Literatura

«Llévame esta noche» de Miguel Gomes

13/11/2022

El escritor Miguel Gomes. Fotografía de Manuel Sardá

“Usted no será un fantasma hasta que camine por las calles de Salamanca llorando a una madre muerta”. Este es el claim de la segunda novela de Miguel Gomes, uno de nuestros autores más queridos y admirados, quien además de este género, ha desarrollado una importante obra como cuentista, catedrático y crítico. Desde principio de los noventa es profesor de posgrado de Literatura Hispánica y Literatura Comparada en la Universidad de Connecticut, y constituye para nosotros, sus cofrades venezolanos en el mundo de la ficción, un referente de auctoritas, de culto y sabiduría.

Llévame esta noche es una novela de entramado hondo que, como se ha dicho, remite a distintas lecturas por capas, y cuyos personajes, que tienen antecedentes en otras obras del autor, siguen ramificándose hacia el futuro, apoyándose en la tendencia contemporánea del insondable final abierto. La tarea del análisis la hizo ya con propiedad Pedro Plaza Salvati, en un muy leído trabajo, por lo que aquí apenas podremos exhalar, además de algún balbuceo, una que otra redundancia.

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Si nos permitimos una pizca de spoiler, Llévame esta noche es la historia de David de Sousa, hijo de inmigrantes portugueses nacido en Venezuela, que viaja a Caracas desde Estados Unidos, donde reside y da clases desde hace mucho, a fin de asistir —en el fondo para despedirse—, de una madre que agoniza. En el trance se tropieza con viejas y nuevas relaciones, así como con los destrozos de país que han dejado sus últimos redentores.

Lo curioso es que, lo que en la práctica podría resolverse con un módico ataúd, unas oportunas lágrimas y un retorno cabizbajo a Nebraska, acá detona una briosa conducta donde la libido se exacerba y el profe pasa de enterrar a la progenitora a impartir justicia a diestra y siniestra. Vale decir: salta del esquema madre al esquema amantes, sin nessuna sfumatura intermedia.

Es el impedimento de asimilar el elemento femenino, de asignarle la debida gravedad, lo que sugiere el perfil de puer aeternus de David De Sousa como personaje central.

Son relaciones —como dice el propio Miguel— “condenadas a desintegrarse”. Incluso aquella con Trivia, la enfermera, que pudiera suscitar algún movimiento en su psique, resulta una imagen sucedánea de la madre, pues es una dama embarazada. De modo que, más allá de brindar la debida arquitectura emocional, su relación maternofilial lo estigmatiza.

A su edad —un adulto con todas las de la ley— resulta un tanto bochornoso que el referente materno siga siendo el eje cardinal en su vida. Pero nada. David está sumido en su vorágine: doña Alice expira y su centro vuela en mil pedazos. De ahí el significativo reporte subconsciente de lo femenino que brinda esta obra.

El protagonista hace lo que hacemos todos cuando no logramos establecer contacto con nuestras emociones: huir hacia adelante, refugiarnos en nuestro flanco racional.

Por otra parte, el insaciable De Sousa no parece reconocerse en nada: ni en la Caracas a la que vuelve y a la que se supone debe su pasado ni en nadie. No conecta. Por eso suena tan lejano y en ocasiones rebuscado en sus disquisiciones en el plano literario. Pareciera reclamar inconscientemente un brillo de experto, cuando en el fondo lo único que desea es evadir su problema existencial. “La conciencia de la inconsciencia de la vida es el más antiguo impuesto que recae sobre la inteligencia”, decía Pessoa.

En paralelo, mientras regresa a su país a decir adiós a su madre agonizante de cáncer de colon, su padre se halla en Portugal, en un trance similar con Inés, la abuela, enferma terminal de cáncer de cerebro.

La oportunidad de sanación, el proceso de, llamémosle “equilibrio”, que va a experimentar a posteriori, se la brinda otro incidente dramático, cual es el intento de suicidio de Helen, su esposa, a su retorno de Venezuela. Una compañera con quien no tiene sexo desde hace años. Con ella subsiste en una relación desgastada, por suerte amistosa, signada por la costumbre. Pues ese conato de suicidio, aunado a la consiguiente separación, es lo que finalmente le brinda la contingencia para el cambio.

La marcha se completa con una última relación, la de Rebeca, la amiga del pasado que le ayuda en su decisión de irse del país, la cual reaparece en las postrimerías de la novela, sentando las bases para que los lectores pensemos que el futuro emocional del protagonista pudiera albergar cierta esperanza.

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Llama la atención el hecho de que las mujeres con las que David De Sousa intima, sufren algún tipo de padecimiento visual. Desde la pérdida de un ojo, pasando por cataratas, estrabismo, hasta la mera conjuntivitis. Eso sin contar la obsesión que tiene con los ojos de su madre que lo persiguen.

No pudimos evitar consultar a Miguel si esta circunstancia se había dado sola o la había elaborado concienzudamente. La pregunta es válida porque, aunque parezca un artificio, la tesis de que los personajes escogen a su autor y se valen de este para narrar sus vicisitudes ocurre más a menudo de lo que parece. Pues su respuesta fue tal y como nos lo habíamos imaginado: fue un hecho involuntario. Hasta las postrimerías de la novela el autor no había reparado en el detalle. Al hacerlo, por supuesto, lo sacó a flote, le dio la significación que pedía.

 

Lo cierto es que tanto la narración en su calado como la personalidad de David de Sousa mueven al lector. Y es que, acaso por cercanía, acaso por identificación generacional, cada página, pensamiento o peripecia del personaje, nos recuerda que ningún hombre en el fondo sabe quién es.

Lo que nos lleva a dos formas de desarraigo. La primera, objetiva, formal: la de los padres, venidos ambos de Portugal como otros miles, a la otrora opulenta nación petrolera. Equivalente con sus distancias a la del hijo, cuando este cae en cuenta de que las perspectivas de la oferta local no cubrirían sus demandas personales. La segunda, existencial: cuando el vacío no lo llena ni Atenas ni Babilonia ni Roma.

Otro aspecto sugerente de la obra es el arrojo, el ejercicio de autenticidad, de fidelidad consigo mismo y a la vez de cero complacencia que ejerce Miguel al ventilar sus obsesiones estéticas, teóricas, semánticas de scholar, de erudito que es, en la trama. Me refiero al mundo de referencias integrado por autores clásicos, pintores, etc., que claramente Gomes presta a De Sousa y que atrae no tanto la atención del público lato como la de los iniciados.

Cuestión que se celebra porque además de emplearlo y acoplarlo magníficamente a la condición racional y evasiva de su personaje central, constituye una acción de resistencia, al no transigir al estilacho efectista que están imponiendo las más influyentes agencias y editoriales que, rendidas a la cultura de masas, han impuesto un molde, un cliché facilón, orientado exclusivamente al entertainment, a la satisfacción rápida, con un único objetivo: el mercado.

Es la cultura del click-bate, del like, de la popularidad como valor prioritario, que ya apesta, nos sobrepasa e impone una versión META —como dicen ahora nuestros nuevos dueños globales— de la obra de arte, que no trasciende la superficie y se sitúa a centenas de millas de aquello que alguna vez llamamos alma.

Es la otra cara de la cultura zombi. Ya no a lo Kremlin, ya no a lo bolsa o caja CLAP, sino a lo trending, a lo cute. Como decía Borges: “queriendo sobornar el aplauso de los más distraídos”.

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Al final de la presentación de la primera edición de este trabajo, realizada en Colombia el año pasado, pude hacerle una pregunta a Miguel. Una pregunta relacionada con la impresión que dejaba en el ambiente acerca de que algunos de sus personajes principales parecían heterónimos (entre comillas, por supuesto).

Caracteres a los que no cuesta mucho aventurar que presta un gen de su identidad —mas no de su biografía— y en los que da la sensación de subdividirse sin identificarse, para contar. A lo que me refiero no es a la definición técnica del heterónimo: aquella palabra que tiene una gran proximidad semántica con otra pero una forma y un origen etimológico distintos, o al nombre diferente al suyo con el que un autor firma su obra cuando adopta una personalidad fingida. Para nada. Hablo de las lícitas y múltiples derivaciones del narrador en personajes variopintos, en la búsqueda de otros puntos de vista, como en un juego de desdoblamiento.

Es lo que trasluce su obra. No sin cierto automatismo, las audiencias, los lectores, suelen confundir al protagonista de una novela con la mente que pergeña la trama, y Miguel no está exento de este apuro, aunque David de Sousa, Lucio Cavaliero y Alexandre Gomes tengan mucho o poco que ver con él.

El itinerario de De Sousa es dilatado. Grandes praderas norteamericanas, Caracas, Nueva York, Figueira da Foz, para terminar recalando en Salamanca.

Podrían escribirse páginas y páginas a partir de las innúmeras lecturas y referencias de Llévame esta noche. Por lo pronto la celebramos, ya en su segunda edición, como dice David ha de recibir la visita de la muerte: con copitas de oporto o madeira y pastéis de nata.


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