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Antonio Moreno, Joaquín García, José Gregorio Redondo y José Fort son nombres que en estos tiempos nada dicen al público venezolano, pero entre el 16 de febrero de 1965 y el 6 de diciembre de 1966 tuvieron al país entero en vilo, de la depresión a la euforia. Y no se trataba de una telenovela, algo usual por estos lados, sino de una aventura que los llevó a darle la vuelta al mundo en un velero de tan solo 9 metros de eslora, ¡y se la dieron!
El sueño de estos argonautas –hecho realidad después de casi dos años de navegación– había comenzado en 1960, cuando Moreno y García, hombres de mar, capitanes de la desaparecida Compañía Anónima Venezolana de Navegación (CAVN), comenzaron a planificar el viaje. En cada puerto de destino en el que tenían oportunidad compraban cartas de navegación, brújulas, sextante, binoculares, aparejos para el velero. Muchas noches, cuando estaban en Caracas, se sentaban en sus casas a trazar las rutas, a informarse sobre los mares cuyos arcanos no conocían. También debían ahorrar dinero, habían presupuestado 60 mil bolívares, de los “débiles”, para el viaje.
Reclutaron a dos tripulantes ajenos a la navegación: José Gregorio Redondo y José Fort. Andino, el primero, sin tradición marinera, pero dueño de unos camiones, y camionero él mismo, acostumbrado a “navegar” caminos tal vez más peligrosos –las carreteras venezolanas– y a pasar malas noches. Mejor aun, Redondo aceptó de muy buen grado la condición de colaborar financieramente con la expedición. José Fort era un experto en pesca submarina. “Aparte de su contribución económica, llevamos al hombre para que pescara algo en caso de necesidad y no pescó ni una sardinita.Ya en la parte final del viaje, desde la borda arponeó un bonito que tuvo la mala idea de ponerse a nadar al lado del velero”, recuerda Antonio Moreno.
Lo más difícil fue reunir el dinero, porque dondequiera que se presentaron a pedir ayuda con su proyecto recibieron respuestas negativas. “Ni un centavo de ayuda oficial ni privada, solo contamos con nuestros recursos. Recuerdo que un día fui a la oficina de un club de yates en Caracas a hablar con el señor Abelardo Raidi, entonces jefe de las páginas deportivas de El Nacional, para ver si a través de algún medio de comunicación podía conseguirnos algo y me dijo: ‘Mira muchacho aquí nadie te va a ayudar’. Después me pareció irónico que los mismos que nos negaran apoyo económico nos otorgaran catorce condecoraciones y que la placa que nos diera el Círculo de Periodistas Deportivos por la “Hazaña del Año”, la firmara precisamente el señor Raidi, su presidente”, refirió el capitán Moreno.
El velero lo compraron en Tanaguarena a un velerista de nombre Carlos Berger. Era un barco de la preguerra,1933, su casco de acero era de apenas 5 milímetros y tenía cierto deterioro. Les tomó meses aparejarlo y acondicionarlo para la travesía. Tarea que realizaron ellos mismos en un astillero en Puerto Cabello donde les hicieron el favor de dejarlos trabajar. Al pequeño velero le pusieron “Canaima”, un nombre absolutamente venezolano que lo identificara en cualquier lugar del mundo.
Zarparon de La Guaira el 16 de febrero de 1965. Para mucha gente se trataba de un viaje que emprendían dos capitanes de CAVN, conocedores del mar, y por tanto daban por descontado que sabrían navegar alrededor del mundo y volver con sus tripulantes sanos y salvos a casa. Para muchos de sus compañeros marinos, sin embargo, la empresa era una locura y les resultaba insólito que, conociendo al mar y sus peligros, los dos capitanes se dispusieran a embarcarse en esa aventura.
Venezuela comenzó a estar pendiente de ellos a poco de zarpar porque se corrió la especie de que la embarcación había naufragado cuando todavía no habían siquera salido del mar territorial. Esa noticia consternó al país. Un par de días más tarde, sin embargo, aparecieron en Barranquilla (habían sufrido una avería en la radio y no pudieron informar el rumbo) y, promovido por los medios de comunicación, se produjo un estallido de alegría. De allí en adelante, los venezolanos siguieron ansiosamente la trayectoria de la expedición.
Atravesaron el canal de Panamá, hacia el Pacífico, y navegaron hasta las Galápagos. Desde las islas ecuatorianas retomaron fuerzas para iniciar la etapa más dura: cruzar el Pacífico hasta recalar en las Islas Marquesas, Hiva-Oa. Fueron 42 días de mar y cielo sin avistar nada más, ni pájaros, totalmente fuera de rutas de navegación comerciales. La decisión de llegar a Hiva-Oa, la mayor de las Marquesas, fue para ver la tumba de Paul Gauguin, de quien eran admiradores. Visitaron el paraje donde está enterrado y aprovecharon para hacerle una limpieza al pequeño monumento porque estaba muy descuidada.
Fueron también 42 días de silencio y en Venezuela nuevamente se propagó la noticia de que el voraz Pacífico había engullido a la frágil embarcación con sus tripulantes. El país volvió a suspirar con alivio cuando aparecieron sanos, salvos y curtidos de sol en las Marquesas. El silencio había sido deliberado. Decidieron no usar un radio nuevo que les habían regalado en Panamá para sustituir el que se había averiado porque las comunicaciones radiales eran una fuente de stress muy grande, y navegando por donde lo hacían de nada les habría servido pedir auxilio. No obstante esa decisión, los radioaficionados del planeta se interesaron en la historia y radiaban su curso a los venezolanos.
Bora Bora, Samoa, Fidjii, islas Salomón (Guadalcanal, donde todavía eran muy visibles los rastros de los épicos enfrentamientos aeronavales de japoneses y norteamericanos), Port Moresby, Estrecho de Torres, Darwin, Dili, Jakarta, Singapur… un montón de nombres de puertos de mares ignotos que evocan los relatos de Conrad o Melville. Las anécdotas son muchas y Antonio Moreno las ha recogido todas en el libro que están por publicarle sobre su odisea.
“En Singapur, el oficial a cargo de las fuerzas inglesas, un Mariscal del Aire de la RAF, no podía creer nuestra historia. La bandera que llevábamos estaba ya bastante desteñida y no aceptó de primeras que fuésemos venezolanos. Para él, los únicos que hacían esas proezas eran “los veleristas ingleses y uno que otro francés”. Cuando verificaron nuestra nacionalidad, el hombre y todas las autoridades inglesas fueron increíblemente amables y hospitalarias. Nos colmaron de atenciones. Tantas, que en lugar de quedarnos una semana como teníamos previsto nos quedamos varias”.
El momento más difícil lo pasaron en el océano Índico, en las inmediaciones de las islas del Gran Nicobar, cuando los sorprendió una tormenta monzónica. Pero la navegación más peligrosa fue la que debieron hacer en el mar Rojo, recuerda el capitan: “Demasiado angosta la ruta de navegación y demasiada congestionada con los tanqueros y otros mercantes provenientes de, o con destino a, Suez, amén de la piratería, que era mucha. Ello nos obligaba a navegar alejados de las costas, en algunas oportunidades tan cerca de los grandes buques que las olas que levantaban nos pasaban por encima.
Después de cruzar el canal de Suez, el viaje ya se volvió turístico. Las islas griegas y el mediterráneo italiano, francés y español. De allí nos fuimos a Casablanca y luego a las Canarias, listos para cruzar el Atlántico. Es curioso, pero ya teníamos la sensación de que el viaje había terminado, de que ya podíamos bajar la guardia, grave error. Tomamos provisiones para 12 días y zarpamos con rumbo a Barbados.
La borrasca que nos tocó fue tan grande que a los tres días de haber zarpado todavía teníamos a las islas Canarias a la vista. Tuvimos entonces que cambiar el rumbo, ir mucho más al sur, hacia las islas de Cabo Verde, donde llegamos cuando nuestras provisiones ya se acababan.
Finalmente, llegamos a Barbados y allí, para nuestra sorpresa, nos esperaban unos periodistas de El Nacional. Por ellos nos enteramos que el viaje había sido cubierto desde el principio hasta el final por ese diario, por notas a cargo del periodista Longobardo Lozada Roa. Los periodistas enviados a Barbados fueron el fotógrafo Grillo y el reportero Omar Pérez, quien luego se vino con nosotros hasta La Guaira en el velero y escribió unas crónicas del viaje con el nombre de “El polizón del Canaima”. Teníamos previsto llegar de madrugada pero Omar Pérez nos convenció de la importancia que tenía nuestra expedición para el país y, por sugerencia suya, paramos en La Tortuga a hacer tiempo para llegar a La Guaira las 3 de la tarde del domingo 6 de diciembre de 1966.
El recibimiento en La Guaira fue apoteósico. La prensa estimó que había unas quince mil personas esperándonos en el terminal de pasajeros. Allí mismo en el muelle el Comandante General de la Marina nos condecoró con la Orden del Mérito Naval. Nos llevaron hasta la Escuela Náutica y recuerdo en Catia la Mar la enorme cantidad de gente que había agolpada en las aceras a lo largo de nuestro recorrido. Unos heroes en esta tierra tan falta de ellos. Pero nosotros no sentíamos que hubiésemos hecho nada especial, salvo en el plano íntimo: ese viaje había sido para cada uno de nosotros una gran introspección que nos cambió la vida.
Hay una sola cosa de la que me arrepiento de los homenajes que nos dieron. Nos invitaron a lanzar la primera bola en un juego Caracas-Magallanes en el Universitario. No le hice caso a quienes me aconsejaron que me bajara del montículo para estar más cerca del catcher, yo no tenía sino 29 años y me sentía muy fuerte, y lancé un rolincito. Pero eso no fue lo peor. El receptor vino con la pelota y antes de entregármela me preguntó si quería que me la firmara el equipo entero y yo, por una modestia tonta, le dije que no se molestaran, que ya era suficiente el honor. Todavía me torturo con eso, usted se imagina, una pelota firmada por todas aquellas estrellas”.
Hoy, Antonio Moreno es capitán y armador jubilado. En Margarita, frente al mar de Pampatar, vive parte del año. El resto lo pasa visitando a sus hijos y familiares en el exterior (enviudó hace pocos años). Es un hombre que mira sereno el transcurrir de sus días, tocado con el aura que tienen aquellos seres que han hecho realidad el gran sueño de sus vidas.
El “Canaima” no fue tan afortunado. De él Antonio Moreno sólo conserva el timón y un salvavidas con el nombre del velero colgado en la pared de su casa. Después de múltiples ofertas gubernamentales para comprar el “Canaima” y llevarlo a un museo (estuvo candidateado para ser expuesto en el Museo del Transporte y en el Museo Naval, y para inaugurar el Museo Náutico) terminó exhibido en el estacionamiento del hotel Macuto Sheraton. Pasado un tiempo, el comodoro de la marina del hotel ordenó que cortaran el casco longitudinalmente a nivel de la línea de flotación, lo colocaran en la entrada de la edificación y le sembraran unos helechos. “Una auténtica barbaridad, pero que lo hubiera hecho un marino, la agrava. ¡Un matero!, eso es todo lo que queda del “Canaima”, un matero, que por haber sobrevivido al deslave, todavía está allí”.
Francisco Suniaga
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