Policías de las distancias ajenas

Tres policías patrullan en las calles desiertas de Londres el 16 de abril de 2020. Fotografía de Tolga Akmen | AFP

02/05/2020

La crisis del SARS-CoV-2 ha desatado en Europa un virus distinto: las personas han sacado a relucir sus habilidades de espías para identificar y denunciar a aquellos que violan las normas de distancia social. En España los vecinos dejan mensajes en los espejos para los trabajadores sanitarios; en Bélgica indagan quién podría estar saliendo de casa tras dar positivo para Covid-19, y en el Reino Unido se expone a los violadores de la cuarentena en redes sociales.

Londres.- “Cuando se acabe todo esto y dejemos de pasarnos la vida en las redes, ¿nos volveremos mejores personas?”, se pregunta Martín Caparrós en su Twitter, y yo imagino los abrazos de reencuentro que no habrá –al menos por los próximos meses. 

Ha cambiado la mirada. Somos detectores de abrazos y proximidades ajenas. En el supermercado dos chicas se tocan las manos para ayudarse a alcanzar una lata en lo alto de la estantería. Me pregunto: ¿Son familia? ¿Viven juntas? ¿Por qué se tocan? Igual las parejas. Dos adolescentes caminan tomados de la mano a un lado de la calle; llevan mascarilla. ¿Saben sus padres que rompen la distancia social? Nos exponen.

Ya no somos localizadores de fake news. Ahora somos policías de la cuarentena. Escrutamos las fotos posteadas en redes para detectar encuentros no autorizados –sabemos que esas personas hace pocas semanas estaban en países distintos– y, una vez más, juzgamos.

Los comentarios en grupos de amigos corren a la velocidad del virus. Toda la familia C (su apellido ha sido cambiado a solicitud) dio positivo para coronavirus y varios de ellos caminaban hace un par de semanas alegremente en el parque Cinquantenaire en Bruselas. Ángela los vio a lo lejos. Con sus seis meses de embarazo, era la primera vez que salía de casa. Quiso dar un paseo para tomar aire porque ya no podía con el encierro. Al ver aquella familia, apuró el paso en dirección opuesta y casi llegó corriendo a su casa. No volvería a salir. “Son unos inconscientes”, se dijo. Aunque quizás ya se habían recuperado y habían pasado el período de contagio… O no.  

La llegada del SARS-CoV-2 trajo consigo la desconfianza y, con ello, el cuestionamiento de las libertades. Ya en el siglo XVII, John Locke, filósofo y teórico político, establecía las bases del Estado liberal moderno, alegando que el ser humano decidió agruparse en sociedad para proteger sus propios derechos y beneficiarse mutuamente gracias a la justicia. Para Locke, además, las personas eran libres y tenían los mismos derechos. Pero nuestra libertad termina donde comienza la de los demás. Ahora ese derecho se mide por lo menos a dos metros de distancia, siempre y cuando los vecinos no decidan hacer una reunión con amigos en plena cuarentena.   

Chisme o delación

La necesidad imperiosa que algunos sienten por cumplir –y hacer cumplir– las normas de distancia social, lleva a que algunos opten, incluso, por acabar la concordia entre vecinos exponiendo a aquellos que se han atrevido a hacer una reunión con amigos o a exhibirse en el jardín de casa disfrutando un vino en una tarde soleada de primavera. A mediados de abril, una vecina de Milton Keynes, a 80 kilómetros al noreste de Londres, fotografió a sus vecinos reunidos y publicó las imágenes en uno de los muchos grupos comunitarios y privados de Facebook, mientras la audiencia clamaba en los comentarios porque se hiciera la denuncia a la policía, al tiempo que los tildaban de “Idiots”. 

El entrometimiento, la injerencia, el fisgoneo, han cobrado prestigio en tiempos de pandemia. De acuerdo con una nota publicada en Político a lo largo de Europa las personas dedicadas a vigilar el cumplimiento de las normas de distancia social han adoptado una identidad: así son mouchards en Francia, chivatos en España y spitzel en Alemania.

En las policías del Reino Unido llueven denuncias de personas preocupadas porque sus vecinos osan salir a correr o ejercitarse dos veces al día –la recomendación es hacerlo solo una vez– o porque visitan con mucha frecuencia el supermercado. Esto llevó a que el comisionado de policía de Thames Valley, Anthony Stansfield, recurriera a la BBC para solicitar a la población que dejara de chismear acerca de sus vecinos, y explicó que solo se debía recurrir a las autoridades cuando se tratara de circunstancias extremas.

Usar a los vecinos como herramienta para forzar el cumplimiento de las normas se ha extendido por Europa en estos tiempos de pandemia. En Roma, la alcaldesa Virginia Raggi creó una página donde se podían denunciar a quienes estuvieran quebrantando la ordenanza de quedarse en casa. 

Según el sociólogo Patrick Bergemann, autor de Judge thy Neighbor, que analiza los procesos de denuncias durante la inquisición española, la Rusia imperial y la Alemania nazi, los comportamientos de delación y semiautoritarios surgen muy frecuentemente en tiempos de crisis.

Covidiots

Mientras sobrepasaba a otra ciclista en uno de sus paseos vespertinos, José alcanzó a escuchar como esta lo increpaba: “¡Mantén la distancia segura!”, le gritó la mujer. José iba rumiando su molestia por lo que consideraba un reclamo injusto de la otra ciclista cuando se encontró junto al lago de su localidad, al noreste de Londres, y se detuvo a contemplar la escena. Además, hizo números: más de treinta personas reposaban en la grama junto al lago tomando el sol y compartiendo; familias y pequeños grupos gozaban de la ola de calor que visitaba Londres a finales de abril. “Increíble”, pensó.    

En la mirada de los transeúntes, de los compañeros en la fila de la oficina de correo o de la carnicería, se ve la inquietud y la curiosidad: “¿Por qué estás en la calle?”. 

En la cola para enviar correspondencia, una de las clientes dice en voz alta mirando a la chica repleta de cajas, paquetes y cartas que mantienen ocupado al dependiente: “Bueno, al menos trajo varias cosas para enviarlas”. En su voz hay aceptación y la valoración positiva de que no había salido de casa a mandar una simple solicitud de tarjeta de crédito. Mi presencia allí, entonces, no se enmarcaba en la dignidad de aquella chica. Bajé la mirada mientras trataba de ocultar el sobre huérfano que tenía en las manos. Daba lo mismo que fuera un documento impostergable: a juicio de la vecina de fila y juez de la cola, una carta no era justificación suficiente para ir al correo. 

La era de la vigilancia vecinal ha alcanzado incluso a médicos y enfermeros que pasan sus días atendiendo pacientes de la Covid-19. Fue España el país donde los residentes inauguraron los aplausos a los sanitarios. Miles de publicaciones en todo el mundo se refieren a quienes confrontan la crisis de la pandemia como héroes, salvo si son sus vecinos. Justo donde comenzaron los aplausos llegaron los avisos en las puertas. A mediados de abril, en Tenerife, un médico publicaba algunas notas que los sanitarios han recibido de sus vecinos pidiéndoles no volver a sus casas y así proteger a la comunidad, mientras otros les sugerían a esos vecinos que se ofrecieran de voluntarios y detuvieran las notas de ascensor.

Al menos 25 gobiernos del mundo ya están empleando seguimiento de datos de sus ciudadanos. Europa se suma a iniciativas asiáticas en el diseño de aplicaciones para este tipo de vigilancia. Los policías usan drones para hacer cumplir las normas de aislamiento social. Pero el presente y el futuro de la vigilancia cuenta con la mirada escrutadora de los nuevos vigilantes de las distancias, esos que en todo el mundo vuelcan en Twitter fotos y denuncias de violación del aislamiento tras la etiqueta #Covidiots. Se sienten una especie de fuerza policial que obra para que se respete este nuevo tipo de soledades requeridas para evitar el contagio. 

El domingo de Pascua, Andrea Bocelli, uno de los grandes tenores de la música italiana, cantaba en el Duomo de Milán: primero en una capilla desierta y más tarde frente a la plaza. La imagen nos llega por YouTube: no hay aplausos, solo un Andrea a por lo menos cinco metros del pianista que lo acompaña. Music for hope llamaron al concierto en vivo. Las imágenes se suceden de Londres a Nueva York, esas mismas calles despobladas que pretende llenar la música y que ahora, más que esperanza, parecen hacer evidente que las únicas melodías que podemos disfrutar con seguridad son aquellas que nos llegan desde una pantalla. Andrea terminaba su concierto sin gritos ni vítores de seguidores. Ni siquiera vecinos del Duomo asomados a las ventanas. Y se alejaba caminando sin más, como si fuera otro lugareño rumbo al supermercado. 

Tras la llegada del coronavirus, la mayoría de los países ha vivido al menos seis semanas de cuarentena: ya los gobiernos comienzan a establecer planes para salir de ella y, aunque las formas de flexibilización varían, lo constante es la permanencia de las medidas de distancia social durante un período indeterminado. 

Habrá que imaginar vuelos con franjas enteras de filas vacías mientras los pasajeros parecerán apenas puntos separados y regados a lo largo del avión. Quizás funciones de teatro o comedia con diez o quince espectadores ataviados con tapabocas o filas –con sus respectivos dos metros de distancia segura entre clientes– para poder acceder a una cafetería en la que podremos hablar con algún amigo sentado a una mesa de por medio. 

Todo parece indicar que allí estará de nuevo la mirada escrutadora de ese otro que vigila. Estos nuevos centinelas para quienes el acto de un beso o una caricia entre quienes no viven juntos es amenazador y proscrito. Esos que cuidan que no haya roces ni proximidades, ya no por alguna obsoleta corrección moral, sino por la certeza de que el virus permanece ahí.


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