja con puntos negros. Eran las astillas. “Parece que te cortaron con una navaja en toda la piel”, me dijo mi mejor amigo cuando me vio llegar.
Nos pusieron en cubículos separados. Al mío entraron cinco enfermeras distintas para preguntarme si quería que me hicieran el examen de violación. No creían cuando decía que me trataron “bien”, que solo me tocaron para peinarme.
Éramos la comidilla de emergencias. Todos los pacientes y enfermeras hablaban de “los chamos que habían secuestrado”. Mis primas, la familia de Julio y nuestros amigos se turnaban para no dejarnos solos. Todos repetían el cuento del día anterior, cómo lo habían vivido, el miedo que sintieron.
A media tarde escuché a mi prima insultar por el teléfono. La había llamado una fiscal que la amenazó con acusarla por asociación para delinquir, porque pagó a los secuestradores. Mi prima le recordó a su madre y trancó. Me dijeron que no me preocupara. No levantaron cargos.
Mi informe decía que tenía politraumatismos. Me mandaron a tomar antibióticos por 15 días. Lo peor que podía pasar, me dijo la doctora, era que se infectaran las heridas. Eran tantas las puyas que ninguna enfermera tuvo valor para someterme a sacarlas ese día. La piel estaba demasiado sensible. Me dieron dos semanas de reposo.
Días después fueron tres paramédicos a casa y me sacaron casi todas las espinas. Cada uno tenía un bisturí y por tres horas los clavaron una y otra vez en todo el cuerpo. Yo perdí la cuenta después de 150 espinas. Ellos me hablaban para distraerme mientras me cortaban otra vez en los pies, las piernas, en la cara. Solo me dejaron una en el nudillo del dedo anular de la mano izquierda. No lograron sacarla y no querían insistir. “Eso sale solo, no te preocupes. El cuerpo expulsa los agentes extraños”, me dijeron. Me bañaron con Gerdex y yo quedé inflamada.
No quería nada que me recordara al secuestro. Boté la ropa que tenía –menos el vestido, porque había sido un regalo–, me corté el cabello porque no soportaba que me lo hubieran tocado. Todos los días me apretaba el nudillo, me cortaba, necesitaba sacar la espina. Nada, no salía. Apretarme la mano se convirtió en un hábito incómodo.
Cuando cerraron las heridas de los pies comencé a salir. Siempre de día, en taxi y acompañada. Fui a los bancos a pedir que no reconocieran las operaciones de ese día, pero me negaron el reclamo porque no bloqueé las tarjetas antes de que las usaran.
Terminó el reposo y volví a la oficina. Mi escritorio tenía globos, cartas, todos me recibieron con cariño y alivio. Para ellos también había sido difícil esa temporada. Pensé que estaría bien, volveríamos a la normalidad. Pero no podía dormir.
Al principio pensaba que era normal por lo reciente. Pasaron las semanas y yo veía el techo por las noches. Luego comencé a escuchar gritos y el amanecer me encontraba asomada por la ventana, asustada, buscando a quien pedir ayuda. En el día, vivía apurada, estaba irritable, todo me estresaba. No era solo mi seguridad, era la de los demás. Si mi hermana tardaba, si mi mamá no atendía, lloraba de angustia.
El periódico me puso un transporte que me buscara y me llevara en la noche, no querían que me sintiera desprotegida. Temblaba cuando caminaba de mi apartamento al ascensor. Sentía un nudo en el estómago cuando me cruzaba con desconocidos. Me daban ganas de llorar cuando tomaba un camino que no conocía.
Cuando estaba en la oficina actuaba normal, me reía, no quería que se dieran cuenta. Sentía vergüenza. Un día me atreví a bajar con mis compañeros a comprar almuerzo. Cruzamos la calle y vi –o creí ver– a uno de los secuestradores, el que tenía diez hijos, al que le decían “mi tío”. Volví y pedí al transporte que me llevara a casa porque me sentía mal. Nunca les dije que me hice pipí en medio de la esquina de Pinto, cruzando a Miseria.
Semanas después, un amigo expolicía me preguntó si me podía mostrar unas fotos. Habían hecho una Operación para la Liberación del Pueblo en El Delirio, en la que mataron a los integrantes de una banda. Vi una galería de rostros desfigurados y llenos de sangre. No reconocí a nadie hasta que llegué a la foto de un hombre negro, con rizos cortos que formaban una corona, con collares de santero en el cuello. Solo tenía el hueco de la bala en medio de la frente.
—¿Lo ajusticiaron?
—Agarraron a toda su banda. No te preocupes, ya no van a joder a más nadie.
Me sentí mal porque estaba aliviada. Esa noche fue la única que dormí completa en mucho tiempo.
Dejé de salir por miedo. Solo iba a la oficina. El único día que me agarró la noche en la calle fue el 6 de diciembre de 2015, porque la edición electoral cerró tarde. Después de meses sin dormir, en abril de 2016, busqué ayuda psicológica. Tenía “síndrome de estrés postraumático” que derivó en una depresión. Yo no quería tomar antidepresivos y pedí a la psicóloga que no me remitiera a un psiquiatra. Probamos con valeriana y melatonina.
Tomé la primera pastilla de valeriana y sentí que mi corazón bajó el ritmo. Me di cuenta de todo el tiempo que había vivido con taquicardia. Esa noche tomé melatonina y dormí hasta la mañana. La presión comenzó a bajar.
Me tomó siete meses buscar terapia, un mes para controlar la taquicardia de forma definitiva y dos meses más para dormir la noche completa sin ayuda. El 15 de septiembre de 2016, un año después del secuestro, salí de noche por primera vez. Fui a un concierto. En noviembre, comencé a trabajar en una oficina nueva.
Tres años después, ahora en 2018, todavía se me va el aire cuando escucho a Tego Calderón. Trato de no meterme por atajos y evito las vías con monte a los lados, pero salgo casi todos los fines de semana y trato de no pasar mucho tiempo sin ver a los amigos que me quedan en Caracas. La mayoría de las personas de esta historia emigraron. Yo decidí quedarme. No tengo ninguna cicatriz visible. No he querido volver a la vía hacia Oriente.
Cuando la Asamblea Nacional comenzó a investigar una masacre que ocurrió durante una OLP en Barlovento en octubre de 2016, mis compañeros de oficina –ahora mis amigos– me preguntaron cómo fue mi secuestro. Sabían que había sido por esa zona. Cuando terminé de contarles esta historia levanté la mano para mostrarles el nudillo con la última espina. Ya no estaba. Había salido sola.
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