Un hombre cruza el puente de Westminster en el centro de Londres, el 21 de marzo de 2020. Fotografía de Daniel Leal-Olivas | AFP
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En las calles aledañas a Oxford Street, unos pocos apuraban el paso camino al metro. La mayoría de las tiendas estaban cerradas o desiertas. Era un viernes de mediados de marzo, y dos valientes se adentraban en un bar esa tarde. Apenas tres de las mesas estaban ocupadas. Uno de los clientes pide un par de cidras a la chica detrás de la barra. No guarda los dos metros de distancia. Entonces no había máscaras. Sin embargo, el hombre se mantiene alejado de la chica, se mete las manos en los bolsillos del jean, hace un esfuerzo por no tocar nada. De vuelta a su mesa se sienta junto a su compañera y la besa. No vivían juntos –se habían conocido en una aplicación de citas–, así que estaban forzando las normas que, entonces, eran solo un exhorto. Díez días más tarde, cuando las medidas pasaron a ser una imposición, no habría bar abierto ni besos furtivos en las esquinas de las mesas. En Londres, hasta las aplicaciones de citas entraron en modo reinvención.
Detrás de la cara arropada con la mascarilla, la mirada del guardia del supermercado es casi de súplica. “Por favor, mantenga la distancia”, dice. Entrecierra los ojos y parece sonreír detrás de la máscara. Hay una especie de vergüenza al recalcar las medidas impuestas, esas que todos –bien en la cola de carritos que da la vuelta al estacionamiento en Ruislip, al noreste de Londres, o en el resto del mundo–debemos mantener. Todos con guantes. Nos movemos, pero manteniendo tres metros unos de otros. La separación de cuerpos es nuestra nueva rutina. Tenemos que alejarnos.
Le llaman “distancia social” y ha sido asumida por todos los gobiernos del mundo como medida indispensable para evitar la propagación del coronavirus. Mientras los vecinos europeos se encerraban en sus casas, el gobierno británico, a principios de marzo, optaba por exhortar a mantener “la distancia social”. Como lo explicó el infectólogo argentino, Tomás Orduna, a Infobae la “distancia social” significa “volverse más ermitaño”.
Cantamos por Zoom
Cuando llegaron las medidas de cuarentena y confinamiento, nos volcamos a encontrar soluciones online para evitar la incertidumbre, y para evadir la realidad de pasar semanas encerrados. Los grupos de Whatsapp de padres estaban repletos de opciones de e-books gratis que Amazon puso a disposición, de clases de Educación Física que el colegio St. John Fisher subió a una plataforma, de actividades didácticas para los niños, de entrenamientos de fútbol. Horas y horas de cursos y clases en streaming: vivir la pandemia es conocerla en tiempo real, y ver sus números crecientes en las pantallas de los teléfonos, donde los propios pacientes usan sus redes para contar desde su aislamiento y su proceso, hasta la muerte de sus más cercanos.
Son esas mismas pantallas las que sirven para dar un “hola”, mandar un “abrazo”, o quejarse a mucho más de dos metros de distancia. Se usan como una suerte de droga para mitigar los efectos que, ya no en lo físico sino en lo emocional, causa el SARS-CoV-2.
Los primeros días de la pandemia se redimensionó la posibilidad de ver al instructor bailando frente a nosotros, al profesor dictando una clase. Los británicos –como el resto del mundo– asumieron de buen grado los retrasos de dos segundos en una aplicación. Una videollamada, mensaje de texto o reencuentro en línea, tendrían que mitigar la distancia por tiempo indeterminado. Hemos comenzado a entender lo que para cada quien significa estar cerca, realmente cerca.
Los servicios en línea que hacen entrega a domicilio son ahora la herramienta de compra más común. Pero hay que mantenerse seguros, “mejor de lejitos”. Son las nuevas normas que aplican desde grandes compañías como Amazon hasta el correo. Los despachadores de paquetes son figuras fantasmas que dejan los envíos, tocan el timbre y corren lejos de la puerta, al mejor estilo de las travesuras de la infancia. Incluso con la consabida espera para ver la cara de quien recoge el paquete, pero a la distancia segura de al menos cuatro metros. Ya no hay firmas por paquetes entregados: a dos metros, la mujer con enormes guantes de hule toma una foto a modo de confirmación de la entrega y se aleja sin más.
El chico que trae la pizza se aplica a fondo con el timbre, cuando ve que me acerco al vidrió de la puerta, apura el paso de camino a su moto y saluda. Sobre una caja de cartón vacía en el piso reposa el pedido. Es la nueva cortesía que garantiza que el despachador no la tocó.
Incluso el primer ministro británico, Boris Johnson, terminó dirigiéndose al país y a su gabinete a través de una pantalla. En su aislamiento –tras dar positivo para coronavirus–, aparecía cada día más despeinado y enrojecido. Diez días después del diagnóstico ingresó en el hospital. El mismo Johnson, que en los primeros días de la pandemia hablaba de un contagio masivo para crear inmunidad, y de aceptar que todos perderíamos a un ser querido a causa del virus, acabó apelando a las mismas medidas restrictivas de la afamada “distancia social” a la que ha mutado casi todo el planeta.
Las grandes pantallas de anuncios en Picadilly Circus –una de las esquinas londinenses más famosas del mundo– ya no tienen espectadores. Todos estamos adheridos a algún dispositivo para sobrellevar la cuarentena, para informarnos, trabajar, estudiar, jugar: es la dinámica que se impone. Hasta las fiestas se han mudado: ahora cantamos cumpleaños a través de Zoom y cada uno de los invitados se va asomando en pequeños cuadros.
Las únicas personas con las que la proximidad es aceptada son aquellas con las que convivimos –sin importar en qué términos–. Un cautiverio que exacerba las diferencias y los roces. Necesitamos estar juntos con quienes nos importan, y la tecnología nos acerca. Pero hace patente y dolorosa la distancia: hemos sido forzados a acelerar el paso de la tridimensionalidad real a la bidimensionalidad de la pantalla.
Si se portan bien salen
Los añorados días soleados de la primavera encontraron en Londres una ciudad desierta. Los corredores, caminantes y ciclistas –que aún pueden salir a la calle, a los parques– se miran con desconfianza y a veces se baten la cabeza unos a otros en señal de reproche.
Una pareja en sus tempranos sesenta camina por uno de los pasajes laterales del Pinner Village Park, al norte de Londres. Al ver a mi pequeña de seis años rodar en su scooter hacia ellos, saltan a la grama a más de tres metros de distancia. Uno de ellos tropieza, pero alcanza a recuperar el control antes de caer. Hay que estar lejos. En tiempos de coronavirus un niño es una suerte de bomba tóxica.
Hasta hace pocas semanas estuvieron en la escuela expuestos al contagio. En todo el recorrido por el parque, los paseadores de perros y corredores nos ven con rostros adustos. Desaparecieron las típicas sonrisas de los tiempos pasados. Sacar a pasear un niño más allá del balcón o el jardín parece un acto condenable.
Atreverse a salir a la calle es correr el riesgo de ser estigmatizado como violador de la cuarentena. Y sin embargo, ese proceso en el contexto del virus parece estar justificado. Jennifer Jacquet, profesora de estudios ambientales de la Universidad de Nueva York, explicó a BBC Mundo que, al ser el coronavirus un problema con repercusiones severas e inmediatas, se espera que todos hagamos sacrificios; es un verdadero dilema de cooperación.
Jacquet, autora del libro Is Shame Necessary?, que habla sobre la utilidad de la estigmatización para fomentar la cooperación, estima que esa táctica ahora está siendo usada efectivamente para disuadir a la gente de acaparar suministros o desobedecer las reglas de distanciamiento social.
Una tarde de lunes los síntomas comenzaron: dolor de espalda, de cabeza, sensación de arena en los ojos, ardor de nariz con cada respiro, y una tos seca que iba y venía. Me pregunto si serán o no serán. Parecen encajar. Justo cuando iba por primera vez al mercado armada de máscara y guantes. Pensé: “no estuve suficientemente lejos”. A pesar de que el resto de los que hacían la cola ese día detrás de la puerta del supermercado mantenían su distancia, los veía más relajados al verme armada de protección y ya muchos no me entornaban los ojos.
Al cabo, no eran los síntomas de la COVID-19, pero en adelante habría que asumir una nueva rutina. Requiere disciplina. Antes de bajar del carro hay que ponerse guantes y máscara. A partir de allí hay que ser consciente de todo lo que se toca y del entorno. Abrir la cartera y sacar la moneda para el carrito, empujar la puerta con el codo. No te toques nunca la cara, ya tocaste el carrito. Tras la cola para entrar al mercado hay que seguir manteniendo la distancia, solo tocar aquello que vas a comprar, nada de revisar los aguacates.
En la caja me quito un guante cuidadosamente para abrir mi cartera y sacar la tarjeta. La mano protegida es la que pone la clave. La tarjeta vuelve a su lugar. Cerrar la cartera. Ponerse de nuevo el guante. Al llegar al carro quitarse un guante nuevamente para tocar las manillas y guardar la compra. Una vez dentro: quitarse los guantes y dejarlos sobre un periódico en el piso, igual la máscara desechable. Ambos irán más tarde a la basura antes de entrar a casa. Ahora el proceso de desinfectar con alcohol manos, llaves y la pantalla del celular. Ahora puedo tocar el volante.
La gente debe sobreponerse a los sentimientos de incomodidad, lo dicen los especialistas. Esta nueva normalidad requiere ser educados pero distantes. Si hay poco espacio en un pasillo del supermercado o en una caminería en el parque, es mejor ceder el paso a correr el riesgo de estar cerca. Es una nueva forma de humanidad, hay que mantener la cortesía pero de lejos.
En pocas semanas el mundo se llenó de líneas en el piso que marcan esos dos metros en los que ahora se cifra nuestra seguridad. En los supermercados, farmacias y hospitales de Londres han crecido los muros de plástico. En los centros de atención primaria, la segunda semana de marzo ya no eran solo los muros de plástico sino una correa que impide al paciente acercarse a la recepcionista.
Cuando llegué al hospital oftalmológico para mi cita la tercera semana de marzo, el trato seguía siendo cortés pero lejano. A cada uno de los pocos pacientes le repetían la misma pregunta: “¿Ha mostrado usted síntomas?” Aseguré que no, a pesar del picor en la garganta que pretendía ignorar, y que desaparecería horas más tarde.
Había pasado dos semanas en visitas a ese hospital a centímetros de los rostros de los especialistas. Pero ya aquel día los asistentes habían mermado, y entre cada uno de los técnicos y los pacientes se había interpuesto una lámina de plástico improvisada que protegía al especialista, justo en exámenes donde la proximidad es inevitable.
En un paseo al parque, se ve apenas una figura minúscula con un perro a su lado. La foto fue marcada por la policía como una “salida no esencial”. Los esfuerzos por mantener las medidas de distancia y confinamiento llevaron a que a finales de marzo la policía de Derbyshire publicara en Twitter la foto del paseador del perro que fue tomada desde uno de sus drones. El caso se volvió viral y causó molestia, lo que llevó a la creación de un manual del gobierno para que la policía maneje un mismo grupo de normas a aplicar para mantener la “distancia social”.
Las noticias siguen llegando por teléfono. Para contener a la gente en sus casas, los gobiernos han llegado a la militarización de las calles, como es el caso de Venezuela, donde además el control de la distribución de la gasolina ha coartado la libertad de movimiento. También ha afectado a los productores que deben llevar las cosechas y bienes del campo a la ciudad. En Filipinas, el presidente Rodrigo Duterte, autorizó a la policía a “disparar a matar” contra aquellos que violen la cuarentena. Estados como China o Corea del Sur ejercen cibercontrol: a través de los teléfonos móviles monitorean el movimiento de aquellos que han sido puestos en cuarentena.
Tras la llegada del virus, la gente dejó de mirar los calendarios pensando en el viaje al país de origen, en el reencuentro con amigos programado con meses de antelación. Ahora solo se marca la fecha del prometido final de la cuarentena, distinta en cada país, pero –la gran mayoría lo sabe– esa fecha puede ser una quimera. Aun así, el gobierno británico ha comenzado a hablar de relajar las medidas a finales de abril, pero han dejado claro que dependerá del “buen comportamiento” de la población al acatar las medidas que previenen el contagio. El coronavirus ha llevado a algunos gobiernos a una suerte de figura paternalista: Les dejaremos salir si cumplen las normas, si se portan bien, si se mantienen alejados.
Una copa por Whatsapp
Zsolt tiene la fortuna de ser un trabajador esencial. Es uno de los llamados Key Workers en Londres. Despachador de paquetes de Amazon, sus días en las calles están asegurados, mientras no muestre síntomas. Desde que las calles se quedaron solas, es capaz de entregar 250 paquetes en apenas cinco horas de trabajo. Toca el timbre y corre para evitar toparse con el cliente. Qué hacer con el tiempo restante es otro reto.
Esa tarde prepararía la cena. Los muslos de pollo organizados simétricamente, los vegetales cortados en cuadros minúsculos, todo cuidadosamente dispuesto en envases diferentes. Aquella imagen era perfecta para impresionar a la chica que había conocido en la aplicación de citas cinco meses atrás, y a la que había visto una sola vez –cita en la que rompieron la distancia social recomendada–. Pero esta noche apenas pudo enviarle una foto de su propuesta de cena. La cuarentena había llegado con medidas totales. Sería una cena solitaria.
Las aplicaciones de citas han entrado en modo de reinvención. En toda Europa, usuarios y mensajes han aumentado entre 10% y 35%, y así lo han explicado a distintos medios los voceros de apps como Tinder o Face Date. Pablo Fuentes, quien con apenas 25 años es fundador de Face Date, dijo al diario El País de Madrid, que no solo han visto un incremento en la actividad, sino que los usuarios tardan apenas unos minutos en responder. Ahora se fomentan citas online, se incluyen las medidas de distancia social de la Organización Mundial de la Salud y se advierte que no es tiempo de reuniones personales.
Alexandra (cuyo nombre ha sido cambiado a su solicitud) cada vez ve más caras nuevas en la aplicación. Ha pasado cuatro meses a intervalos en Match, una de las apps de citas más comunes en Londres. Hasta la forma de aproximarse ha cambiado: “¿Cómo llevas la cuarentena?”. “Espero que estés bien y segura”. “Espero que podamos vernos al terminar esta locura”. Son los mensajes que han sustituido a los típicos comentarios de abordaje que usaban los hombres, y que solían ir de preguntas acerca de cómo iba su semana a los lugares a los que le gustaría ir a cenar.
Pero la soledad y la distancia son compañeras inciertas. Ahora se ha incrementado la presión por conseguir los datos de otras aplicaciones como Whatsapp, que permiten a los usuarios intercambiar material de todo tipo, y que suelen estar restringidos en las apps de citas. Los potenciales matchs avanzan en el tono de las conversaciones, forzando la intimidad en aras de conseguir fotos y videollamadas cada vez más eróticas.
En su rutina para descartar posibles compañeros, Alexandra suele recurrir a Google Maps para saber a qué distancia en la ciudad o sus alrededores están sus potenciales parejas. Ya no importa. Desde que comenzó la cuarentena ha trabado conversación con un joven en Francia. Da lo mismo el país de al lado, del otro lado del mundo o a dos casas de la suya. Hay que estar lejos.
Los días se van en contarse la rutina de cuarentena y enviarse fotos de atardeceres, días soleados y primaverales, parajes solitarios en los que camina cada uno en su lado del mundo. Se envían una foto de la copa que disfrutan esa noche y hasta han “compartido” un trago en una videollamada de Whatsapp, chocando la copa en la pantalla. Aunque están lejos se sienten cerca. Pero están seguros. No hay siquiera promesas de encuentro. Ambos saben que el final de la cuarenta es incierto y que el levantamiento de los cierres de fronteras luce aún más lejano en Europa.
Pero los candidatos persisten. Algunos se atreven a preguntar si se podrían ver. Saben bien que implicaría romper la cuarentena, pero quizás estar solos les parece más difícil que el riesgo de contagio del coronavirus. Los únicos lugares que permanecen abiertos, y que serían propicios para un encuentro, son los parques y los supermercados. Alexandra se lo plantea: “Nos podemos reunir frente a las berenjenas”.
Tocar a alguien es correr un riesgo. En una foto en Twitter reposa el ABC de las relaciones sexuales en tiempos de Covid-19 que el Ministerio de Salud de Colombia ha remitido a la población y en el cual sentencia: “Usted es su pareja sexual más segura”. Así, mientras dure la pandemia, videollamadas de distintos tonos y emojis tendrán que sustituir caricias y besos, pero los encuentros físicos quedan como una promesa para tiempos inciertos.
Querer escapar de un mundo en que nos vemos obligados a alejarnos unos de otros también es una opción. Tomasz tiene la mitad de su vida viviendo en Londres desde que dejó su Polonia natal. Tenía más de seis meses planificando sus vacaciones a Colombia, cuando las noticias de cierres de fronteras y cancelaciones de vuelos comenzaron a correr por todo el mundo. Le faltaban quince días para el inicio de sus vacaciones, pero al ver lo que ocurría se decidió a adelantar su viaje. Había que huir cuanto antes.
Gerente de una empresa trasnacional de alquiler de vehículos, Tomasz empacó su computadora y una semana antes de que se decretara la cuarentena en Reino Unido tomó un avión rumbo a Bogotá. Era uno de los escasos pasajeros del último vuelo de Avianca que salió de Londres con destino a Colombia. Para entonces, el aeropuerto internacional de Heathrow ya era un lugar semifantasma con tiendas vacías donde Tomasz caminaba con su máscara Dräger X-plore® 1300, gemela de la que le compró a su gato los primeros días de la pandemia, cuando aún no se sabía si las mascotas contraían el virus.
Cuatro semanas más tarde aún recorre la costa colombiana. Se lo ve en Facebook acompañado siempre con el mismo amigo, en un paraíso solitario y carente de gente, vida y sentido. Playas y montañas despobladas, hoteles y piscinas de ensueño, donde la máscara Dräger desentona y da un aire posapocalíptico. La distancia también lo alcanzó en su escape. Su vuelo de regreso fue cancelado. Aún no sabe cuándo podrá volver.
Quizás estamos apenas en los albores de lo que implica estar lejos. Mientras nos disponemos a cuidar esos dos metros que implican nuestra zona de seguridad, Lydia Bourouiba, científica e investigadora del Massachusetts Institute of Technology (MIT), publicó un artículo a finales de marzo en el Journal of the American Medical Association, en el que explica que la cepa del coronavirus puede viajar más allá del metraje del que hablan los infectólogos y que, en verdad, deberíamos mantenernos a unos pedantes ocho metros de distancia.
Mes y medio antes de que el coronavirus llegara a Londres con toda su fuerza, una mujer de abrigo largo se subía al metro en la estación de Baker Street. Delgada, rubia, no tenía un cabello fuera de lugar. Vestía ropa de marca. La mayoría de los ocupantes del vagón a medio llenar la miraron con extrañeza cuando sacó un pañuelo de papel de su cartera y lo usó para agarrarse a uno de los tubos cercanos a la puerta. Junto a ella, un chico moreno se retiró un poco y comenzó a sonreír al ver la escena. No supe por qué, pero me sentí avergonzada y pensé que tendría algún trastorno obsesivo compulsivo.
Aquella mujer estaba muy adelantada en lo que sería nuestra nueva rutina. La “distancia social” está cambiando el mundo tal como lo conocemos y, mientras el virus siga su curso, es una medida que ha llegado para quedarse. No podemos tocar nada fuera de casa con las manos desnudas, pero sobre todo: “Por favor, mantenga la distancia”.
Laura Dávila Truelo
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