Perspectivas

La otra oscuridad: los efectos emocionales de los apagones

Van más de 90 horas sin servicio eléctrico continuo. Fotografía de Matias Delacroix | AFP

11/08/2019

El último apagón me encontró en un curso de poesía Zen. Minutos antes, la monja budista que guiaba la meditación nos había dicho que “si están todas las condiciones para que algo se dé, también esas mismas condiciones hacen que ese algo se vaya”. Traigo a mi mente ese pensamiento, y como una nube, como nos ha enseñado a hacer, llega y se va. Pero es inevitable que otro pensamiento se afinque: “Cuánto durará este nuevo apagón”. Cuánto durará esta nueva prueba para todos los que vivimos en Venezuela. Desde el 7 de marzo de 2019 –el primer gran apagón a nivel nacional–, ninguno es el mismo. A todos nos cambió la vida. Los hábitos. La mente. A todos, lo reconozcamos o no, lo somaticemos o no, lo hayamos digerido, aprendido, asumido o no, nos afectó psicológicamente.

Titila la luz y todos en la sala se miran conteniendo la respiración. Hay quienes no están subiendo en ascensores por miedo a quedar encerrados y ante la incertidumbre de no saber quién los escucharía, quién los rescataría en mitad de un país en penumbras. Otros han almacenado agua potable hasta un punto que rozaría el trastorno obsesivo compulsivo en una situación “normal”.

Los hay que trajeron de fuera radios, cargadores, paneles solares. Quien puede, guarda latas, conservas, compotas. No hay casa que no tenga velas, cerillas, yesquero, linterna o un saco de hielo en el congelador en los casos más privilegiados. Nadie se acuesta sin poner a cargar todos y cada uno de los artilugios eléctricos. Vivimos como si estuviéramos viendo una película de terror, a la espera de cuándo será el próximo susto que haga que brinquemos del sillón en medio de la oscuridad más absoluta.

Los vecinos de La Ciudadela, urbanización ubicada en Terrazas del Club Hípico, esperaron en la calle hasta que les permitieron volver a sus apartamentos. Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

Primer gran apagón (inicio el 7 de marzo 2019)

El primer apagón nos agarró desprevenidos. Eso prendió las alarmas psicológicas y nuestros mecanismos de protección y de miedo ante una situación desconocida, nueva, llena de incertidumbres. Nos quedamos desconectados en todos los sentidos. No había manera de tener información. Se disparan la ansiedad, el miedo, la impotencia, un estado de indefensión”, explica la psicóloga Siboney Pérez Guerrera, de Psicólogos Sin Fronteras.

Según una encuesta elaborada por el Observatorio Venezolano de Servicios Públicos (@asoesda) en diez ciudades del país y publicada por Prodavinci, la emoción que más se repitió fue la de sentirse “arrecho o molesto”. Las emociones “calmado” y “deprimido” ocuparon el segundo y tercer lugar. En Mérida, la segunda emoción que manifestaron fue la tristeza.

A cada uno le afectó de diferente manera y seguramente varió de emociones a lo largo de los días. Cuenta la doctora Pérez que entre los adultos, mucha gente cayó en depresión, empezó a sufrir ataques de pánico y ansiedad y experimentó parálisis, no sabían qué hacer.

Margarita Pérez (58 años) tuvo un repunte en sus crisis de ansiedad. La angustia que había calmado en los últimos meses, le explotó. “No puedo controlarlo, es superior a mí. No puedo evitar que me duela lo que está pasando. No puedo evitar la angustia por no saber si podré comprar comida, si tendré agua, si tendré luz cuándo”.

El silencio de todas esas noches se rompió con cacerolazos, mentadas de madre, gritos. “Gritamos para expresar descontento, rabia, frustración, indignación”, cuenta Margarita.

Las horas pasaron, hubo un colapso de los servicios y a la falta de luz se añadió la desesperación por no tener agua y la frustración y rabia por haber perdido comida. Muchos factores se suman a una carrera de obstáculos que van surgiendo a medida que pasan las horas. “Eso demanda en el organismo una serie de respuestas adaptativas que te dicen ‘tengo que resolver’. Mucha gente empezó a organizarse en sus vecindades, a buscar quién tenía la cocina de gas, hacer acopio de recursos, buscar entre todos cómo apoyarse”, explica la psicóloga. Resolver.

Una muchacha camina en un callejón con puestos cerrados en el mercado de las pulgas de Maracaibo, estado Zulia. Fotografía de CRÉDITO FEDERICO PARRA | AFP

Capítulo aparte: Zulia

Hace años que el estado Zulia sufre racionamiento eléctrico. Mari Bracho (Maracaibo, 42 años) recuerda que la Nochebuena pasada nadie quería cocinar, ni poner una mesa algo más especial, arreglarse. “Para qué. Seguro que en un rato se va la luz”, le dijeron. Ya tenían la experiencia de un 24 de diciembre, completo, sin luz. En esa ocasión se perdió toda la comida.

“Marzo cambió la vida más de lo que ya venía siendo. Ya no era un día. Hace tres años le pasaba a Maracaibo lo que hoy le pasa a Caracas. Podías resistir”, dice Mari. Los apagones de marzo fueron prácticamente un único, largo y desinformado apagón en Zulia. Y la rutina diaria ha cambiado por completo desde entonces. “Mandé latas, cosas para la contingencia. Sabíamos que iba a volver a ocurrir y más fuerte. No hay que ser técnico para saberlo”.

En su casa, la luz está desde las 2.30 pm a las 7.30 pm. Vuelve a las 2.30 am, se va a las 8.30 am. Todos esos horarios son variables. Todo es discrecional. “Tienes pedazos de día. Pedazos de luz. Y horas de mucho calor”.

Por las noches, su familia sale a un pasillo enrejado que está al descubierto. Allí han puesto tres hamacas. Lo llaman Alitasía, como una zona de la alta Guajira. Dormir allí es aplacar un poco el calor que hay dentro de la casa. Pero también es mosquitos. Y miedo. “Alguien puede lanzarse al patio. Hay casos de gente que está con el teléfono y esa lucecita en medio de la oscuridad llama la atención”.

Cuando regresa la luz, vuelven al interior de la casa. El sueño es fraccionado. “No duermen bien desde marzo. Se noto en los rostros. Tienen más ojeras, más cansancio, se ven envejecidos. Cómo vas a protestar si tienes días que no duermes. Hay mal humor. La cordialidad, la alegría, la música y el brillo que tenía mi ciudad se acabó. No es el lugar dónde yo nací y crecí”, confiesa.

Mari mantiene la compostura mientras comenta al detalle cómo sufre su familia, cómo sabe de un vecinito que se está arrancando el pelo, cómo sabe de otra vecina que tenía problemas psicológicos ya resueltos y esto le hizo que de nuevo estallara en una crisis. Hasta que se le pregunta por cómo se siente ella.

“Lo llevo mal. Estoy afectada. No duermo. Si allí están sin luz es como que yo me quede sin luz. Veo la televisión y ellas no lo pueden hacer. Siento culpa. No están siendo felices. Qué hacemos con los menores, ¿le estamos dañando la vida? Trato de ayudar. No sé qué más puedo hacer. Siento impotencia”.

Y dice que se repite algo siempre: “Tú eres la más fuerte de la casa. Si te quiebras, se quiebran los demás.  Tengo que aguantar. Yo tengo que aguantar”.

Cuenta Siboney Pérez que la culpa es otra de las emociones que nos acompaña en estos periodos de crisis. “La culpa puede transformarse en rencor y resentimiento hacia ti mismo. Con la culpa no haces nada. Te resientes y afecta a tu entorno. El modo de manejarlo es ver cómo se puede ayudar a nuestra familiar. Cómo podemos resolver o materialmente o, simplemente, siendo empáticos, escuchándolos”.

Incomunicación y silencio

La incomunicación afectó a todos en todos los apagones. Y la falta de información. En el primero, en un principio hubo gente que no supo que era a nivel nacional. Muchos no pudieron hablar con su familia por días.

Las televisiones y radios que tenían planta eléctrica apenas informaron. No había señal para ver redes sociales y saber la magnitud de lo que estaba pasando. Las autoridades informaron por una televisión que no se podía ver. Y dijeron que se había restablecido el servicio cuando aún había muchas partes del país a oscuras.

“Hay apagones que son solo en Zulia y enseguida me escriben: ‘¿Es nacional?’. Si es nacional, las alarma más. Cuando a Caracas les toca un día o dos, a ellas una semana. Si no dicen nada, si las autoridades no dan explicaciones, ¿qué les digo? ¿Que para ellos el Zulia no existe?”, dice Mari Bracho.

Y, en un país acostumbrado al ruido, a la música en la playa, la tele encendida, la radio, el teléfono a todo volumen, hubo un fenómeno que angustió: El silencio absoluto.

“Hay gente que me ha dicho qué horrible es el silencio, que no lo soporta”, cuenta Óscar Misle, orientador familiar y cabeza visible de Cecodap. Hay miedo a las voces internas en esa situación, pero también a lo que se descubre en el silencio. Misle cuenta que hay parejas que se han dado cuenta de que no tienen de qué hablar.

Fotografía de Cristian HERNANDEZ | AFP

Los niños: “Todo lo malo que sucede es a oscuras”

Ángel Fernández (8 años) vive en San Cristóbal. Lo que no le gusta de los apagones es que no puede “hacer nada”. Ha pedido “un libro con dibujos” y ahora tiene entre sus manos un cómic de 20 mil leguas de viaje submarino. Su tía le ha prometido que si se lo lee en los apagones, le regala más. Ángel está irascible, caprichoso, tiene una tos seca que no se le va hace semanas, no come apenas, da mala contestaciones. No era así antes.

A través de su trabajo en Cecodap, Óscar Misle trata con niños de distintos entornos y ha visto la evolución en sus comportamientos en estos meses. “Están temerosos, no quieren estar solos, perciben nuestra angustia y a veces no la verbaliza. Se ponen hostiles, agresivos, inquietos. Dan señales de tristeza y sentimientos de soledad”.

La emoción que más se repite en ellos es el miedo. La oscuridad desata temores que ya de por sí existen en los niños. “Todo lo malo sucede a oscuras”. Aún no codifican la rabia pero la actúan. Y puede haber un retroceso en algunos casos: “Vuelven a hacerse pipí y pupú. Emocionalmente no tienen las mismas herramientas de un adulto para procesar lo que se está viviendo”.

Cómo actuar frente a ellos es un reto. “Hay quienes dicen que no hay que involucrarlos, crearles una burbuja el estilo ‘La vida es bella’. Pero los niños ven, viven y saben más de lo que creemos, porque lo que yo no le explico a un niño, se lo va a imaginar. Y los fantasmas de la imaginación son peores que la realidad”, explica Misle.

Y cuando se les hable, aconseja que no sea desde la angustia. “Los adultos tenemos que autoregularnos y ver qué decimos. Fácil no es. Pero toca”.

Fotografía de YURI CORTEZ | AFP

Segundo gran apagón (25 de marzo 2019)

Esta vez, quien tiene posibilidad de hacerlo, ha hecho más rápida su huida a los hoteles con planta eléctrica. Más rápida también la reubicación de las familias en las casas de quien tiene hornilla a gas. De un modo automático se ha concentrado la gente en los puntos de la ciudad donde se sabe que hay señal de alguna operadora. Ya todos tienen en su teléfono cadenas de whatsapp que dicen cómo conservar los alimentos más tiempo, cómo hacer lámparas de aceite. Todos tienen velas, linternas, agua almacenada.

En la calle hay algún cacerolazo, mentadas de madre. Cerca de uno de los puntos de internet, un carro pasea con altovces a todo volumen. Una música de lo más estridente retumba, y entre los graves de la melodía, suena un “Maduro, co* e…”.

Pero no todo está bien. Nuevamente surgen los mismos sentimientos del primer apagón. Si se aprendió, si se tomaron herramientas psicológicas del primero, puede que éste se lleve con más calma.

En el caso de los jóvenes, explica Siboney Pérez que han tenido una fuerte sensación de aislameiento. “No podían acceder a las redes sociales. La ansiedad y la angustia les aumentó. Tuvieron que enfrentarse a hacer nada por tantas horas en medio de la oscuridad”. Óscar Misle habla de, casi, un síndrome de abstinencia.

Pero también encontraron qué hacer colaborando con otros. Y cuenta Pérez la experiencia de su edificio y de otros, donde los jóvenes ayudaron a las mayores a moverlos, hicieron inventarios, montaron fogatas, ayudaron a transportar agua.

“Despertó en el venezolano el ‘o nos ayudamos o morimos todos en el intento’. En los nuevos apagones se vio cómo podemos construir unas capacidades y resiliencia para entre todos poder ir adelante”, explica Pérez.

Pasados unos días tras los apagones de marzo, un grupo de jóvenes de diferente estratos sociales, en la veintena, cuentan a la periodista cómo se sienten. Una reconoce que “no tiene permiso para explotar, tengo rencor pero debo bloquearlo”. Otra se siente culpable porque su familia está en Mérida y allá solo tienen 4 horas de luz. Otro dice que les tocó madurar a la fuerza y que están quebrados financiera y moralmente. El último, ingeniero, dice entre la ironía y la tristeza: “Cuando ves que nada tiene sentido, empiezas a reír. Es un mecanismo de protección. Si no nos reímos, nos suicidamos. Por qué nos culpan de querer hacer un chiste de todo.”

Aunque es algo multifactorial y no puede achacarse únicamente al apagón,  Óscar Misle apunta que cada vez son más los adolescentes que solicitan ayuda psicológica en CECODAP por tener ideas sucididas.

Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF

Tercer gran apagón (22 de julio de 2019)

4.41 pm. Se ha ido la luz. Desde la ventana donde hacemos el curso de poesía zen se ve a la gente caminar en tropel hacia sus casas. Todos saben qué hacer. No hay tanto caos como en los apagones anteriores. La gente camina apurada, pero normal. No hay caras de enfado. Por la noche no hay cacerolazos, no hay mentadas de madre, no hay un carro paseando a todo volumen con una música estridente que mentara a Maduro.

¿Se ha resignado la gente? ¿Se ha acostumbrado?

“En el primer apagón, los gritos y cacerolazos eran un modo de protesta. Un decir ‘no quiero esto más en mi vida’. Pero cuando ves que tus conductas no están acompañadas de ningún cambio externo, la conducta se extingue”, explica Siboney Pérez.

Tanto Misle como Pérez explican que la clave no es resignarse, sino adaptarse. “Cuando te resignas es cuando declaras que no hay nada que hacer, que todo escapa a tu control. Adaptarse es que, ante lo que no puedes modificar, te amoldas para sobrevivir”, dice Misle.

La experiencia ha dejado unas estructuras que ambos señalan como positivas: redes entre vecinos, en las familias, modos de actuar, tejidos sociales difíciles de romper.

Colaboración, compasión, solidaridad.

El concepto de “resiliencia”, que tan de moda se puso en los últimos años, tiene sus orígenes en los campos de concentración de la Alemania nazi. De ellos salió Viktor Frankl, padre de la logoterapia, autor de más de 30 libros donde habla, entre otras cosas, de este optimismo realista para superar las adversidades. Y él mismo es el gran referente de lo que es resiliencia: le tocó enterrar compañeros, le mataron a su familia, su profesión, su libertad. Qué podía hacer Frankl en medio de ese cautiverio que no eligió. “Dijo algo muy hermoso: Lo único que no me van a quitar es el derecho de cómo yo me quiero sentir”, dice Pérez.

Y apunta a una enseñanza clave de Frankl para los tiempos que nos han tocado vivir: “Darle un sentido a lo que está pasando. Entender que lo único que podemos controlar es cómo nos sentimos ante las adversidades. Qué voy a aprender de esto, qué provecho saco. Qué redes de apoyo y de resiliencia construyo. Cómo podemos sacar lo mejor de nosotros aún en esta adversidad”.

Todos los entrevistados, de un modo o de otro, dijeron la misma frase: “Solos no podemos, pero juntos podemos hacer cosas distintas. Y salir adelante”.


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