Perspectivas

«Las voladoras» de Mónica Ojeda

06/04/2021

Monica Ojeda. Fotografía de Casa de América | Flickr

Es sabido que en un buen cuento nada debe faltar ni sobrar. Un cuento ha de ser una esfera cerrada, perfecta, donde el lenguaje, los silencios y lo que se cuenta se combinan por solidaridad e interdependencia de manera magistral. Las voladoras (Madrid, Páginas de Espuma, 2021), de Mónica Ojeda, maneja estos tres elementos con arte, con conocimiento del oficio. Se le agradece la reivindicación literaria del género de terror, regado –en su caso– con temas tabú y con una atmósfera andina, mitológica, atávica. Los cuentos de este libro suelen reducirse a una anécdota mínima o simple cuyo desenlace, por lo general no sorpresivo, pero casi siempre duro y conmovedor, se va retrasando gracias al manejo de esos silencios y al trabajo del lenguaje que predomina, que se hace notable.

En ocasiones encuentro en mis talleres alumnos aventajados que hacen magnífico uso del lenguaje. Son muy buenos para las imágenes y para lograr excelentes metáforas (no caen en lugares comunes); también, para las descripciones y las atmósferas. No sin razón, ante los textos de estos participantes algunos se sienten incómodos: hemos venido trabajando el relato directo, el lenguaje certero, la idea de lo esencial para llevar a buen término la historia y de pronto surge «esto» en el ejercicio. Allí saltan entonces críticas poco favorables que apuntan hacia una utilización del lenguaje que podría «confundir» al lector porque «dispersa» el relato. Me toca entonces aclarar que estamos ante otro nivel, ante un momento del relato que, sin hacerle perder su ruta, utiliza con provecho la función poética del lenguaje tan necesaria, anhelada y querida para la escritura literaria. La literatura, justamente, es un discurso que se concentra en lo estético, en la elaboración de un artefacto donde el lenguaje se abisma sobre sí mismo. Y sí, para mí también se trata de contar una buena historia o por lo menos de manejar cierta opacidad en el lenguaje para que la intriga se revele en virtud de esa opacidad. En esas oportunidades intento hacerles ver a los talleristas que ninguno de los dos niveles sobra: el primero busca la economía y el control de una segunda historia –del dato escondido, de las sombras, del suspenso, del misterio, como quieran llamarlo–, y el segundo busca el lenguaje plegado sobre sí mismo para crear descripciones, imágenes, atmósferas.

Con Las voladoras Mónica Ojeda insiste en este segundo nivel de la función estética del lenguaje. A través de ese trabajo con la palabra Ojeda logra crear atmósferas hermosas y al mismo tiempo extrañas, y digo extrañas porque los elementos de terror, de lo prohibido, de lo monstruoso forman también parte de la belleza del lenguaje, configurándose así como una sensibilidad, como una mirada que entiende el alma humana desde lo oscuro. Los cuentos de Las voladoras se crecen en las atmósferas, en el aire enrarecido de lo gótico y de lo andino: ese es uno de sus grandes logros.

No obstante, alcanzar la maestría de la función estética es un camino arduo. Hay quien confunde alambique con artefacto, quien cree que la retórica forzada es belleza, quien se suicida en el lugar común, en la cursilería o simplemente hay quien cae en el exceso del lenguaje y olvida que dicho exceso puede volverse una peligrosa melcocha. En algunos partes, Las voladoras roza ciertos momentos estéticos que se me antojan innecesarios por excesivos. En un par de cuentos se repiten incluso las fórmulas retóricas que en otro momento se ajustan como anillos al dedo, pero que ya repetidas devienen facilonas y cansinas. En «Sangre coagulada», por ejemplo, funciona muy bien la repetición y las variaciones del color rojo («Rojo caracha rojo terreno rojo aguja rojo raspón») y otras reiteraciones por el estilo a lo largo del relato; pero luego en «Terremoto» y «El mundo de arriba y el mundo de abajo» se tornan –ya lo he dicho– excesivas y, sobre todo, carentes de capacidad para crear asombro por ya vistas y predecibles.

En otras páginas el trabajo del lenguaje, sin dejar de ser fino, se vuelve melcochoso, insisto, por su innecesaria recurrencia. Una persona cariñosa siempre es deseable como pareja, pero una excesivamente cariñosa se vuelve incómoda y agotadora. El exceso de cariño termina siendo indecoroso, vergonzoso, cursi.

En Las voladoras hay frases dichas por algunos personajes que, de tan poéticas, se antojan falsamente solemnes. El cuento «El mundo de arriba y el mundo de abajo», que además es el último del libro, no deja de machacarte frases que no terminan de encajar, demasiado pomposas, demasiado interesadas en deslumbrar; tal propósito queda expuesto como ocultando cierta debilidad de la historia, cosa que no es necesaria porque la capacidad de Ojeda para atraparnos con una trama simple es notable. Casi todo este cuento se me antoja edulcorado, ahíto de palabras.

Por su parte, «Terremoto» resulta el texto más débil del conjunto –por fortuna es corto– y luce más como un ejercicio de lenguaje que se hunde en el embeleso de sí mismo: no llega a ningún sitio, pareciera que está allí por estar, para abultar páginas. En cambio, el relato «Las voladoras», el primero del libro y que da título al volumen –también de corta extensión–, se abre feliz con un despliegue de imágenes, de oscuridades y luces, de estilo y misterio que fascina.

Otro gran texto es «Caninos», tenso y surrealista, opaco y luminoso, aferrado con pericia al motivo de la metamorfosis y al juego del lenguaje. Asimismo, «Cabeza voladora» impresiona, atrapa y es una muestra de cómo Ojeda logra, con el uso de lo estético, que el horror más abyecto se nos cuele como haciendo caricias cuando en realidad va cortando como hojilla. «Soroche», entretanto, toma su lugar como otra composición bien armada que –desde las distintas voces de los personajes, al estilo de «El bosque» de Akutagawa—, dibuja certeros retratos de mujeres citadinas enfrentadas a la atmósfera asfixiante y alucinatoria del universo andino. Pero al contrario que en el cuento de Akutagawa, en «Soroche» parecieran no interesar las distintas versiones de la realidad, sino la representación de los tipos femeninos, las ideas de belleza y el poder destructor que pueden tener los celulares y las redes sociales.

En «Slasher» se desarrolla una idea magnífica: las significaciones del sonido y el silencio en el contexto de la música experimental, unidas estas a referencias de algunos subgéneros del cine de terror (el cuento lleva el título de una de esas variantes). Sin embargo, lo que pudo ser un cuento memorable también termina perdiéndose en los malabarismos del lenguaje. Por el contrario, «Sangre coagulada» sí hace uso equilibrado de su pirotecnia estética y se alza como uno de los mejores relatos del libro, al mismo tiempo que resulta uno de los más escabrosos y oscuros.

La crítica y la prensa de reseñas han insistido en la militancia feminista de la escritora; no obstante, se agradece en estos relatos la delicadeza de ese abordaje. En Las voladoras priva la literatura, la profundidad del alma humana por encima de cualquier posible militancia. Esta sensatez es resaltable, así como las vías que Ojeda ha encontrado para revindicar el terror como género literario de altura y también –aunque con las observaciones señaladas– el abordaje del trabajo poético para contar historias, para manejar la opacidad y para mantenernos en sus relatos hasta el final. El trabajo con la palabra es, sí, uno de los elementos más loables del libro, pero tal como hemos escuchado por allí: grandes poderes llevan grandes responsabilidades.


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