Ciudad vivida

El amor, a pesar de todo

28/07/2021

Francisco María Suniaga, 1955. La Asunción. Fotografía de álbum familiar ©Archivo Fotografía Urbana

Hace unos días volví a ver una vieja fotografía de mis padres, de las muy pocas, dos o tres, que existen de sus primeros años de matrimonio. Están bailando, ambos lo hacían muy bien, miran la lente que en una fracción minúscula de segundo recogió y dejó ese momento enganchado en el tiempo. No es necesario verla con detenimiento para darse cuenta de que también en el papel quedó retratada esa felicidad que irradian las parejas que se aman. Papá, además de sastre, era cantante de orquestas tropicales y, quizás por razones de oficio, tenía mucha precisión en los recuerdos asociados con la música. Cada vez que se tropezaba con la foto en el cajón donde estaba guardada, repetía: “Esta nos la tomaron en 1955, en una fiesta de quince años aquí en La Asunción. Bailábamos una canción que estaba de moda y sonó muchas veces esa noche, Cuando florezcan las amapolas, cantada por Manolo Monterrey”. Por ese comentario reiterado de él, cada vez que miro esa imagen, sus cuerpos cobran vida en mi imaginación y puedo verlos veinteañeros y hermosos como eran, danzar al son de aquella vieja guaracha.

Estuvieron casados cincuenta y dos años, hasta la muerte de mi padre en 2005, aunque más distintos entre sí no pudieron haber sido. Con ellos quedó demostrado que la popular “incompatibilidad de caracteres” no pasa de ser un eufemismo para el desamor, causa única, universal y verdadera de las rupturas entre las parejas. Sus personalidades, opuestas en casi todos los renglones, eran muy complejas y los equilibrios en su relación fueron volátiles hasta el último minuto. No era exclusividad de ellos, siempre lo son en cualquier matrimonio; nadie, sin importar el tiempo de convivencia, llega a saber la trama y urdimbre de emociones, intereses y valores que se ocultan detrás de las miradas, incluso transparentes, del otro. Manejarse con los grises y dobleces de la pareja, saber cuándo no conviene enterarse de las cosas o cuándo es preciso mirar a otro lado son mecanismos imprescindibles para sobrevivir a los conflictos que, de manera inevitable, acompañan la vida conyugal, y solo el amor irreflexivo cantado por los poetas románticos, como creo que fue el de mis padres, es el epitelio emocional que la hace posible y feliz.

Rosa Margarita, Mama, así con mayúscula inicial y sin tilde, como le decíamos sus hijos y nietos, fue una madre margariteña, en versión corregida y aumentada y, como tal, era inagotable en el ejercicio de su maternidad. Sobreprotectora, por supuesto, siempre sabía todo sobre nosotros y se anticipaba a nuestros aconteceres. A mis hermanos y a mí nos resultaba imposible engañarla, y a la hora de imponernos castigos lo hacía con severidad espartana. Trataba de entrar en nuestras vidas, de regularlas, incluso cuando ya éramos adultos y teníamos hijos a quienes cuidar. En esos propósitos contó con la ayuda de una inteligencia sobrenatural. Era dueña, además, de un sentido del humor extraordinario que le permitía, a pesar de ser más seria que una pistola, reír, ser jocosa, divertida y hasta dulce cuando tocaba.

Mi padre, Francisco María, era más fácil de descifrar, bastaba con comprender que en él convivían dos personas absolutamente distintas. El artesano laborioso, dedicado a su oficio de sastre de siete de la mañana a ocho de la noche, de lunes a viernes, y los sábados hasta las doce del mediodía. Aunque siempre alegre, bonachón y simpático en el trato con las personas, durante esas jornadas no se permitía distracción alguna y cumplía con disciplina los compromisos derivados de su trabajo. En los días laborables, nunca un trago ni un trasnocho. Cumplía de manera fiel los requerimientos de sus clientes, con una condición crematística que advertía en todos los encargos: “Soy puntual con los puntuales”.

Los sábados, sin embargo, su ser daba un giro de ciento ochenta grados. No bien la aguja del reloj dejaba atrás el meridiano, Hefesto se transformaba en Dionisio. El sastre laborioso develaba su otro yo, el del músico y parrandero impenitente que también era. Sus amigos conocían el ritual de esa mutación y, poco antes de las doce, comenzaban a congregarse en su pequeña sastrería. Antes de la una de la tarde aparecían las primeras cervecitas, luego el ron y algún cuatro o guitarra, instrumento que soltaba las amarras de la juerga. Ese modo festivo lo acompañaba hasta el domingo por la noche temprana, cuando, por uno de esos tratados tácitos de no agresión con mi madre, acostumbraba a llegar a la casa. Durante ese día y medio de farra, nada más importaba y la vida se reducía a un jolgorio. Había, eso sí, una pausa los domingos entre diez de la mañana y una de la tarde, cuando como si se tratara de una obligación religiosa, nos llevaba a la playa. No pocas veces ese receso incluía la compañía de un par de compadres con quienes compartir una cerveza, “pa’l ratón”, y conversar bajo la sombra de las palmeras. Fue en una de esas ocasiones cuando soltó la frase que a mi entender era definitoria de su existencia y sobre la que tanto he reflexionado: “Yo trabajo porque tengo que parrandear”.

Durante el medio siglo y dos años de ñapa que duró su matrimonio, como es norma entre las parejas largometraje, se alternaban momentos de calma con turbulencias pasionales. Desde el comienzo, el de los jóvenes de la fotografía que mostraban su felicidad, hasta sus últimos años, cuando eran unos náufragos enfermos en la casa familiar vacía, su convivencia tuvo el perfil de una azarosa montaña rusa. En particular, durante los largos años en que la unión estuvo dominada por el placer venéreo, ese tiempo en el que las peleas y el ayuntamiento carnal se alternaban en una dinámica alucinante gobernada por hormonas explosivas. Nuestra madre era muy celosa y, como cualquier otra dama, en ese ámbito le resultaba imposible mirar a otro lado, quería contar con un monopolio absoluto, pero, para decirlo de una manera edulcorada, a mi padre la fidelidad no se le daba bien. Terremotos matrimoniales hubo de todo tipo, de baja intensidad, imperceptibles para nosotros, y los catastróficos, los que alteraban la convivencia. Sin embargo, era tan genuino el amor que manaba de sus reconciliaciones que, desde la óptica de hoy, cabría la sospecha de que esos sismos eran intencionados.

Solo en una ocasión, la sangre llegó al río. Ni mis hermanos ni yo la recordamos, éramos muy niños, pero Mama la contaba tanto que era parte de nuestra historia familiar: una vez Papa se fue de la casa. Ya adultos, en alguna que otra reunión de nuestra tribu, con gran histrionismo y solo interrumpida por nuestras risas, ella reiteraba su versión:

Desde la mañana yo notaba a Francisco raro; caminaba apurado con esos pasitos suyos, corticos y rapiditos, y no levantaba la vista del piso para mirarme. Él siempre fue un padre muy cariñoso con ustedes, pero ese día, desde que Dios hizo amanecer, estaba con una abrazadera y besuqueadera con ustedes que iba más allá de lo normal. Yo ya tenía sospechas desde hacía tiempo de que andaba enredado por ahí con una mujer y lo que pensé fue: “Este se está despidiendo”. Esa tarde me acosté a reposar el almuerzo y él, cosa rara, no lo hizo, se quedó fuera del cuarto, haciendo que estaba ocupado. Ya ahí sí no tenía dudas de que algo le pasaba. En algún momento entró y yo, que no me había dormido, estaba acostada en la cama, boca arriba, con las manos detrás de la cabeza. Se sentó en una esquina y, sin mirarme, comenzó a hablar:

–Rosa, mija, tengo que decirte algo que yo nunca pensé que llegaría a decirte.

–Ajá, ¿y qué será?

–Bueno chica, la verdad yo no tengo quejas de ti, nosotros hemos sido felices. Has sido buena esposa y buena madre, pero a veces pasan cosas que, bueno, ocurren pues, le ponen término a las relaciones, hasta a las más felices. No es que no te quiera o tenga algo que criticarte. No, yo te quiero mucho, pero no sé, algo no está bien, la cosa no es igual que antes, y necesito un tiempo para pensar, para estar solo, porque te confieso que estoy confundido.

En cualquier otra oportunidad, Francisco me hubiera dicho a mí esa vaina de que estaba confundido y yo le hubiera saltado encima y lo agarraba por el cuello, pero, no sé por qué, en esa ocasión me pareció tan ridículo que lo que me provocaba era reírme.

–¿Y qué puedo hacer yo? –le pregunté con la mayor calma.

–En realidad nada, es solo que te lo tenía que comunicar. Déjame decirte también que me satisface mucho que hayas reaccionado así, con tranquilidad, que no haya en este momento entre nosotros una pelea. Nuestra relación ha sido muy bonita para que termine de esa manera. Te agradezco, pues, tu comprensión. Lo que voy a necesitar llevarme, aparte de mi ropa, son otras cositas, que quisiera que por favor me facilites. Unas sábanas…

–Abre el escaparate, la puerta del espejo, y en la parte de abajo hay sábanas –le contesté sin cambiar de postura.

–Y unas toallas.

–Agárralas en ese mueble, tú sabes dónde están –le dije, señalándolo con la boca.

Hizo su maleta y se sentó otra vez en la cama, y yo igualita, acostada con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Entonces me repitió la misma cantaleta de que nosotros que nos queremos tanto…, pero no le dije ni negros los ojos tienes.

Francisco como que había creído que, tan pronto él me dijera que se iba a ir, yo me le iba a tirar a los pies para arrastrarme y pedirle que no me dejara. ¿Yo? Sí, carajo. El caso es que se fue y estuvo ido como tres semanas. Un domingo por la noche, como a las ocho, en medio de ese silencio nocturno de La Asunción, sentí unos pasos rapiditos y pensé, adiós carajo, ese es Francisco. Abrió la puerta y entró con su maleta.

–Rosa, yo no me puedo separar de ti y de mis muchachos. Fue una tontería lo que hice, así
que regresé.

La verdad es que a mí me alegró que volviera, yo no quería que ustedes crecieran sin su papá en la casa y por eso no lo mandé al carajo. Pero tampoco iba a montar una fiesta. Lo único que le dije fue:

–Francisco, el que se va sin que lo boten, vuelve sin que lo llamen.

Papa murió en 2005, muchos años después de aquel episodio. El día de su entierro fui testigo de una ratificación sencilla y pura del amor insólito que amalgamó a aquellas dos almas tan disímiles y les permitió compartir la existencia. En ese momento de gran dolor, el de las despedidas a las puertas de la funeraria, estaba al lado de Mama, ella me tenía tomado por un brazo y, justo cuando los cargadores pasaban con el féretro, estiró la mano, como queriendo tocarlo, y en voz baja para que nadie más lo oyera, musitó:

–Adiós, mi amor.

***

Este fragmento fue publicado en Cuentos de dos familias de Francisco Suniaga y Federico Vegas parte de la nueva colección Ciudad Vivida del Archivo Fotografía Urbana.

Para leer más, descargue el libro completo aquí.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo