Perspectivas

Luis Felipe Toro (II) – Gómez y la imagen del mito

19/07/2020

Juan Vicente Gómez en excursión al Lago Tacarigua (1932) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

Una anécdota incierta cuenta que, cuando la guardia estaba a punto de arrestar al fotógrafo Luis Felipe Toro (1881-1955), a lo lejos, el General Juan Vicente Gómez vociferó: “¡Dejen quieto a Torito! Él sabe lo que hace”. Las palabras fueron acatadas como órdenes bíblicas, y así, el fotógrafo que había burlado a la vigilancia del mandatario, pudo retratarlo más de cerca. Tras el contratiempo, ahora consciente de ser el objetivo de la mirada y de la cámara de ‘Torito’, Gómez fijó sus ojos solemnemente en el horizonte, y posó para él.

Si bien pocas son las certezas del relato rescatado del olvido por Plinio Apuleyo, podemos contextualizarlo en las primeras décadas del siglo XX venezolano, que gobernado bajo el lema de ‘Unión, Paz y Trabajo’, se deslastraba lentamente del caos de la República decimonónica, para dejar atrás –en apariencia– los días de tensión política y conspiraciones de sublevación, en paralelo a un mundo revolucionado por la imagen mecánica, entre publicaciones periódicas, reproducciones en libros, postales y retratos fotográficos.

Juan Vicente Gómez en el Refugio Infantil de Varones, Maracay (1924) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

Juan Vicente Gómez en el Refugio Infantil de Varones, Maracay (1924) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

Cuando se habla de retrato, generalmente se da por entendida una condición primaria de la acción: ser y saberse visto por otros. Correspondencia visual presente tanto en la anécdota que introduce a la relación entre Gómez y ‘Torito’, como en cuantiosas imágenes del autor, que reconocido por su trabajo de retratista, llegó a capturar a personajes como la Reina de Inglaterra, el estadounidense John D. Rockefeller y la bailarina rusa Ana Pawlowa, entre otros destacados visitantes del país de antaño que posaron para el fotógrafo. En estas imágenes, la mirada es seguida de la pose, que bien sea efímera o dilatada, no será entendida –por quienes observamos luego de los años– como una actitud o una estrategia, sino como una intención de lectura, pues al mirar una foto se incluye inevitablemente “el pensamiento de aquel instante, por breve que fuera, en que una cosa real se encontró ante el ojo” (Barthes, 1989).

De cara a una imagen –ya lo hemos dicho (I)– estamos siempre ante una manifestación del tiempo. Es por ello que, al ver una fotografía de inicios del siglo veinte venezolano, de manera ineludible la observamos tras el lente de lo que sabemos e intuimos de un momento histórico marcado por la dictadura. Una forma de ‘conocimiento no conocido’ inscrito en la visualidad de un tiempo, recordado con miramientos antagónicos de nostalgia o desprecio, pues mientras algunas personas alegan períodos de paz, orden y respeto, otros muchos evidencian la censura, los presos políticos y los exiliados, sin dejar de lado las torturas y las desapariciones arbitrarias.

Desde la partida sin regreso de Cipriano Castro y tras la instauración oficial del régimen gomecista, muchas son las anécdotas que se esfuerzan por presentar a Gómez como un personaje grandilocuente, sabio y perspicaz escondido estratégicamente bajo la máscara de un hombre muy distante de la erudición, “todo un fenómeno telúrico nacido en montañas andinas” (Pino Iturrieta, 2000) que llega a nuestros días como la construcción de un mito de gobierno. Mito que, manifestado en todas y cada una de las instancias de significación cultural, se intenta hacer pasar como instancia natural, a través de la literatura, las crónicas populares o los hiperbólicos testimonios individuales de adeptos a Gómez, que aumentan el aura del General hasta convertirlo en el famoso ‘Benemérito’, personaje cimentado en base al positivismo ideológico con el que muchos pensadores de la época se identificaron para argumentar al ‘gendarme necesario’, y con él, a su Cesarismo Democrático.

Así, con el paso de los años, en letras, telenovelas y otras ficciones, la figura de Gómez se convierte en una estampa recurrente en el imaginario patrio, diluido de manera inconsciente en nuestra memoria hereditaria, hasta hacer de la figura genérica del líder de prácticas dictatoriales una emergencia constante en la historia de la nación. Una figura que aparece a través de avatares previos y resucita en nombres cercanos, para finalmente –todos– tomar el poder bajo políticas unipersonales. No obstante, será Juan Vicente Gómez el primero de estos personajes que se vale de la fotografía como mecanismo histórico para la construcción de su propio mito, a partir de la posibilidad de la técnica de dotar al significado simbólico con la fuerza de la realidad, y con ella, perpetuar sus intereses particulares en imágenes de circunstancias eternas.

Juan Vicente Gómez, de visita los hangares de Maracay (1928) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

Juan Vicente Gómez, de visita los hangares de Maracay (1928) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

Ciertamente, como dijo Gómez, Luis Felipe Toro sabía lo que hacía. Sus conocimientos se demuestran en la destreza técnica, la mirada original y la versatilidad temática presente en su amplio archivo; sin embargo, será su labor como fotógrafo oficial del Gobierno ‘Rehabilitador’ lo que creará un hito extendido como espectro sobre su obra fotográfica, pues a pesar de las múltiples apreciaciones de sus negativos legados, será etiquetado en vida y de manera póstuma como ‘el fotógrafo del Benemérito’. Un título que nos permite vislumbrar la relación entre el retratista y el caudillo, en la que numerosas imágenes, desde la toma de poder hasta los días cercanos a la muerte del gobernante, demuestran la confianza, e incluso la cercanía entre ambos hombres de época.

Retrato de Juan Vicente Gómez (1 – S/F) / (2- 1926) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

Se sabe que para el periodo de entre siglos en que posiblemente ‘Torito’ empezó su trabajo junto al gobierno (primera década de 1900), los procedimientos fotográficos eran ritualistas y llenos de complejos métodos, bastante lejanos a la inmediatez actual. En estos, la pose (tanto como estrategia, como intención de lectura) se construye en base a una gramática histórica de la representación, aquello que hace ver a un presidente como un presidente ‘debe’ verse: digno, fuerte, frontal, en una inmovilidad temporal pero casi estatuaria referida por Uslar Pietri en el encuentro ficcional entre el General y su retratista, plasmado en la novela ‘Oficio de Difuntos’ (1976):

“Después entraba el fotógrafo con su trípode de madera, su enorme cámara, su trapo negro y el montón de placas de vidrio. Le tomaba tiempo montar todo su aparataje y buscar la luz apropiada. Luego lo sentaba junto a una mesa cubierta por un tapiz, le ponía en la mano enguantada un libro, lo hacía ver hacia la izquierda. «La cabeza un poco más derecha. Viendo hacia aquel punto. Ahora quieto, muy quieto»”

Al ver las imágenes de Gómez bajo la autoría de Luis Felipe Toro, se hace posible comprobar que la fotografía no es significante “sino en la medida en que existe una reserva de actitudes estereotipadas, que constituyen elementos de significación ya establecidos” (Barthes, 1989). Un proceso de construcción arquetipal de la imagen en base a elementos predefinidos, que en el caso del autócrata, le permitió a ‘Torito’ manejar, arreglar o disponer, hasta llegarse a comentar que el fotógrafo fue ‘el único hombre que le dio órdenes al Benemérito’.

Juan Vicente Gómez junto a ‘Vicentico’ Gómez (1918) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

 

Juan Vicente Gómez en el entierro de su hermano, Juan Crisóstomo Gómez (1923) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana

Tras la muerte de Gómez, en 1935, se sabe que Toro –como muchos otros de los que estuvieron cerca del General– no pudo evitar pensamientos pesimistas en relación a su futuro (Dorronsoro, 1987). Sin embargo, junto a su familia continuó su vida en el país por muchos años más, en los que se dedicó a otros campos comerciales de su oficio, hasta volver a fotografiar a mandatarios como Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita. Imágenes que fungen como testimonios de la inauguración de un nuevo período para el país, pero también como huella de la existencia ubicua de Gómez y su legado, bajo la convicción del noema fotográfico planteado por Barthes, quien afirma que “en la fotografía no se puede negar que la ‘cosa’ ha estado allí” (1989).

Vista como documento, la fotografía proporciona a la historia el material con el cual reconstruir la realidad pasada. Pero ante el tiempo, esta ‘cosa’/referencia convertida por la cámara en imagen fotográfica se impregna de sentidos externos, que la hacen oscilar hasta hacer de la imagen una sustancia de naturaleza cambiante, tan certera como cuestionable. Las imágenes de ‘Torito’ no escapan de esta esencia, a la que se suman los testimonios de quienes vivieron la época y los datos históricos de sus estudios, bien sean partidarios o detractores del régimen gomero.

Muchas son las imágenes representativas del siglo XX venezolano que le debemos a ‘Torito’, fotógrafo al servicio de su oficio, sobre el cual aún reposa el espectro sombrío de la dictadura. Para desmantelar esta apreciación, autores como Josune Dorronsoro resaltaron el valor testimonial de la obra de Toro más allá de su labor con los gobiernos, para ser reivindicado como el “cronista de un lapso que abarca aproximadamente cincuenta años llenos de cambios políticos, económicos y sociales” (Dorronsoro, 1987), tiempo que se consume entre las nociones de un campamento y la estructura de un país.

Mientras tanto, numerosos son los mitos que seguirán relacionados a las imágenes, anécdotas e historias entre el dictador y el fotógrafo; pero más allá de certezas y ficciones, el Benemérito parece haber tenido una orden sensata: “¡Dejen quieto a Torito!” Que él sabía lo que hacía.

Juan Vicente Gómez en Turiamo con amigos y familiares (S/F) | Luis Felipe Toro ©Archivo Fotografía Urbana


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