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Cuando niño, mi papá me traía del trabajo resmas de papel bond, quinientas hojas en blanco para que dibujara. Estas existían en su tiempo propio pero creaban una inconformidad en mí con respecto a su función. Me explico: esas resmas de oficina estaban destinadas originalmente a llenarse de números, de cuentas, a ser cartas comerciales, pero yo veía en ellas otra posibilidad, que era la de crear líneas, de soltarlas, de ponerlas a moverse en el dibujo.
Allí empezó todo, y así ha seguido siendo. En el dibujo y en la escritura.
Les cuento algo más: hace poco tuve un trabajo terrible. Era lo que llaman un trabajo tóxico donde prevalecía el maltrato y la humillación. En esos días, sobre todo hacia el final, dibujé bastante. Trabajaba, claro, no se crean, pero entre una cosa y otra, dibujaba. Creo que me salvé de un infarto o de los típicos ataques de pánico que producen los trabajos tóxicos, gracias al dibujo. Y gracias a la escritura ‒que parte también de un espacio blanco‒, porque a ratos, en las noches y los fines de semana, con urgencia casi de vida o muerte, estuve escribiendo una novela. En esa novela, hablo en ciertas partes de la felicidad. Había personajes que querían estar en otras partes, vivir otras vidas. Esa es una definición de la felicidad que me gusta desde el sentido negativo: la felicidad es no querer estar en otra parte y no querer ser alguien más. No es casual que estuviese hablando de tales cosas teniendo ese trabajo espantoso.
En Teoría del arte moderno, Paul Klee dice que la línea instaura el movimiento y por lo tanto el tiempo. Lo anota así: «El factor tiempo interviene no bien un punto entra en movimiento y se convierte en línea». ¿De qué tiempo estamos hablando acá? Pues para mí ‒y me parece que para Klee‒ hablamos del tiempo propio que a su vez crea el universo que te pertenece, que te estás haciendo o que te has hecho en tu vida. Niegas, atenúas, rezagas, apartas una realidad que te desagrada o con la que no te sientes del todo cómodo pero, sobre todo, creas un tiempo y un lugar internos. Klee afirma: «La obra de arte es, antes que nada, génesis». Cuando te embarcas así en la travesía creadora estás poniendo en movimiento tu propio universo. Así, al dibujar a Leonora Carrington o a Octavio Paz estoy trayendo mi universo interno al papel, estoy hablando de mi tiempo, de lo que me conforma espiritualmente y me mantiene de pie en la realidad.
Pero ellos, Carrington, Paz, Yolanda Pantin o Eugenio Montejo están en mí como yo los he visto, como dialogan conmigo en mi espacio y mi tiempo. Cuando los dibujo, pasan filtrados a través de mi universo, con sus accidentes, que son mis particulares visiones del ser, mis defectos, mis falencias e incluso mis virtudes como dibujante. En todo caso, ese dibujo siempre será, por fortuna, accidental. Y digo por fortuna, porque según Klee, «lo accidental tiende a pasar a la categoría de la esencia». Y es esencia porque así está en ti, porque así lo has asimilado tú, con tus circunstancias, y porque así pasa al papel. Eso con el dibujo, pero mírese también la poesía. Muchos grandes poemas surgen de un «accidente». Los poetas, como todos nosotros, viven una vida cotidiana cargada de rutinas y hastío, pero a ellos los diferencia, precisamente, el accidente: el poeta, en cierto momento, percibe algo distinto en las cosas. Armando Rojas Guardia habla del vivir poéticamente, que implica, en primera instancia, la atención, estar consciente, despierto en el mundo, y luego la espera, que en algún momento se transformará en «instante denso», en el «minuto pletórico de vida en el que se rasgan los velos del entendimiento y accedemos a un estado cualitativamente superior de conciencia». Octavio Paz argumenta en El arco y la lira que en ese instante descubrimos nuestra contingencia, nuestra finitud, nuestro «poco ser», pero al mismo tiempo comprendemos que somos potencia, posibilidad. «Nuestro ser», dice, «consiste solo en una posibilidad de ser». Y más adelante: «La libertad del hombre se funda y radica en no ser más que una posibilidad. Realizar esa posibilidad es ser, crearse a sí mismo».
Este es el «accidente», este el camino a la esencia. En la poesía, ese accidente ocurre no solo cuando se vislumbra el instante, sino también en el lenguaje. Para decir eso que se supo no alcanzan las palabras, la lengua. El poeta llega incluso a entender que esa revelación se dice mejor desde el silencio que desde las palabras (Rafael Cadenas es un magnífico ejemplo de ello). La poesía tiene mucho de silencio, porque silencio atónito es lo que le ocurre al hombre ante lo sagrado. Allí los límites del lenguaje. Max Liebermann, nos cuenta Paul Klee, dijo que el dibujo es el arte de eliminar. En ese sentido, la línea es una dimensión muy esencial del arte plástico. Klee habla de tres: la del color, que incluye, por supuesto, los colores, el claroscuro y la línea; la del claroscuro, que contiene al negro y al blanco y a la línea, y la de la línea, que lleva sólo a la línea en sí. El dibujo, nos dice Klee, se mueve en esta dimensión, en una búsqueda de eliminar esencialmente las otras dimensiones.
El silencio en la poesía es un estupendo accidente, y en el dibujo eliminas o resumes dimensiones porque a semejanza del poema te mueves en la esencia que, ya se ha dicho, atañe al accidente, esa relatividad («la relatividad de lo visible», acota Klee), esa magnífica imperfección con que recibimos las cosas. Pero cuidado, una caricatura está, en apariencia, llena de accidentes: exagera a propósito ciertos rasgos, los hace más defectuosos, los «accidentaliza». Y si bien es cierto que hay caricaturas geniales, el problema radica en el lugar común: existe una escuela de lugares comunes de la caricatura ‒exageraciones ya tipificadas, gastadas‒ que nada tiene que ver con el arte; así como también existe una escuela de frases hechas para la poesía.
Entiéndase que no hablo tan sólo del dibujo figurativo. La realidad nos acomete con toda la fuerza de sus colores, de sus temperaturas y, en muchos casos, de sus formas innominadas. Cada cual la percibe de manera particular y a todos nos produce sensaciones, sentimientos, desplazamientos, derrumbes, acomodos internos que incluso no llegamos a conocer por medio de conceptos o ideas representadas en palabras, sino que están en nosotros profundamente, silenciosas, fortalecedoras o dañinas, según el caso. De allí que en ocasiones un dibujo surja del movimiento de la mano, de la línea que nos lleva sin necesidad de conseguir una forma, a través de la intuición, en el juego. Su forma «final» es producto de ese accidente que ha acontecido en nosotros, que habla de nuestra esencia y que no necesariamente debemos entender de manera racional.
Queda claro que vivir poéticamente requiere de un tensión interna, de una búsqueda del mundo de adentro que se entrelaza con lo que llamamos la realidad. Rojas Guardia lo ha indicado: primero tenemos que estar conscientes. Es decir, antes deberíamos hacernos de una realidad interna, tal como señala Klee: «Gracias a nuestro conocimiento de la realidad interna, el objeto pasa a ser mucho más que una simple apariencia». Por eso, un buen dibujo es más que un dibujo, y por eso en la poesía un objeto (la palabra de ese objeto) es más que ese simple objeto.
Una línea es una posibilidad, de escritura, de dibujo, pero antes tenemos que entender que esa posibilidad existe y no sólo saber que existe, sino prepararnos para ella y buscarla en las quinientas hojas en blanco de la existencia.
Fedosy Santaella
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