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ABediciones reedita este 2024 la novela de 2017 de Francisco Suniaga, Adios Miss Venezuela. Prodavinci adelanta dos capítulos de la obra del escritor margariteño.
I
En Margarita hay un camino antiguo y casi abandonado que lleva a la península de Macanao; una lengua blanca de arena y sal tendida a lo largo de una restinga que emergió de las aguas en tiempos remotos y convirtió en una sola lo que habían sido dos islas. La de barlovento, bendecida por la lluvia, y la de sotavento, castigada por la sequía, árida y menos habitada. Fue la única vía terrestre entre ambas porciones insulares desde la colonia hasta los años sesenta del siglo pasado, cuando, más al sur, se construyó un puente que las unió. Es una ruta desolada, infestada de baches y trampas de fango, que el mar inunda y rompe en tiempos de tormenta y el sol reseca y cuartea en verano. Pocos se atreven a recorrerla, quienes se arriesgan lo hacen para disfrutar de un paisaje de espacios únicos, poderosos. Del lado derecho, según se va al poniente, está la bahía; un arco interminable labrado por las olas y vientos de un Caribe que allí aparece indomable. Del otro, en un raro contraste, hay una laguna de aguas apacibles, bordeada de manglares en cuyos follajes densos y primitivos se queda atrapada la luz del sol. Un paraje por el que María Genoveva Herrera Becher sintió una irrevocable fascinación desde el día en que lo vio por primera vez y al que solía acudir, próxima la hora del ocaso; quería creer que algún día allí se encontraría a Dios admirado de su propia obra.
Esa tarde, hasta donde alcanzaba su vista, no había otros vehículos ni presencia humana alguna, solo unos pocos pájaros marinos la acompañaban en aquella vacía inmensidad que nunca antes sintió más suya. Cuando llegó a lo que sería la mitad del camino, aparcó su vehículo debajo de un mangle solitario que se había atrevido a crecer en el lado equivocado de la restinga, frente al mar, en abierto desafío a la furia de los alisios. Extrajo del auto su bolso y una toalla y deambuló un minuto buscando un sitio seco, lejos del alcance de las olas de mayor aliento, desde donde abarcar con su vista la concavidad plena de la costa.
Se decidió por una pequeña duna de conchas marinas y guijarros blancos, la que le pareció más alta de las muchas aglomeradas a lo largo de la playa sin otro orden que el dictado por la arbitrariedad de las marejadas. Extendió la toalla y se tumbó sobre ella con las piernas estiradas, una sobre la otra, apoyándose en los codos a cada lado del cuerpo. Así permaneció por un rato, inmóvil, de cara al cielo y con los ojos cerrados, sin pensar en nada, limitándose a sentir en su rostro la tibieza suave del sol de la tarde y el aire salino que el mar le soplaba en bocanadas poderosas.
Aquel era su santuario personal, el sitio donde venía a mirar el crepúsculo y, como era su deseo en esa oportunidad, estaba desierto, sin turistas. Solo la figura de un pescador, que faenaba con su atarraya, a su izquierda, no muy lejos, se recortaba contra el fondo del cielo, que dejaba de ser azul y se teñía de dorado. El recolector, con movimientos llenos de plasticidad, lanzaba la red, que se desenrollaba en el aire en una circunferencia perfecta y permanecía suspendida sobre el agua unos segundos antes de caer, para recogerla y lanzarla de nuevo, en una rutina inalterable. La fluidez de su accionar se interrumpía solo para retirar algún pez atrapado, caminar hasta la orilla y colocarlo en una cesta. Volvía al mar, hasta que el agua llegaba casi a su cintura, y continuaba con la pesca, sin prisa alguna, en armonía con el ritmo pausado que el tiempo tiene en la isla.
Pasados unos minutos, no supo cuántos, cambió de postura, se enderezó y cruzó las piernas delante de ella, como los indios, pensó, y por unos segundos se fue detrás de una nostalgia infantil, la de los juegos de vaqueros y pieles rojas en Caracas, con los primos en los jardines de la casa grande de la abuela Herrera, en Los Chorros. Mas abandonó esa ensoñación con rapidez ante el hecho cierto de que sus nostalgias de niña carecían desde hacía mucho de los espacios donde recrearse. Su vieja ciudad era ahora para ella un mazacote urbano irreconocible y distante. La casona de la abuela había sido demolida para dar lugar a un condominio caro con un muro muy alto coronado con un cerco eléctrico, y sus primos, aquel apretado conglomerado de afectos lúdicos de su niñez, habían tomado los caminos divergentes que impone la mayoridad.
Abrió el bolso y buscó en su interior hasta dar con el paquete de cigarrillos y el encendedor, extrajo uno y lo apretó entre los labios para que la brisa no se lo arrancara. Usó la mano izquierda como pantalla y, tras varios intentos, logró encenderlo. Aspiró el humo con intensidad, luego lo exhaló con fuerza para poder vencer la oposición del viento; no había en el Caribe, pensó, otro lugar donde su presencia fuese más avasallante. La tarde era clara, el cielo nunca le había parecido tan profundo ni tan anchuroso el mar que tenía enfrente, aun cuando la calina que venía con el oleaje difuminaba la nitidez de la orilla a uno y otro lado de la bahía.
En su mano izquierda tenía el encendedor, uno de sus objetos más preciados, un regalo de su padre, un Zippo clásico; levantaba y dejaba caer la tapa para escuchar su sonido metálico y romper de esa manera el monopolio del fragor del mar. Sentía que no había razones para echar de menos lo que fuera que no estuviera allí con ella en ese momento y nada extrañaba. Quiso, por un impulso, saber con exactitud la hora, pero había dejado su reloj sobre la cómoda en su cuarto. Justo antes de salir había pensado que no tenía sentido llevarlo consigo. En el bolso tenía su teléfono celular, pero estaba apagado y no quiso encenderlo; aunque era muy poco probable que alguien fuese a llamarla, evitó correr el riesgo de que lo hiciera justo cuando quería y podía creer que en su universo no quedaba sino ella. Ni siquiera lo compartía con aquel pescador de atarraya; él estaba en el suyo, paralelo en el espacio y en otra era atrás en el tiempo.
Se resignó a no saber con exactitud la hora, faltaba poco para que el sol se ocultara y las olas le parecieron más calmadas, como si esperaran ya rendidas la llegada de las sombras. De pronto, asaltada por una prisa absurda, ajena a la belleza del lugar, a los colores de la tarde y al lento latir del corazón de la isla, decidió que no había motivos para aguardar que el astro desapareciera del todo en el horizonte. Tomó una última bocanada de su cigarrillo, aplastó la colilla en la concha de almeja casi traslúcida que había escogido como cenicero y, con movimientos serenos, determinados, cual si estuviese gobernada por una voluntad extraña y superior a la suya, extrajo del bolso un revólver que parecía muy grande para su mano femenina y apoyó la boca del cañón en su sien derecha. Transcurridos unos segundos cambió de parecer, retiró el revólver de su cabeza para apuntarlo contra su pecho y apretó el gatillo. Acababa de cumplir cincuenta y cinco años y si hubiese llevado consigo el reloj, o encendido el celular antes de dispararse, habría sabido que faltaban diez minutos para las seis de la tarde.
*
II
Aunque llevaba meses preguntándose si en el universo quedaba todavía algún espacio para su existencia, María Genoveva, “Beba”, como la llamaba la familia, ex Miss Venezuela de finales de los setenta, caraqueña desde hacía siglos, rica de cuna, casada con un hombre más rico que ella y prima hermana de media Caracas, había tomado la decisión de quitarse la vida en la tarde temprana, en su casa, justo cuando acomodaba en su clóset la ropa planchada que le dejó sobre la cama la muchacha que iba a trabajarle durante las mañanas. No supo ni se tomó el trabajo de preguntarse por qué ese pensamiento había aparecido de manera tan abrupta en medio de la tranquilidad de su rutina casera de mujer sola. Fue como si otra ella, desconocida hasta entonces, más severa consigo misma, le hubiese dado una orden categórica e inapelable, una orden que solo cabía cumplir.
No tuvo siquiera que elucubrar sobre dónde hacerlo, guardaba en su mente ese lugar desde la primera vez, hacía unos diez años, en que fue a contemplar el crepúsculo en la hermosa restinga donde solo unos pocos metros separan el mar de la laguna. Si tuviera que escoger un sitio para morir sería este, se había dicho. Fue una idea fugaz, absolutamente inesperada, que en aquella oportunidad despachó de su mente calificándola de tontería y que no volvió a evocar sino hasta ese instante, pasadas las dos de la tarde en la habitación de su apartamento. Llegó a admirarse de la claridad y fuerza de la imagen de su propia muerte que, sin haber tenido la menor conciencia de ella, parecía haber hibernado en algún recóndito lugar de su cerebro. Se miró a sí misma tirada en la playa solitaria, inerte, sobre un promontorio de conchas marinas y guijarros, como si fuese una pintura hiperrealista y se tratase de una mujer desconocida, con el vestido blanco sacramental de las sacrificadas a una deidad espantosa que quizás había gobernado su vida sin ella saberlo.
Llevada por un automatismo, terminó de acomodar la ropa planchada con el esmero y cuidado de siempre —ordenándola por colores en una gradación que iba del claro al oscuro, de izquierda a derecha, hábito que adquirió durante su internado en el colegio suizo al que la habían enviado a hacer la secundaria—. Al concluir, se desnudó para tomar una ducha, entró al clóset, puso la ropa usada en una cesta medio oculta en una esquina y se detuvo frente al espejo que ocupaba la cara interior de la puerta. Contempló su figura por un par de minutos, algo que no había hecho desde que un amante desconsiderado le hizo un comentario sobre la caída de sus nalgas, un “escaloncito” fue la palabra que usó el muy cretino. Crítica que soltó en medio de una de esas discusiones previas a las rupturas y había calado hondo en su ánimo. Hasta ese episodio, relativamente reciente, se había sentido muy segura del impacto que su desnudez producía en el género masculino. No había vuelto a tener intimidad con pareja alguna desde aquel día y se preguntó cómo se habría sentido si le hubiese tocado desnudarse de nuevo ante una. No lo sabría, pero lo cierto era que ya no se sentía invulnerable ante los ojos de los hombres. Se miró con curiosidad, cual si fuese un bebé que quiere reconocer su propio cuerpo, buscando otros “escaloncitos”. El espejo, con absoluta neutralidad, le devolvió una imagen de la que cualquier otra mujer se habría sentido orgullosa, ella no.
Se apartó y entró en la sala de baño con el alivio que significaría para cualquier mortal saber que el futuro no contenía misterio alguno, adiós incertidumbre, adiós temores. Justo cuando se disponía a abrir la regadera para darse una ducha, cambió de parecer y optó por darse un baño más largo y profundo. Llenó la tina de agua tibia y le añadió unas sales francesas de la Provenza para, cual sacerdotisa en la liturgia de su propio sacrificio, darse una última ablución purificadora.
Sumergida en el agua se dejó llevar por la idea de tocar su cuerpo, como se toca a alguien a quien se quiere en el momento de las despedidas largas. Completó el ritual cruzando los brazos sobre el pecho, dándose un abrazo apretado a sí misma, el último, y así se quedó, con los ojos cerrados y sin pensar en nada por un par de minutos. Volvió a relajarse y puso sus manos entre las piernas encogidas. Si hubiese estado en su cama habría, de manera intencionada, adoptado una posición fetal; sintió que la necesitaba. Su mano derecha buscó su pubis, y, como solía hacer, jugueteó distraída con la incipiente pelambre que lo cubría; hacía varios días que se había rasurado y los cortos vellos le hacían una suave resistencia.
Descendió hasta su vulva y convirtió sus dedos en un tridente que deslizó entre sus labios y la tierna concavidad que guardaban. Beba, tú tienes la totona más bonita del planeta, mucho más que tu cara. Si el Miss Universo al que fuiste hubiese sido solo de totonas, lo hubieras ganado de calle, recordó de pronto que le había dicho Roberto Aumaitre, su amante, mientras acariciaba su sexo una tarde en la que compartían esa misma bañera. En otro día y circunstancias, el recuerdo de ese encuentro con Roberto la habría llevado a tocarse con lubricidad y persistir en la caricia hasta alcanzar el clímax liberador, pero ya se había despedido de la vida y esos pensamientos cruzaron por su mente sin carga erótica alguna.
Salió del baño envuelta en una bata blanca liviana, con una toalla cubriéndole la cabeza y fue a sentarse ante el pequeño escritorio que tenía en una esquina de su habitación. De la gaveta extrajo una hoja de papel, supuso que tendría que escribir algo, pero no sabía qué. Para pensar en ello encendió un cigarrillo, corrió una de las hojas de la ventana y se asomó para mirar el océano. Desde que vivía allí se había impuesto la norma de no fumar en el interior de su apartamento —odiaba el olor a tabaco mezclado con salitre húmedo que en Margarita toman las habitaciones de los fumadores—; sin embargo, eso ya no alcanzaría a molestarla. Apagó el cigarrillo contra el marco de la ventana. Por un segundo no supo qué hacer con la colilla, hasta que optó por arrojarla al vacío y volvió al escritorio para intentar de nuevo escribir un adiós. Pasados unos minutos sin haber asentado siquiera una palabra sobre el papel, llegó a la conclusión de que no tenía nada que decir ni, peor aún, a quién decírselo.
Sin proponérselo de manera expresa, en el curso de los diez años de su separación, había dejado a Alfonso, su marido, cualquier iniciativa de comunicación entre los dos: no hablaba con él a menos que la llamara y no le escribía correos electrónicos o mensajes de texto salvo para responder algunos de los muchos que él le enviaba. No era una decisión que hubiera tomado para castigarlo, o por algún resentimiento contra él, era otra cosa. Obedecía más bien a cierta desidia fundada en la intuición más pura de que su matrimonio con Alfonso se había vaciado por completo, tanto de afectos como de rencores, y no tenía por tanto más palabras que intercambiar con él, ni siquiera ese último adiós.
Alfonso, en cambio, hasta hacía poco tiempo, sí la llamaba con frecuencia y buscaba cualquier pretexto dentro de la conversación para sugerir la idea de que volviera a Caracas con él e insistir en la posibilidad de rehacer su matrimonio. Consideraba, le decía, que el alejamiento de ella era una especie de cansancio, una expresión de la crisis de su mediana edad, algo que entendía perfectamente, que estaba dispuesto a pasar la página y tratar de reconstruir la relación entre ambos. Qué lejos estaba él de imaginar siquiera cuán irreversible, ahora más que nunca irreversible, era su decisión, pensó.
Una década atrás había querido divorciarse, porque quería vivir. Esa era la explicación que le daba a Alfonso, y el argumento que se daba ella, para fundamentar su decisión. Mas él se negó a aceptarlo de la manera más rotunda. Lo presionó con todo lo que pudo, pero nada funcionó para vencer su tozudez. A la cuarentena sexual de meses a la que lo sometió —ni borracha permitía que él la tocara—, sumó un silencio de ostra que generó una atmósfera venusiana en el hogar; no obstante, él parecía conforme con solo tenerla allí. Prisionera como era de la discreción —nunca iba a ir a un tribunal a airear sus intimidades de pareja—, cansada de batallar, consciente del poder del que disponía Alfonso y de su voluntad de mantenerla unida a él aunque solo fuese por pura formalidad, no tuvo más remedio que abandonar la idea. Fue entonces cuando, para darle una solución a la incomodidad de la convivencia en la casa que compartían en Caracas, y llevarse consigo a otra parte la frustración de no poder recuperar su libre arbitrio, tomó la decisión de mudarse al penthouse que tenían en Punta Ballena, isla de Margarita.
En los primeros tiempos de la separación, Alfonso se las había ingeniado para inventarse viajes y por lo menos un fin de semana al mes se instalaba en el apartamento como si nada hubiese sucedido entre los dos. Con un entusiasmo de turista primerizo, sin importarle que ella lo mantuviese en el destierro de la habitación de huéspedes, proponía idas a la playa, paseos en yate, salidas a cenar a los restaurantes de moda o tan solo compartir en casa la mejor champaña y el mejor caviar. Propuestas que ella rechazaba con inquebrantable resistencia. Él aparentaba no darse por enterado de su rechazo y volvía a la carga aferrado al asedio como estrategia. A pesar de su perseverancia, terminó por entender su deseo de estar sola y el prolongado forcejeo terminó en una especie de armisticio conyugal que, ayudado por la distancia, había devenido en un divorcio de facto, del que ninguno de los dos hablaba y con el que hasta ella se sentía cómoda. Una nota póstuma para Alfonso, pensó sentada en su escritorio, no vendría al caso, la muerte nada cambiaba entre ella y él, hacía mucho que nada quedaba por decirle ni explicarle.
Su padre, Eduardo Herrera, la única persona a quien le habría gustado contarle tantas cosas, había muerto hacía mucho, poco después de su matrimonio. La tristeza de esa muerte presurosa —papi apenas superaba la edad que ella ahora tenía— no la abandonó nunca. Quizás por su ausencia irremediable era la persona a quien de veras echaba de menos, también el único que quizás habría podido impedir lo que pretendía hacer. ¡Ay, papi, qué falta me haces!
Su madre, Odilia Becher, también había muerto. Vivió en París buena parte de sus últimos años dedicada a la pasión de su vida, lo único que en verdad había amado, el teatro; quizás la mejor manera que encontró para amarse a sí misma, que era su meta auténtica. Fue una actriz aficionada, de muy escaso talento histriónico, tanto que ni ella misma podía haberlo ignorado, pero esa clara carencia no la había perturbado nunca; compensaba su evidente falla sustantiva con una vocación adjetiva inmarchitable. Las relaciones familiares de mami debieron pasar por el tamiz de esa inclinación congénita a las tablas y allí se quedaron, atrapadas en la urdimbre de su inagotable resentimiento de artista trunca: a sus padres los hostigó desde la adolescencia porque se opusieron a su deseo de ingresar a una compañía de teatro, a su marido —con quien casó muy joven buscando un escape al cerco paterno— lo hizo destinatario recurrente de sus agresiones por haberle impedido iniciar la carrera con la que siempre soñó.
Había sido por la fijación que mami tenía por el escenario y las luces que el concurso de Miss Venezuela había devenido en una parada obligatoria en su vida. Mientras sus amigas eran formadas y estimuladas para estudiar una carrera universitaria y ser distinguidas profesionales o para casarse bien y ser buenas matronas reproductoras de la estirpe mantuana, a ella mami la empujaba al mundo del espectáculo. De niña, la estimulaba a participar en los concursos de reinas de los carnavales escolares o de torneos deportivos y en las obras teatrales del colegio. No la dejó nunca montar bicicletas o hacer cualquier actividad deportiva que pudiera dejarle alguna cicatriz. “Tú no puedes tener cicatrices en las piernitas, mi amor, porque tú vas a ser Miss Venezuela, y Miss Universo, y una gran artista, muy famosa. El teatro, la televisión, el cine, ese será tu destino. Juntas vamos a triunfar, lo verás”.
Cuando Beba ganó el Miss Venezuela, le tocó durante un año, por contrato, cumplir con una serie interminable de compromisos promocionales del concurso y del canal de televisión que le servía de soporte. Ella prefería realizar las relacionadas con obras sociales en los barrios de las ciudades más grandes del país, visitar escuelas, hospitales y ayudar a cuanta gente pobre pudiera; sentía que esa era su obligación. Mami, en contraste, deseaba, y a ella no le quedaba más remedio que tratar de complacerla, que nadaran juntas en las aguas perfumadas del show business criollo; mientras más frívolas, mejor. Sacando cuentas, había considerado excepcional aquel año porque fue la única etapa de su existencia en la que sintió que su mami de veras la quería.
Poco antes de terminar su reinado, mami se le había presentado con una propuesta que no podía ser más ridícula: una transnacional de polvos para lavar quería que Miss Venezuela y su agraciada madre grabaran juntas una serie de comerciales televisivos, cantaditos como las películas de Bollywood, para promocionar el lanzamiento de una de sus marcas con un nuevo y poderoso principio activo. Ella se negó y mami montó en cólera. Igual se rehusó a acompañarla en otro comercial sobre el gran secreto de cocina que la hermosa madre de la mujer más bella del país le trasmitía a la hija: el uso de unos cubitos de carne y pollo que les daban sabor a las comidas. Tampoco aceptó uno sobre unas cremas contra el envejecimiento, que Miss Venezuela, a instancias de su madre, una cuarentona joven y rozagante, había comenzado a untarse antes de irse a la cama. Con sus firmes y continuadas negativas a sus proposiciones, mami comprendió que también ella se había negado a darle la oportunidad de ejercer su vocación artística y, tal vez por ser su última esperanza, la convirtió en blanco de sus frustraciones acumuladas.
Pasado el período de obligaciones legales con el concurso y la planta, Beba quería volver a una relativa normalidad y rechazó una tras otra diversas invitaciones que continuaban llegándole para participar en verbenas, tómbolas, bazares navideños, espectáculos y para hacer cuñas publicitarias de la televisión. Sospechaba, y no estaba equivocada, que la mano de mami era la fuerza invisible que motorizaba los convites, y no se trataba de contradecirla por contradecirla, la verdad más simple era que no quería continuar aquella fiesta. Mami no lo entendió así. La relación entre ambas retornó a la frialdad y distancia previa al Miss Venezuela, y la complicidad y camaradería surgida entre ambas durante el concurso habían quedado develadas como una farsa interesada de mami.
Al morir papi, la brecha que las separaba se hizo irreversible. A Beba, su muerte la había devastado, pero a mami, en cambio, el dolor no se le notó ni un instante. De hecho, a las pocas semanas de una viudez que se suponía iba a ser muy dura —papi y ella conformaban, según los chismorreos sociales, una de las parejas más hermosas y envidiables del tout Caracas—, mami no pudo ocultar más la satisfacción que le ofrecía la libertad de abrazar el teatro y sus misterios. Cuando para Beba el luto era todavía una sensación física, mami la dejó sola con su dolor. Animada por su infinita vanidad de diva, y al calor de su encandilamiento amoroso con un dramaturgo argentino que a mediados de los setenta había llegado a Venezuela —un adonis con algo de talento, escaso de patrimonio, bastante más joven que ella, galante y adulador—, empacó sus maletas y se fue a París, detrás de su vieja obsesión. Esa fuga con el dramaturgo sureño había sido un escándalo en Caracas, pero mami, instalada en su sueño, ni se enteró ni le habría importado.
Papi, gracias a Dios, al enterarse de que sufría “una penosa enfermedad”, como todavía le decían en aquellos años al cáncer, había tomado la previsión de amarrar buena parte de la fortuna familiar a un fideicomiso en un banco extranjero que solo podía ser movilizado con la firma de ambas. Gracias a esa decisión paterna, mami contaría con una renta suficiente para vivir con dignidad y cubrir algunas de sus extravagancias. Tras su fuga, había mantenido con ella muy poco contacto, se vieron las veces en que ella pasó por París, en sus viajes de vacaciones a Europa con Alfonso. Solo se enteraba de sus avatares cuando, a los fines de alguna gestión con la herencia compartida, recibía comunicaciones suyas a través de un abogado amigo de la familia a quien, también gracias a Dios, papi había dejado a cargo de la administración del fideicomiso.
A eso se había reducido la relación entre ambas desde la muerte de papi, hasta que mami había reaparecido hacía unos pocos años. El dramaturgo argentino llamó una vez desde París para informarle que mami estaba enferma, que los olvidos y pequeños desvaríos de los primeros tiempos de su afección se habían convertido de pronto en una cosa seria. Que había sufrido un episodio de demencia senil severa; se extravió durante tres días y la policía la encontró en compañía de un grupo de artistas callejeros, afectos al alcohol y las drogas, que improvisaba obras de teatro en los alrededores de la iglesia de San Eustaquio.
Y que mami se había vuelto muy agresiva y él no podía hacerse cargo de su cuidado.
Voló a París, trajo de vuelta a Caracas a una mami que no la reconocía y a quien no reconocía, ausente casi por completo de la vida, que alternaba prolongados silencios con planes alucinados de sus futuros triunfos en los teatros más prestigiosos de Europa. Manejó el asunto con la mayor discreción. La internó en el instituto de cuidados geriátricos más caro de Caracas, donde, supuso, su dignidad estaba garantizada. Mami demoró poco en languidecer y apagarse por completo. A lo largo de su convalecencia, Beba la visitó una sola vez y por muy pocos minutos. Mami, increíblemente anciana, estaba ausente por completo y la situación, amén de dolorosa, le resultó absurda. Aquella señora, ajena y con la mirada extraviada, sin vivacidad alguna, que había olvidado su rostro y su nombre, estaba tan lejos de la idea que tenía de su madre que en efecto había dejado de serlo. No podía sentir afecto alguno por un cuerpo que no se correspondía con su imagen hermosa ni con su alma de teatrera indómita. Cuando salió de la habitación sin poder siquiera decirle una palabra de consuelo, sabía que no volvería a verla. Salvo velar porque recibiera los cuidados necesarios y muriera con decoro, nada más podía hacer. No obstante, esa decisión que tomó de la manera más serena, la hizo sentirse culpable y debió vivir en adelante con el cargo de conciencia de que pudo haber hecho más por su mami.
Francisco Suniaga
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