COVID-19

Lecturas de pandemia

El 9 de enero de 2021, un grupo de invitados utiliza máscaras durante el evento de lanzamiento del carro, modelo NIO ET7, en la provincia de Sichuan, China. Fotografía de STR | AFP| China OUT

10/01/2021

UNO: Cuando terminé de leer Diario del año de la peste de Daniel Defoe me dije que ya bastaba de lecturas inquietantes y apocalípticas. Además, lo que quería saber de una pandemia ya estaba en esa magnífica crónica imaginaria basada en hechos reales, la peste que asoló Londres en 1665. Leí entonces algunas novelas ligeras como Los nombres epicenos (2018), de Amelié Nothomb, y luego me adentré durante tres o cuatro días en Serotonina (2019), la última obra de Michel Houellebecq, l’enfant terrible de las letras francesas. De las cinco novelas anteriores de Houellebecq sólo me falta por leer la polémica Sumisión (2015). La comencé el 31 de diciembre de 2018 en la casa de mi hermano Gerardo en un páramo de Trujillo y al día siguiente caí fulminado por una severa neumonía que por poco me envía para el infierno tan negado de los apóstatas como yo. Por supuesto, no asocio Sumisión con mi colapso, pero me olvidé de casi todo, incluyendo esa novela. Sin andar buscando nada en particular me encontré de pronto con Serotonina y le hinqué el diente.

Más que un niño terrible, Houellebecq es un francotirador que no deja títere con cabeza. Para él, o para el protagonista de esta fábula perversa, todos son víctimas de su visión descarnada del mundo, de su declarada misoginia, de su odio a todo lo que suene a autoridad («Dios es un guionista mediocre»), de su fracaso en la búsqueda de algo que a los críticos del autor les ha resultado insólito: el amor. «La gente se fabrica ella misma el mecanismo de su desdicha», nos recuerda en la página 118. Florent-Claude Labrouste, el protagonista-narrador, se detesta a sí mismo, comenzando con su propio nombre. Y cuando se refiere a la alta cultura de Europa, en particular a las potencias que protagonizaron las dos guerras mundiales del siglo XX, Alemania y Francia, carga entonces contra dos de sus más conspicuos exponentes: Thomas Mann y Marcel Proust. A ambos les reprocha su cobardía por no haber salido del clóset de su homosexualidad. ¡Habrase visto, Monsieur! Ya antes había reducido al gran Goethe a la condición de vejete chocho y dañino. A veces me pregunto si a Houellebecq durante su infancia y adolescencia nadie le prestaba atención, si acaso fue víctima de bullying y ahora se desquita lanzando piedras contra el tejado ajeno. En fin, pareciera que nunca ha dejado de estar de moda el parricidio y también las disputas fratricidas. E incluso el filicidio. Debo reconocer sí que la prosa de Houellebecq es poderosa y atractiva. Confieso que no puedo dejar de leerlo.

Y también debo destacar que en Serotonina hay una escena impagable, que me abstendré de detallar. Sin embargo, no dejaré de citarla. El Steyr Mannlicher HS50 es un fusil de altísima precisión, con mira telescópica y una sola bala, capaz de alcanzar un objetivo ubicado a un kilómetro y más. Por supuesto, es el arma preferida por los francotiradores, que solo tienen una oportunidad de dar en el blanco. Ya definí al autor de la novela como francotirador y él coloca a su personaje, el «existencialista» Labrouste en una posición que se corresponde justamente con la de un francotirador. Labrouste, armado con su fusil Steyr HS50, tiene en su mira a un niño de cinco años. Adrenalina pura que contagia al lector, y no digo más.

Mientras leía este “cuento de hadas” de Monsieur Michel Houellebecq no dejaba de pensar que Meursault –el personaje desencantado de El extranjero, la novela de Albert Camus–, pudiera ser el modelo de Sumisión. (Meursault: individuo extraviado en la vorágine del siglo XX que no encuentra valores en los que aferrarse y que comete un crimen –asesina a un árabe– sin ninguna justificación). Al mismo tiempo recordé la primera canción de The Cure, «Killing an arab» (1980), inspirada en el personaje de Camus. No sé cuantos centenares de veces escuché aquella pegajosa melodía allá por los ochenta en un disco de acetato: «I’m alive / I’m dead / I´m the stranger / Killing an arab».

Sin embargo, la imagen que se me venía a la mente a medida que me adentraba en la trama de esta novela extraña, la de Houellebecq, era la de una noche de julio de 2002 pasada en Barcelona en un bar acompañado por Enrique Vila-Matas, mi amiga Piedad Londoño y un tercer personaje muy divertido, amigo de Enrique, de apellido Herralde, como el editor de Anagrama, creo que era su hermano. Ya en la alta madrugada, a la hora del lobo, apenas quedábamos los cuatro en el bar atendidos por el dueño, admirador de Vila-Matas. En algún momento de la conversación, mientras el señor Herralde intentaba seducir a Piedad, Enrique, un tanto achispado, bastante achispado, pronunció una frase que nunca olvidaré: “Yo, Enrique Vila-Matas, quiero ser el escritor que ilumine la decadencia de Europa”. La frase la anoté ahí mismo en la Moleskine de la que no me separaba ni siquiera para ir al baño. Varias veces le he recordado a Enrique su solemne declaración de aquella noche y él asegura que jamás dijo algo así. A mí la frase me sigue dando vueltas en la cabeza, me parece muy acertada, y me encanta el hecho de “iluminar”, es decir de alumbrar las ruinas de la vieja Europa. Vila-Matas lo viene haciendo de forma estupenda desde su primer “éxito”: Historia abreviada de la literatura portátil (1985), imagino que una de las primeras novelas españolas en las que no se hace mención a la guerra civil pues trata de una conspiración shandy de la que forman parte artistas como Walter Benjamin, Duchamp, Gombrowicz, Dalí… Y lo ha venido reiterando en sus últimos libros: Dublinesca (2011), Kassel no invita a la lógica (2014) y en particular en Aire de Dylan (2012), mi preferido de este trío. Lo leí en Tokio, la ciudad de mis amores, ese mismo año, y al encontrar un párrafo memorable donde describe las fantasías alucinatorias del padre de Vilnius, protagonista de la novela, tuve que quitarme el sombrero. ¡Amigo mío, chapeau! No resisto la tentación de citarlo: «Y de cerca he visto mi silueta, de madrugada en Tokio, en la desembocadura del río Sumida, con miles de toneladas de pescados llegando al mercado de Tsukiji, el más grande del mundo, poblado de atunes sin cola sobre un suelo de ensueño, de tono rojizo y ocre mojado, con un olor a mar intenso». Hacía un par de meses que había estado en aquel muelle acompañando a mi sobrino Johann y a su esposa Vicky en un inolvidable periplo que nos llevó río arriba hasta el antiguo barrio de Asakusa. La descripción que hace Enrique de aquel amanecer en el delta del Sumida está impregnada de lo que podríamos llamar alta poesía con su dosis de imaginación pura, nada que ver con el realismo a veces ramplón de gran parte de la narrativa peninsular. No hace falta decir que Enrique se ha negado a conocer Tokio a pesar de las reiteradas invitaciones del Instituto Cervantes. Cuando le pregunté por qué había aceptado viajar a China y no a Japón se me quedó mirando como si lo hubiera pillado en falta.

Iluminar la decadencia de Europa es una ardua tarea que Vila-Matas y Houellebecq, dos autores con registros muy diferentes, quizá irreconciliables, están cumpliendo con empeño, dedicación y fortuna. Supongo que se trata de una legión que tal vez hunde sus raíces en autores ya clásicos como Danilo Kiš y Vasili Grossman, que se han ocupado de recordarnos los horrores de la intolerancia y la pura maldad. Citaré otro más, contemporáneo, para completar el trío: Jonathan Littell, un autor inclasificable que se hizo conocer con la monumental y espeluznante novela Las benévolas (2006), que narra en primera persona la confesión de un verdugo nazi, en un tono que recuerda el término «la banalidad del mal» acuñada por Hannah Arendt. En 2018 Littell publica Una vieja historia. Nueva versión, una mezcla de «Bolero» de Ravel con las perversiones del Marqués de Sade en clave postmoderna, con piscina, gimnasio y terrorismo urbano incluidos. Un porno soft que podría ser elevado a la categoría de hard a no ser por la asepsia e higiene de las escenas de sexo en grupo. A decir verdad, no me atrevo a recomendar esta novela tan rara y a ratos inquietante, una apuesta que tal vez indague en el hartazgo y la soledad de la sociedad capitalista actual, un relato que explora los conflictos de una clase que al nadar en la abundancia comienza a vislumbrar los primeros síntomas de la decadencia. Esta fue una de mis lecturas de finales de 2019 antes de que los aletazos del murciélago de Wuhan nos mandaran para el mismo carajo.

DOS: Nadie duda que los narradores de este lado del Atlántico posean otras prioridades antes que ocuparse de iluminar la decadencia de sus propias sociedades. Como se trata de una historia archiconocida me abstendré de hacer una apología de Borges, García Márquez, Onetti, Rulfo y compañía. Me referiré al extraordinario narrador argentino Antonio di Benedetto. Aunque sabía de su existencia y de su importancia en su país natal, no había tenido oportunidad de leerlo. Daniel, mi hijo, que está viviendo desde hace dos años en Buenos Aires, me envió el año pasado un paquete con quince libros entre los cuales estaba Zama la famosa novela de Di Benedetto. La mantuve siempre a mano esperando la oportunidad de abordarla al igual que alguien, precisamente don Diego de Zama, el personaje de la novela, aguarda en el puerto la llegada del barco que lo habrá de conducir hacia un destino mejor, siempre negado… En diciembre de 2019 había conversado por teléfono con mi amigo el gran Diómedes Cordero que pasaba vacaciones en Barinas y me contó que andaba alucinado con Zama. Había leído la novela en dos o tres días, se lo creí. Desde 2018 se venía hablando de Zama, la película dirigida por Lucrecia Martel, una adaptación de la novela de Di Benedetto. Premios y elogios en todos los festivales. Por si fuera poco, J. M. Coetzee, un autor que vengo leyendo exhaustivamente desde que conocí su impresionante novela Desgracia, dice que Zama es la gran novela americana. Con todas estas clamorosas recomendaciones, el libro permanecía imperturbable en mi mesita de noche. Una bomba de tiempo, que al fin estalló.

Ubicada en la última década del siglo XVIII, Zama da cuenta de los años postreros de don Diego de Zama, un eficiente funcionario criollo que medra en un apartado pueblo fronterizo aguardando su nombramiento por parte del rey de España para un cargo acorde con sus conocimientos y con su hoja de servicios. Antes de recalar en ese aburrido lugar se había destacado en la guerra contra los indios en la frontera sur. Dividida en tres capítulos («Año 1790», «Año 1794», «Año 1799»), la narración de Di Benedetto pudiera ser ubicada en la acomodaticia categoría de novela histórica pues los hechos descritos en sus páginas se corresponden con sucesos históricos, verosímiles, aunque no se refieran a ninguna gesta heroica en particular ni a personajes que figuren en los textos escolares o en las estatuas de los parques. También, y con mayor razón, la narración responde, por su carácter reflexivo y por la actitud a menudo estoica del personaje principal que cuenta su historia de vida en primera persona con un desapego providencial, a otra acomodaticia categoría: el existencialismo. Esta última visión les da cuerda a los críticos perezosos para asociarla enseguida con La náusea, de Sartre, o con El extranjero, de Camus. Pero como decía alguien por ahí: ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Zama es una novela única e inimitable, el producto de una imaginación prodigiosa, una obra que debería ser leída y vuelta a leer con los ojos abiertos de par en par.

Lo primero que me sorprendió y me atrapó de la lectura de Zama fue la originalidad de su lenguaje, engañosamente barroco, escueto a ratos, limpio, seco, eficiente, que me hizo pensar en Rulfo y Guimarães Rosa. También asociaba la trama de Zama con el entorno rural y desolado de las obras de aquellos grandes maestros. Sin embargo, mientras me adentraba en el universo de Di Benedetto fui comprendiendo que lo que estaba imaginando como una posible influencia se trataba de un caso de vasos comunicantes o en otras palabras del aire de los tiempos. Zama fue publicada en 1956, Pedro Páramo en 1955 y ese prodigio que es Gran Sertón: Veredas en 1956. Antonio di Benedetto, al igual que Rulfo y Guimarães Rosa, era un adelantado.

Referirme a la trama de esta admirable novela sería relativamente fácil. Es imposible, sin embargo, librarse de los spoilers. Haré entonces una síntesis de veinte líneas. Don Diego de Zama aguarda una providencia real que lo saque de aquel espantoso lugar donde ha sido confinado. Su mujer y su hija lo esperan en Santiago de Chile. Mientras rumia en soledad su desamparo se va relacionando con algunos personajes de su entorno, el gobernador, los funcionarios menores que lo incordian, el dueño de la pensión donde malvive, la hija del dueño. La espera lo va convirtiendo en una persona que duda a cada instante, que no tiene convicciones firmes, que tal vez carece de atributos. Luego, como si actuara por aburrimiento y por inercia se dedica a seducir a una señora casada. Esta, a la manera de una malvada bruja lo envuelve en una historieta de tira y encoje, hasta que un día hace mutis sin ninguna explicación. Así se le va la vida. Pasan los años y lentamente el burlado don Diego de Zama se va hundiendo en los avatares de la decadencia que lo llevan a una existencia miserable, al borde de la mendicidad. Al noveno año se le ofrece una oportunidad que acepta sin pensarlo dos veces: parte con un grupo de mercenarios en la búsqueda de un famoso bandido que mantiene en jaque con sus incursiones al ejército real. Y es aquí donde la narración da un giro de ciento ochenta grados y se interna en el territorio de lo fantástico. La intensidad de este tercer y último capítulo es tal que el lector se mantiene en vilo como si acompañara a los mercenarios, a horcajadas en un brioso corcel, por aquellos parajes del fin del mundo donde pululan los indios cortadores de cabelleras, una procesión de ciegos y una serpiente venenosa que se cuela en tu hamaca en la alta madrugada. Del previsible final no hablaré en esta oportunidad. El desocupado lector lo agradecerá.

Puedo decir que Zama es una novela ejemplar en el sentido de las novelas ejemplares de Cervantes. Más allá del lenguaje original y del atractivo de la trama, en particular de su apoteósico capítulo final, esta obra es una profunda indagación de la condición humana. Sin dárselas de filósofo, el autor plantea las interrogantes básicas que las personas pensantes se hacen casi a diario. ¿Quién soy? ¿Qué estoy haciendo en este mundo hostil? ¿Qué debo hacer para enfrentar las adversidades que me amenazan a cada vuelta de la esquina? Al parecer no existen respuestas que pudieran satisfacer a unos y otros. También en Zama asistimos al enfrentamiento de un individuo desolado con el poder, representado en el gobernador y allende los mares en la figura fantasmal del rey. En esta desigual confrontación, ya conocemos por anticipado el inexorable resultado. Don Diego de Zama acepta su destino. Pareciera que a través de los siglos escuchara el consejo de Franz Kafka: «En tu lucha entre tú y el mundo, ponte del lado del mundo». Sin embargo, no se rinde. Conserva un ápice de esperanza y acompaña a los mercenarios a la caza de Vicuña, convencido de que él, don Diego, matador de indios, capturará al legendario bandido pues lo conoció personalmente en la época de sus “gloriosas” incursiones en el sur. Esa aventura le reservará una sorpresa mayúscula que lo hará reflexionar de nuevo acerca de los cambios extraños que se suelen operar en la psiquis de los humanos. Vicuña, el enemigo, el otro, le dará una lección. Y en el momento de la sensación verdadera, quizá daba igual que él hubiera sido don Diego de Zama, el bandolero Vicuña Porto o el ponzoñoso capitán Hipólito Parrilla, que a lo largo de la insensata expedición no cesara de incordiarlo. Pero Zama nunca se rinde, su determinación está por encima de cualquier dificultad incluyendo la de su propia e ineludible muerte. Cuando siente que su fin está cerca, con la sangre y la pluma de un avestruz escribe sobre un papel arrugado un mensaje para su mujer, de la que no tiene noticias desde hace años: «Marta, no he naufragado». Guarda el mensaje dentro de un pequeño frasco y lo arroja al río.

 

(Mérida, mi herida, 28 de septiembre de 2020). 


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