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Los antiguos tesoros

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20/10/2024

Fotografía de Diego Sepúlveda | Flickr

A mí la poesía
Me viene de mi madre
Que más que nada fue costurera

(Rafael Castillo Zapata)

Desde el tercer lunes de septiembre pienso mucho en libros.  Pienso especialmente en varios de ellos: Puros hombres, de Antonio Arráiz; Peonía, de Manuel Vicente Romero García; Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez; las Novelas ejemplares, de Cervantes; Las cuitas del joven Werther, de Goethe; País portátil, de Adriano González León, y Residencia en la tierra, de Neruda.

Puedo ver sus portadas, acariciar el papel oxidado, adivinar las manos, los dedos que recorrieron esas páginas antes que yo. No estoy seguro de si guardo esos libros en mi biblioteca de Madrid, y la verdad ahora no tengo fuerzas para comprobarlo.

Conservo detalles: los colores vivos de las portadas, la tipografía.

De niño jamás me faltaron libros: llegaban en abundancia con su olor fresco y sus papeles satinados: fábulas rusas, leyendas, historias con personajes remotos y fascinantes. Pero desde el tercer lunes de este septiembre solo pienso en estos títulos, como si el resto de las palabras del mundo hubiesen enmudecido.

Los conseguí un mes de agosto, guardados en la parte alta del armario, lugar al que llegué gracias a una escalera amarilla que todavía existe en casa. Retengo con nitidez el momento: mi perplejidad, el modo en que los limpié de polvo y les marqué mi nombre, el oculto temor que me produjo subir a esa escalera. También conservo las palabras que me dedicó mi madre esa noche cuando le hablé de mi descubrimiento: “Son para ti; desde hace años los guardo para ti”. A los días también supe que había almacenado muchos ejemplares de la revista Imagen y de la Revista Nacional de Cultura que me entregó ese fin de semana.

Me encantaría ahora poder intentar un ensayo en el que se acumulasen impresiones sobre esas lecturas; sus primeros adjetivos; su prosa; la silueta de los personajes; pero ahora solo preservo la esencia material, la forma concreta, el olor ya reblandecido de esos volúmenes. Me han abandonado las ideas; solo retengo imágenes; una rasgadura del papel; una mancha oscura en las últimas páginas; la errata en el lomo de Peonía (tardé en comprender que nunca existió un autor llamado Romerogarcía), el sonido crepitante de las hojas. Pero lo único que retengo es el asombro; la mirada de ese año (¿1978?) cuando obtuve aquel tesoro; un hallazgo colocado en lo alto, como si fuese un secreto guardado en la copa de un árbol.

Claro que también pienso en La máscara, la transparencia, el ensayo de Guillermo Sucre en su edición del Fondo de Cultura Económica. Allí la memoria es todavía más palpable. Se trata de un regalo de mi madre varios años después y tiene una larga dedicatoria suya escrita con tinta azul.  Podría levantarme y mirar qué escribió en ese momento, pero eso también requiere unas fuerzas que por el momento no han regresado, o ponerme en pie y mirar con calma los treinta volúmenes de la Biblioteca Ayacucho con los que mamá apareció una tarde, cargada de cajas, entusiasmo, Vallejo y Popol Vuh.

Es tanto lo que podría hacer y no haré. Desde el tercer lunes de septiembre me cuesta juntar palabras; las veo allí, a lo lejos; como si siempre hubiesen sido lejanas. Las imagino dispersas en esos libros de agosto; las veo en esos documentos que mamá escribía horas y horas en la máquina de escribir con las que pagaba las facturas, la hipoteca, el mercado, los muchos libros, los cursos de idiomas y los instrumentos musicales con los que nunca pude hacer nada de provecho.

Las palabras ya no están, pero suenan con el sonido de tu máquina de escribir, mamá, y tus muchas horas extras para que llegáramos a fin de mes.

En las ficciones se habla siempre de aquellos que descubren el tesoro, de quienes consiguen y dibujan los mapas, pero se habla menos de quien preparó el tesoro, de quien lo juntó, lo colocó en el sitio exacto para que fuese descubierto y paladeado. Un tesoro de papel que fue uno entre los muchos tesoros que diste, que guardaste para otros. Un tesoro hecho con tus dedos que tecleaban desde muy temprano hasta muy tarde para que nada faltase, para que todo fuese cobijo, sosiego y belleza.

Ahora, desde ese lunes largo que será el lunes más lunes de todos los septiembres, soy la palabra de otros. Por eso me siento en bancos de plazas cuyo nombre ignoro y luego susurro: “A mí la poesía me viene de mi madre, que más que nada fue mecanógrafa”.


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