Literatura

Dos capítulos de “El pacificador”

25/11/2024

 

El pacificador (2024), la más reciente publicación de Francisco Suniaga, se presentará en el marco de la novena edición de la FERIA DEL LIBRO DEL OESTE DE CARACAS el día miércoles 27 de noviembre, de 2:00 pm a 3:00 pm en el espacio SPOT BNC-UCAB en la planta alta del Centro Cultural.

Los invitamos a leer, a continuación, los dos primeros capítulos que han sido publicados bajo el sello de abediciones.

Pablo Morillo. 1822. Horace Vernet

*

 

1. La Puerta, febrero de 1818

No lo vio venir. En medio de la polvareda y el humo de la batalla más  caótica, enardecido como estaba ante la inminencia de la victoria, no vio  venir a su atacante, un llanero de a pie, lanza en ristre. Ya sin tiempo,  tiró de las bridas para tratar de esquivarlo y, aunque el caballo respondió,  sintió el golpe del hierro al clavársele en el vientre, poco más arriba de la  cadera. El impacto lo sacudió y a punto estuvo de caer de su montura. En  un tiempo enlentecido por el pánico tuvo conciencia plena del ardor que  le causaba la hoja al penetrar en él, de cada fibra lacerada en su recorrido y  del desgarro de la piel al salir por su espalda, lo había atravesado de parte a  parte. “Me mató este miserable”. 

El infante no había soltado la lanza y, tal vez en un intento por derri barlo al suelo, la vara se había partido en el cubo, justo donde la madera se  unía con el metal. Más encolerizado que adolorido, reaccionó con su rapi dez refleja de guerrero y descargó un sablazo entre el hombro y el cuello de  aquel bellaco; el corte fue profundo y debió esforzarse para retirar el arma  e intentar sablearlo de nuevo. No hizo falta, sus oficiales cercanos cayeron  encima del agresor y casi lo descuartizan a golpes de espada. Sin detenerse  a revisar su herida, arrebató una bandera del regimiento Unión a uno de  sus jinetes y comenzó a agitarla y a gritar con rabia a su tropa para que  arrollaran al enemigo en retirada, “al Orinoco, al Orinoco”.  

Los suyos, sin percibir al principio la gravedad de su percance, notaron  cómo se iba encorvando sobre la silla y miraron la sangre en la pernera  izquierda del pantalón y el costado de su caballo. Fue entonces cuando  cayeron en cuenta de que había sido herido y necesitaba asistencia. Lo  rodearon con rapidez, para prevenir cualquier otro ataque, lo ayudaron  a desmontar y, con el mayor de los espantos, miraron la hoja de la lanza clavada en su abdomen. Con cuidado extremo, lo acostaron encima de una  cureña rasa tirada por una mula, y lo transportaron al hospital de campaña,  una enramada con techo de hojas de palma levantada en la retaguardia,  en la que no encontraron personal sanitario alguno. Desesperados, a gritos  pidieron un médico. “Están en el campo de batalla, aquí cerca, atendiendo  a unos heridos de metralla. Eran muchos y no había cómo traerlos acá. Ya  he ordenado que les traigan con urgencia”, explicó un sargento a cargo de  la custodia del lugar.

De pronto, desde un corral improvisado donde había una media docena  de prisioneros, uniformados con la casaca roja propia de los ingleses, se  escucharon unos gritos: “Yo médico, yo médico”. Fueron por él, lo sacaron  del encierro y en volandas lo llevaron ante el herido, quien yacía lánguido  sobre su costado derecho, en una de las dos mesas del hospital. El inglés dio  un respingo al verlo; la sangre le empapaba el uniforme, manchaba la mesa  y caía sobre la tierra en un goteo continuo. Sintió un escalofrío al mirar  la tosca cuchilla de la lanza llanera atravesada en su cuerpo, con sus dos  extremos sobresalientes, uno en el bajo vientre del lado izquierdo y el otro  en la espalda, un poco más arriba y cerca de la columna. Era una situación  mucho más complicada de lo que había imaginado y supo de inmediato  que no podría improvisar actuación alguna. Ni siquiera era médico ni tenía  idea de cómo atender un caso tan grave como el de aquel hombre, cuya alta  jerarquía era fácil de adivinar por su edad y por la actitud respetuosa de los  oficiales y soldados que lo rodeaban. 

Era apenas un prisionero inglés que esperaba la muerte. No solo por su  nacionalidad, o la condición de mercenario endilgada a ellos por el ene migo, sino también porque estaba en una guerra donde la ejecución de los  prisioneros era ley. Había visto en la desesperación de los españoles ante el  oficial herido la oportunidad de salvarse y mintió buscando una rendija  por donde escapar de su condena. Como cualquier soldado de oficio, tenía  alguna noción de cómo atender heridas menores, eran muchas las vistas y  sufridas por él mismo tras tantas batallas, pero la gravedad de aquella lo  había paralizado de terror y su primer impulso había sido huir como un animal asustado. Aun así, sin más opciones que aferrarse a la vida, superó  el espanto y siguió adelante con su farsa. 

A la usanza de los médicos suyos en la generalidad de las situaciones,  se lavó las manos de forma exhaustiva, se acercó al oficial, lívido ya por la  sangre perdida, y pidió unas tijeras para cortarle la ropa y dejar expuesta  el área a tratar. Con pañuelos de lienzo limpios, mojados en ron blanco,  limpió alrededor de las heridas y luego, para detener la hemorragia, taponó  sus bordes con vendas de hilachas, por ambos lados del cuerpo. Su sentido  común, y la experiencia, le indicaban la necesidad de extraer la lanza, pero  no se atrevería siquiera a intentarlo. Sabía que la sangre manaría en abun dancia y para eso no tenía respuesta alguna. Ante la mirada expectante de  oficiales y soldados curiosos que rodeaban la enramada, se dispuso a improvisar un vendaje, no se le ocurría otra cosa que por lo menos contuviera la  sangre. En ese momento, escuchó una voz serena a sus espaldas que le dijo:  “Hágase a un lado, por favor, soy el doctor Samaniego. Muchas gracias por  lo adelantado”.

Con el más grande alivio, se puso en manos de los guardias que proba blemente iban a ajusticiarlo; la muerte no parecía tan atroz comparada con  el terror que sintió en el hospital. Esta vez, sin empujones, dos hombres lo  flanquearon para conducirlo de nuevo al corral de los prisioneros. El encie rro estaba vacío. “¿Y compañeros?”, preguntó a sus custodios. Los llaneros  compartieron unas risas burlonas y uno le espetó: “A tus compañeros se  los llevaron ahorita pa’ fusilalos. Tú te salvas porque atendites al general”.  Noble MacMullen, capitán del ejército inglés al servicio de Simón Bolívar,  respiró con alivio. Su atrevimiento había sido premiado por Dios.  

El doctor Juan Nieto Samaniego, oriundo de Cartagena y miembro de  la Real Academia Médica de esa ciudad, era el cirujano mayor del ejército  Expedicionario. Amigo de Pablo Morillo desde los tiempos de la guerra  contra Francia, había llegado con él a Tierra Firme en 1815. Tenía una larga  carrera en el oficio de médico militar y, tras tres años de ejercicio intenso  en la guerra más bárbara en la que hubiera estado, ya sabía todo lo que un ser humano podía llegar a saber de la atención a heridas en combate, en  particular las causadas por lanzas y machetes. Sus ojos se fijaron primero  en la lengua de hierro incrustada de la manera más grosera en el cuerpo de  su amigo. Había entrado en un plano vertical por el hipocondrio izquierdo  y atravesado su cuerpo en un ángulo ascendente. Entendió de inmediato  que, además de sus conocimientos y habilidades médicas, el general iba a  necesitar la mediación del Señor para salir vivo de ese trance. Era casi im posible que, en su trayectoria, la lanza no hubiese afectado algún órgano o  sus intestinos, y, aunque aún estaba consciente, era obvia su debilidad. Sin  más, se dispuso a hacer con premura la parte que a él le tocaba en el milagro  necesario para salvarle.

Debía extraer cuanto antes la lengüeta metálica que, como las de cualquier lanza llanera, era burda, larga y en forma de delta. La punta sobresalía  por la espalda y era obvio que la parte que no penetró el cuerpo del general  era bastante más ancha que la herida de entrada. El filo visible era disparejo  y con un dentado sin simetría, menos por la intención del herrero que por la  forja apurada y chapucera del hierro. También estaba expuesto el cubo de la  lanza, redondo y voluminoso, para alojar una vara gruesa. Su primer dilema  fue cómo extraerla. Lo usual era que se empujara a favor de su trayectoria y  se sacara por la herida posterior, pero la anchura aún expuesta de la base de  la hoja, con el cubo voluminoso, y el filo con hendiduras lo suficientemente  profundas como para hacerlas peligrosas, lo persuadieron de lo contrario.  Pensó entonces que empujándola así podría lesionar los intestinos u órganos que la parte angosta del metal no habían tocado al entrar, o que parte  de una tripa o cualquier tejido o vaso importante se quedara encajado en  algunas de las ranuras del filo y se rasgara. Ambas opciones podían tor narse mortales y decidió que lo mejor sería, en el caso del general, tomar  el otro riesgo, sacarla por donde mismo había entrado. Le pareció que así  era menor la posibilidad de causar nuevas lesiones. Le explicó al general su  decisión y le anunció que iba a ser muy dolorosa.

Con la ayuda del médico asistente y un par de enfermeros enderezó sus  piernas, lo incorporó hasta donde fue posible y lo hizo beber varios tragos largos de ron. Cuando le pareció suficiente la dosis de alcohol ingerida, lo  acostó de nuevo sobre su lado derecho y pidió ayuda a varios soldados pre sentes para mantener inmóviles sus extremidades. Retiró las hilachas que  había colocado el inglés sobre las dos heridas y le indicó al médico asistente,  más joven, tomar el cabo que se hundía en el vientre y, a su orden, tirar  de él con firmeza y sin brusquedades, no quería que saliera de un envión.  Tomó un lienzo, cubrió un taco de madera con él y se situó del otro lado  de la mesa para, desde allí, empujar la punta que se asomaba por la espalda.  Hizo una seña a su colega y empujó aumentando poco a poco su fuerza.  El alarido del general, en el instante en que la moharra comenzó a salir, se  escuchó por encima de los gritos de los combatientes, los ayes de los heridos,  los relinchos de caballos malogrados y las cargas de fusilería en la llanada  de Semén. La sangre, que había estado contenida por la hoja y los tapones,  manó entonces en una hemorragia alarmante. 

El doctor Samaniego lo miró desvanecerse por completo y tornarse tan  pesado que los enfermeros y el médico que lo sostenían apenas podían con  él. Pensó que lo había perdido y lo invadió el desaliento. Pasados unos  segundos eternos, reaccionó y comenzó a darle palmadas en el rostro y  llamarlo a gritos, “¡General Morillo, general Morillo, general Morillo!”, y  exclamar al borde del llanto, “Joder, Pablo, no te me vayas a morir”. Ya casi  había perdido toda esperanza de recuperarlo cuando lo vio abrir los ojos,  vidriosos y con la mirada aún extraviada. Con lentitud pareció ir recupe rando la conciencia y, al reconocerlo, trató incluso de sonreírle. “Esto era  como para que no lo aguantara nadie. Si no tuviera la constitución de un  toro, se nos muere”, pensó el galeno. 

A lo largo de su carrera, Samaniego había atendido incontables casos de  heridas en el abdomen. Sabía que si el hierro había afectado algún órgano,  o perforado una sección de los intestinos, a la entrada o salida del arma,  la muerte de su amigo y comandante sería prácticamente inexorable. Ante  esos casos, cuando la extensión de la herida lo permitía, intentaba extraer  fuera de la cavidad la parte lacerada de la tripa, la lavaba con agua y ron,  la suturaba y la cubría con un emplasto de ungüento amarillo. Antes de volverla a su lugar, limpiaba con ron diluido, o vinagre, el interior accesible,  lo secaba con vendas de hilacha y se aseguraba de que no quedara el menor  resto de materia fecal o, de cualquier modo, extraña. No obstante sus cui dados, de los muchísimos pacientes con heridas en el vientre atendidos en  su prolongada carrera, podía contar con los dedos de una mano a los sobre vivientes. La muerte por fiebres, producto de la infección, era el resultado  casi invariable, mucho más en medio del calor sofocante de los llanos.  

Examinó, lo poco que era posible, el interior de la herida del general  Morillo y no pudo ver lesión interna alguna. Salvo una rasgadura o ruptura  mínima, imposibles de percibir en sus circunstancias, el general Morillo pa recía haber tenido la suerte infinita que necesitaría para contar con alguna  posibilidad de sobrevivir. De manera increíble, la lanza no había causado  daño evidente en los intestinos ni órganos apretados en la cavidad abdomi nal. De ser efectivamente así, Dios también había hecho su parte. 

Antes de cerrar las heridas, limpió la parte externa y los alrededores de  los dos boquetes y pidió a su colega, con ojos más jóvenes, verificar su apre ciación. Visto que tampoco él observó lesión alguna, con la mayor rapidez,  suturó primero la herida más pequeña y curó sus bordes con un sublimado  de azogue. Luego cerró y curó la del vientre. Untó además ambas áreas  con ungüento amarillo, le puso una venda de hilacha limpia y ordenó su  traslado inmediato a la Villa de Cura, al hospital militar preparado para  recibir a los heridos graves en la batalla. Al amanecer, dependiendo de su  estado, sería llevado a Valencia, donde había un nosocomio mejor dotado  para atenderlo. Si alcanzaba a llegar vivo a esa ciudad, habría aún que esperar unos días para saber en verdad cuál iba a ser su suerte.

El general Pablo Morillo, débil en extremo, pero recuperado del desva necimiento sufrido durante la intervención, pidió que llamaran a su lado  al coronel Asorey, su asistente. “Cambie esa cara, coronel, y cuidado se le  ocurre ponerse a llorar delante de sus compañeros y subalternos. Quédese  tranquilo, de esta no me muero”, le dijo con un hilo de voz, pero en nada  exento de autoridad. Le preguntó por el brigadier La Torre. “Todavía está en la batalla, mi general, persigue al enemigo”. Preguntó entonces por el  oficial presente de más alto rango. Ramón Correa, uno de los oficiales en  torno al hospital de campaña se acercó a su lado. “Brigadier Correa, lo feli cito por su actuación y la de sus hombres hoy. Ustedes han sido los artífices  de esta victoria. Tome el mando hasta que regrese de la persecución, y lo  asuma, el brigadier La Torre”. “Entendido, mi general”, dijo, y se cuadró  marcialmente. “Mantenga la orden de perseguir al enemigo en retirada”,  continuó Morillo. “¿Hasta el Orinoco, mi general?”, preguntó Correa con  una sonrisa. “Sí, hasta el Orinoco, a por Bolívar, brigadier”, y su rostro se  contrajo en una mueca que impidió la sonrisa con la que pretendió corresponderle. “La prioridad ahora es atraparlo. Seguramente va camino de Ca labozo. Si logramos eso, la guerra habrá terminado y podremos irnos a casa.  Ah, y cuide usted de que se respete la vida de prisioneros y heridos rebeldes”.

El camino a Villa de Cura, tendido en una carreta acondicionada para  transportarlo, fue un viacrucis. El dolor se hacía más intenso con cada mi nuto transcurrido y, con los baches del camino, sufría puntadas terribles.  Nada lo aliviaba y había tomado tanto ron que se sentía borracho. Solo  sintió alguna mejoría cuando, una vez en el hospital de la Villa, tras reposar  en un camastro de campaña, el doctor Samaniego le aplicó emplastos con  pasta de opio sobre las lesiones. Menos adolorido, más débil, exhausto por  la jornada e intoxicado por el ron ingerido, cayó en un sueño profundo  aunque intranquilo, en el que alternaba quejidos y suspiros.

En la madrugada, tras revisar y curar de nuevo sus heridas, Samaniego  ordenó su traslado a Valencia. Treinta de sus hombres se turnaban para  llevarlo en hombros, casi a la carrera, en una hamaca colgada de una vara  gruesa y cubierta con un lienzo fino para protegerlo de los mosquitos, el  polvo y el sol. Por el paso acompasado de los hombres y la suavidad de la  tela, que se amoldaba a cualquier sobresalto o movimiento inesperado en  el camino, sus molestias fueron más leves que las del día anterior. El tramo  más temible, atravesar el lago a cuyas orillas está la ciudad, resultó una ma niobra fácil y tan llevadera como el resto del recorrido. Llegaron a Valencia  al mediodía y fue llevado a la habitación preparada en el hospital. El doctor Samaniego, que lo acompañaba, examinó su herida tan pronto fue posible,  le aplicó de nuevo pasta de opio y le cambió el vendaje. Pidió le dieran un  caldo fuerte de gallina, que el paciente bebió casi con voracidad porque  estaba hambriento, y prohibió visitas no autorizadas por él.

Durmió durante un largo rato y apenas abrió los ojos preguntó por el  brigadier La Torre. Quería verlo para enterarse del resultado de la persecu ción de las tropas rebeldes, no perdía las esperanzas de que Bolívar hubiese  sido hecho prisionero. Samaniego, presente cuando había despertado, le ex plicó que eso no podía ser en lo inmediato. “Perdió usted mucha sangre, mi  general, necesita descansar sin hacer ningún esfuerzo, aparte de respirar. Lo  mejor para usted es el reposo y seguir su dieta a base de caldos para recons tituirse y recuperar las fuerzas. Está usted muy débil. Si se queda tranquilo,  volverá a dormirse, se lo garantizo. Eso es fundamental. Mañana curaré de  nuevo sus heridas y, si todo está aparentemente bien, si no hay supuración y  veo que está usted más fuerte, se llamará al brigadier La Torre para que es cuche su informe. No hable mucho. Cuanto menos hable, menos le dolerá”.

Morillo tomó de la mano al médico y le miró a los ojos. “Juan, tengo  una herida mortal, lo sé. No quisiera morir sin saber cuál fue el final de  mi última batalla. No me niegues eso ahora, después no sabemos si será  posible. Permitidle a La Torre entrar a verme y dile lo que quiero oír, verás  que no hablaré”. 

El parte de La Torre tuvo una sola nota negativa. “No dimos con Bo lívar, mi general. No pudimos cogerle en la batalla, aunque peleó buena  parte de ella en primera línea. Hay testimonios de hombres nuestros que  lo vieron a caballo, combatiendo y dando órdenes como un poseído por el  demonio. Maneja bien el sable, lleva dos pistolas y una lanza corta, que al  parecer también sabe usar muy bien. Los desgraciados que pretendieron  acercársele y cruzar armas con él, lo pagaron caro, porque sabía defenderse  y, además, en batalla, siempre está rodeado de varios guerreros magníficos.  Escapó al sur, a Ortiz y probablemente, amparado por sus hombres más lea les, regrese a Angostura. Pudimos, sí, capturar intacto su campamento y su tienda, donde estaba buena parte de sus pertenencias y bagaje, incluyendo  un cajón de documentos con información militar y cartas personales muy  valiosas. Ya ordené que los enviaran a España, pero que antes hicieran copia  de los documentos relevantes, para dejarlos aquí y que nuestra inteligencia  los revise y aproveche. Es todo, señor”.

Se quedó a solas con Samaniego unos minutos y antes de que se mar chara, le preguntó: “¿Cuándo sabremos si salgo con vida de esta, doctor?”  “Debemos esperar unos días, mi general. Si no presenta fiebre, no tiene  dolores internos, no se le han infectado las heridas externas, ha mejorado  su estado y se siente bien, aun con su debilidad, eso indicará que no hubo  lesiones intestinales y entonces podríamos afirmar que está fuera de peligro.  Déjeme decirle que solo por la herida y la sangre derramada, cualquier otro  hombre ya habría muerto. Gracias a Dios, mi general, no ha sido así. Creo  que usted sabe cuán importante es su permanencia al frente de este ejército,  su muerte habría significado el fin de todo, la derrota de nosotros, del rey y  de España”. “Ay, mi querido amigo, creo que ni triunfando regresaríamos  a casa”.

Esa primera noche en Valencia no podía conciliar el sueño. Sentía un  dolor sordo en el abdomen que se extendía a la pierna izquierda y su ma lestar era intolerable. Había sido herido varias veces antes en otras batallas,  pero nada superaba el suplicio de esta de La Puerta. Nunca estuvo tan  adolorido, nunca sintió esas punzadas agudas repentinas que le arrancaban  aullidos. Tenía una sed de resaca, mas no la saciaba al beber agua, y le  dolía la cabeza. Pidió al personal a su servicio una botella de ron, se iba a  emborrachar de nuevo. El doctor Samaniego apareció de pronto en su habitación: “No le hará falta el ron, mi general, traje algo mejor para aliviarle el  dolor y ayudarlo a descansar, Láudano de Sydenham. Voy a darle una dosis  moderada porque si abusamos de él puede provocarle delirios o pesadillas”.  Le sirvió la poción en un pequeño vaso y guardó el frasco en su bolsillo.

Minutos más tarde cayó en un sueño raro, una especie de borrachera  extraña de la que entraba y salía a ratos. Iba y volvía a España, flotaba por los pasillos y patios perfumados de naranjos en la casa de su María Josefa,  en Cádiz. Entraba en el cuarto de ella y la veía dormir, cual una virgen,  esperándolo para hacerse mujer, porque ni siquiera habían tenido oportuni dad de compartir lecho tras la boda. Miraba su rostro hermoso y evocaba la  dulzura de su carácter, María Josefa, María Josefa, el bálsamo al otro lado  del mar que le concedía unos minutos de consuelo, felicidad y esperanza  en el mundo tenebroso de Tierra Firme. Encontró asimismo refugio en la  Fuentesecas de su niñez, entre trigales, campos labrados y, como otrora, en  casa, con sus padres, los campesinos a quienes debía el amor por la tierra.  

Revivió también visiones agitadas, episodios de su vida que se presen taron como en un torbellino. Sufrió de nuevo la derrota naval de Finiste rre, sintió las lágrimas y sangre derramadas en la tragedia de Trafalgar, la  humillación por el gran desastre de la Armada, la vergüenza de su victoria  en Cartagena de Indias, cabalgó con su regimiento en Bailén, celebró sus  triunfos. Decenas de batallas revividas que lo dejaron sudoroso y exhausto,  aunque olvidado por completo del dolor de sus heridas.  

Estuvo de nuevo en la ceremonia de su designación, en agosto de 1814,  como jefe del ejército expedicionario destinado a América, a llevar de vuelta  la paz y el orden que caracterizaron a las Indias en trescientos años de per tenencia a España. Volvió a sentir el orgullo de aquel día. Él, Pablo Morillo  y Morillo, hijo y nieto de campesinos, entraba al santuario de los grandes  militares españoles, doce mil hombres, decenas de barco a su mando, un  reconocimiento inédito en la larga historia del reino.  

Su viajar se fue haciendo más lento a medida que el opio lo sumía en en soñaciones más profundas. Visitó de nuevo el Castillo de las Cuatro Torres  para encontrarse con el viejo general indiano a quien debió haber hecho  caso, pero ya no podía. Revivió los momentos de sus grandes decisiones  desde su llegada a Tierra Firme en 1815, cada episodio importante, sus  triunfos, sus derrotas, aciertos, errores y arrepentimientos. En varias oca siones había estado muy cerca de dar un golpe definitivo a los traidores  secesionistas. La Puerta quizás había sido la oportunidad más cercana de lograrlo; si tan solo no lo hubiese herido aquel hijo de puta o si La Torre hu biese atrapado a Bolívar en su retirada. Aun sin haberlo apresado, le había  propinado una derrota militar definitiva, moralmente catastrófica, que ha blaba por sola de su condición de buen conductor de ejércitos en batalla.  Pero no se pudo dar el golpe mortal que deseaba. 

Contrario a ese recorrido satisfactorio, cuando despertó sentía unas ga nas enormes de mandar todo a la mierda. “Si tuviera el poder de echar el  tiempo atrás, lo haría, quiero volver a agosto de 1814 y estar otra vez en  aquella reunión de generales, y cuando me propusieran encabezar la expe dición a Tierra Firme, decirles que no con un par de cojones”. 

Su herida, concluyó, no había sido producto del azar en una batalla  violenta en un territorio terrible y contra hombres salvajes. Él mismo se la  había infligido tres años atrás, cuando, desoyendo su propia conciencia y los  ruegos de su futura esposa, ciego por su ambición de gloria, había decidido  venir. No sabía si iba morir o no de ella; había visto sucumbir a tantos por  heridas como esa que sentía una necesidad tremenda de poner en orden  las cuentas consigo mismo, de reconstruir su parábola desde que partió de  Cádiz. Quizás si hubiese conocido antes a aquel viejo y triste general, no  estaría, como estaba, ante las puertas de la muerte.

Usted no tiene idea de lo que es Tierra Firme, mariscal Morillo. No tiene  posibilidad alguna de imaginar cuán incierto es ese mundo, cuán primitivo y,  al mismo tiempo, igual que las mujeres fatales, cuán seductor. Si lo supiera,  estaría aterrorizado y no iría a ella jamás. Yo mismo, que nací y viví allá hasta  hacerme hombre, no sabía cuán oscuras e ignotas eran las sombras que cubren  nuestra querida Venezuela.

2. Íngrimo y triste

La primera vez que lo miró, el general estaba tan concentrado en la lec tura que ni siquiera levantó la vista para ver quién había abierto la puerta  y entrado a su celda. Yacía en un camastro sobre su costado derecho con el  codo clavado en el colchón y la mano en la quijada. La pierna del mismo  lado, doblada en la rodilla, le colgaba hasta rozar el piso, y la izquierda,  recogida sobre el lecho, le servía de contrapeso. En su mano libre, a la al tura del pecho, sostenía un libro y para ayudarse en la lectura usaba unas  gafas de cristales gruesos y redondos. Su posición parecía muy incómoda,  incomprensible tan solo de verla, pero quizás llegó a ella porque sería la  única posible para casar la poca y tenue luz de enero, que entraba por las  hojas entrejuntas de la ventana de su calabozo. 

Se protegía del frío con un capote de lana raído, de los asignados a los  oficiales de la marina real española, al que le habían desprendido bordados  y charreteras. Debajo llevaba un sayo amarillento, que sobresalía por el  cuello y las mangas, y completaba su atuendo con unos pantalones agrisados, medias claras y zapatillas negras sin brillo. El cabello, blanco y ralo, lo  tenía atado en una coleta corta y en el lóbulo de su oreja visible, cual pirata  caribeño, lucía un grueso aro de oro. De su rostro emanaba la más absoluta  serenidad, aquella de quien ya ha perdido la última batalla y, agotados sus  lances en la vida, nada temía del destino. 

Jamás había visto a alguien leer con semejante concentración y no quiso  perturbarlo. Cerró la puerta tras de sí con cuidado, permaneció inmóvil  y guardó un silencio respetuoso. Aprovechó para observarlo con deteni miento, cotejando su imagen con las descripciones en su expediente de  ingreso al penal de las Cuatro Torres. Sebastián Francisco de Miranda y  Rodríguez, nacido en la ciudad de Santiago de León de Caracas en 1750, ex jefe de la insurrección contra la corona española en la Capitanía General  de Venezuela, estaba por cumplir, en unas pocas semanas, sesenta y cinco  años. Los últimos tres, los había pasado en cárceles de Puerto Rico y Espa ña y, probablemente por esa misma razón, había envejecido más allá de su  edad. Fue perseguido en las dos orillas; en la de España se le consideraba un  desertor de las armas del rey y un traidor; en la otra, su patria, se le tenía,  además de lo anterior, por un cobarde, que había capitulado sin pelear, y un  ladrón, que había intentado llevarse consigo el tesoro de la república.

A cualquiera le habría resultado difícil siquiera imaginar que tras aque lla estampa de náufrago había una historia plena de grandes aconteceres.  Según constaba en los informes oficiales de las autoridades españolas, era  nómada de corazón, inteligente y culto como pocos hombres, un viajero  incansable, que conoció la América del Norte y recorrió buena parte de  Europa, incluyendo Rusia. Había vivido en Madrid y París, pero era en  Londres donde tenía casa, mujer y familia. Por aquella habían desfilado  Simón Bolívar, Bernardo O’Higgins y José de San Martín, jefes rebeldes en  Venezuela, Chile y el virreinato del Río de La Plata. Aventurero inquieto,  renegado siempre y mujeriego insaciable, los idiomas se le daban y tenía por  la lectura verdadera compulsión, complementada por un apego demencial  por sus libros; en sus largos viajes cargaba con cientos de ellos y en su casa  tenía una biblioteca con miles de ejemplares.  

Esa obstinación por la lectura despertó, recién llegado a España, la cu riosidad del Santo Oficio en Cádiz, que consideró abrirle una investiga ción. Republicano puro; vivió y se iba a morir siendo enemigo jurado de  la monarquía, en particular de la borbónica. Había servido como oficial  militar bajo las banderas de tres países, España, el primero. Fue héroe de la  revolución francesa, invasor derrotado de Venezuela en 1806 y jefe militar y  político de la república efímera que allí ayudó a fundar, en 1811. Más difícil  aún habría sido tratar de entender por qué aquel abuelo con cara de hastío,  olvidado, triste, vencido ya de manera definitiva y a quien solo le faltaba  morir para completar su paso por el mundo, había cosechado tanto odio a  ambos lados del Atlántico.

Pasado un par de minutos, el general Miranda terminó de leer. Con len titud, se sentó en el borde del camastro, bostezó y se desperezó de manera  ruidosa. Con igual parsimonia, se quitó las gafas y las colocó, junto con el  libro, sobre un taburete destartalado, cuyo tejido de paja estaba desgastado  y con hebras sueltas en las esquinas. Entonces se quedó quieto, como si  necesitara reunir fuerzas para levantarse.  

“Buenos días, general”, le dijo en ese momento, queriendo llamar su  atención, pero no obtuvo respuesta alguna, ni siquiera una mirada. Tras  un esfuerzo visible, Francisco de Miranda se puso de pie, se subió las so lapas del abrigo para cubrirse el cuello, dio unos pasos hacia la ventana y  abrió por completo la hoja más distante de su cama; la luz triste de enero  y el aire frío de las marismas aledañas a La Carraca inundaron la pieza. Se  volvió y, cual si sus sentidos hubiesen necesitado ese lapso para aprehender  la realidad circundante, pareció tomar conciencia de que en efecto había  alguien allí con él. Lo miró de arriba a abajo sin disimulo alguno, esbozó  una sonrisa y comenzó a hablarle con una voz cálida y cargada de los tonos  canoros de la gente de ultramar.  

“Perdone usted mi falta de cortesía. Estaba leyendo un poema, y me ha bía ausentado de este mundo terrenal que ha tiempo ya ha sido tan ingrato.  Al verlo, lo tomé por un fantasma, otro de los tantos que me visitan y a  los que ya no hago caso. Es, el poema, muy importante para mí. Se titula  Prometeo y es de un autor alemán contemporáneo, Johann Wolfgang von  Goethe.  

“Al contrario, general, soy yo quien deba rogarle que me perdone por  presentarme sin avisar y haber interrumpido su rutina de lectura”. Miranda  pareció haberlo escuchado y continuó con su parlamento como si estuviera  solo, sin responder a su caballerosidad aunque fuese con un gesto. “Mi empeño con ese poema es viejo. Hace unos años lo leí en inglés y desde enton ces quería hacerlo en su idioma original, pero ni en América ni en España  es fácil conseguir títulos de Alemania. Una de las cosas buenas de Cádiz  es que, por la cantidad de gente que pasa por aquí, proveniente de muchos países, los libros extranjeros circulan más que en Madrid, por ejemplo. El  tiempo de espera por esta joya valió la pena porque, como había supuesto,  en su lengua original el poema es más profundo, más grandioso.

Mi conocimiento del alemán –continuó– es poco, y vaya si me resultó  difícil aprenderlo. Sin embargo, ayudado de un diccionario –con un mo vimiento de la cabeza le indicó una pequeña mesa, adosada al muro a su  derecha, repleta de libros– y, por haberlo leído en una traducción inglesa,  creo que ya he llegado a entenderlo por completo. Me ha tomado semanas,  pero eso no me importa. Primero, como es obvio, no tengo prisa por nada,  y luego porque no es solo cuestión de dar con el significado de una palabra.  En cada lectura encontraba giros distintos del lenguaje, a través de imágenes y metáforas diferentes y se me presentaban nuevas incógnitas. Si usted  no conoce ese poema, le recomiendo su lectura, si no ahora, alguna vez en  su vida. Es una obra maestra; y, tratándose de Goethe, pues ya habrá quien  lo traduzca del alemán a la lengua de Cervantes, si no lo han hecho ya.  Ojalá pueda conseguir una buena versión española, aunque le advierto; esta  es una de esas obras a la que no habrá traducción que le haga justicia. Por  eso lo ideal es aprender algo de alemán y concentrarse mucho en cada verso,  para entender mejor y disfrutar más de este hermoso canto a la libertad e  independencia del hombre, en particular, de Dios mismo, el mayor tirano.  Lamento no haber avanzado más en mi conocimiento de ese idioma, no  creo exista otro que pueda trasmitir con mayor nitidez y precisión las expe riencias humanas más profundas, sobre todo la tragedia. Escuche usted”.

Y entonces, con una agilidad y energía que contrastaban con la lentitud  exhibida minutos atrás, el general Francisco de Miranda tomó de nuevo el  libro y las gafas, se acercó unos pasos a la ventana y comenzó a leer el poema  en voz alta. Lo hizo con ritmo pausado, pero sin titubear. Era obvio que lo  había hecho muchas veces antes, a solas en su encierro y que comprendía a  cabalidad el sentido de cada palabra de aquel idioma extraño. 

Su abstracción se hacía más profunda a medida que avanzaba en la lec tura; alternaba su mirada entre el libro y un punto indefinido en el horizonte más allá de la ventana. La voz, engolada y sonora como la de un actor de  teatro, se le tornaba trémula en algunos pasajes; su mano libre, poco a poco,  se había ido cerrando hasta convertirse en un puño apretado. Para cuando  leía lo que, por la entonación de su voz, parecían ser los versos finales, temblaba como una hoja y las palabras, aún para quien no las entendiera, se  habían vuelto sólidas, pesadas y brotaban de sus labios como piedras.  

Tras el último verso, el general Francisco de Miranda se quedó inerte y  de sus ojos cerrados brotaron unas lágrimas que dejó correr por sus mejillas  ahuecadas. Puso el libro y las gafas sobre el camastro, extrajo un pañuelo  de uno de los bolsillos de su abrigo y las enjugó con gestos no exentos de  teatralidad. Guardó la prenda y se mantuvo inmóvil, distante, quizás en  alguno de los mundos que los presos solitarios crean en sus mentes para no  estar íngrimo en su celda.  

Al comienzo de la declamación, había llegado a creer que la cordura del  viejo militar americano se había extraviado en sus encarcelamientos. La  escena ante sus ojos le parecía un acto demencial muy por encima del nivel  mínimo de locura que los presos necesitan para poder soportar un cautiverio prolongado. Solo así podía entenderse que alguien que fue general,  jefe de ejércitos, sin razón alguna, se hubiese puesto a recitar un poema en  alemán frente a un extraño, como él, de quien ni siquiera conocía el nom bre. Pero, con cada verso declamado y la proximidad del final, empezó a  dudar de su juicio anterior y consideró entonces que quizás aquella no era  una exageración alentada por la presunta insania del general cautivo, por el  contrario, bien podría haber sido un acto de cordura extravagante, tal vez  desesperado, pero genuinamente lúcido.  

No había entendido ni una palabra, faltaba más, aunque había captado  las emociones expresadas por el prisionero. En algunos pasajes, el tono y  ritmo de la declamación vibraban con una suerte de ira contenida; en otros,  con un desafío, una rebeldía intransigente, en fin, una mezcla de sentimientos inscritos en la profundidad de su alma desde hacía mucho tiempo.  Quedó convencido de que ese poema, recitado con tal pasión y fuerza, merecía haber sido escuchado por Dios, por España, rey Fernando VII, sus  enemigos en Venezuela, quien quiera que hubiese sido su destinatario. Sí,  eso era lo que había pasado ante sus ojos; el más ilustre prisionero america no le reclamaba algo a alguien poderoso y, por alguna razón desconocida  para él, lo hizo con un poema en alemán.

Al general republicano pareció costarle un gran esfuerzo retornar de  su profunda abstracción. En un silencio marcado por un tempo largo, su  cara crispada comenzó a relajarse y, con la serenidad, apareció en ella una  expresión risueña, casi infantil. Algo muy adentro había cambiado en su  actitud y talante: lucía satisfecho, pleno, como si se hubiera descargado de  un peso grande. Se preguntó más de una vez por qué lo habría escogido a  él como testigo privilegiado de lo que pudo haber sido un acto muy íntimo,  y no pudo darse una respuesta satisfactoria. Sólo podía especular sobre lo  que había visto y lo que sabía de él por la lectura de su expediente. Nadie  venía a verlo nunca. Quizás necesitaba a una persona cualquiera, alguien  ante quien liberar la ira por su derrota y la humillación de su encierro, al guien que admirara sus virtudes de hombre sabio, capaz incluso de recitar  un poema en alemán.  

El prisionero habría hecho lo mismo ante fuese quien fuese la persona  que tuviera delante, se había conformado, ya no podía aspirar a más. En la  vida de un hombre como Francisco de Miranda, los demás habrían estado  siempre limitados a ser testigos de su grandeza; para él, los actos privados no  existían. Lo que hacía, lo que había hecho desde su niñez, y si algo le restaba por hacer, estaba destinado a una audiencia. Lo consideró una de esas  personas que no pueden vivir si otras no la están mirando y aplauden sus  excelencias. Él debía ser el único visitante en mucho tiempo y, por tanto, el  único capaz de celebrar su cultura y genio.  

El general se sentó de nuevo en el camastro y le ofreció el taburete de  mimbre. Tomando asiento, prometió a Miranda que, aun cuando no era  un hombre culto, ni interesado en la poesía, buscaría una edición española  del texto y leería aquel poema cuya declamación, aun sin entender lo que él había dicho, tanto le había impresionado. Y pasó a explicarle cómo, al llegar a Cádiz, se había enterado de que estaba allí, preso en el Castillo de las Cua tro Torres, y había sentido gran curiosidad por conocerlo y conversar con  él. “Permítame presentarme”, dijo, por fin. “Soy Pablo Morillo, mariscal de  campo de los reales ejércitos de Su Majestad Fernando VII”.

Los ojos cansados de Miranda se avivaron tan pronto escuchó su nombre. “¡Pablo Morillo! el soldado más popular de España, héroe de la guerra  de independencia contra Francia. Desde hace semanas estaba en conoci miento de que una flota enorme se estaba reuniendo, precisamente en la  bahía de Cádiz, con destino a América. Ya se decía que era la más grande  expedición militar española a las Indias en trescientos años de historia”. Lo  sabía –le explicó–, gracias a las noticias en los diarios y publicaciones que  le traía su secretario español, José Manuel Morán. Sí, tenía un asistente, un  raro privilegio concedido por las autoridades españolas, dada su condición  de militar de alto rango y reo de Estado, y muy especialmente por una so licitud expresa que hiciera el gobierno inglés.  

“La verdad es que no soy crédulo, pero el fragor creciente de los pre parativos, desde tempranas horas de la mañana hasta bien entrada la no che, las actividades y movimientos aquí en La Carraca, me confirmaban  que algo grande ocurría. Los comentarios en los diarios dan cuenta de que  aquí están acuartelados varios regimientos y también se han referido a otros  campamentos en las cercanías de la ciudad. Hablan de miles de hombres  aprestándose para el embarque, de corrales improvisados para ganado, de  incontables piezas de artillería, de los voluminosos bultos que formaban el  bastimento. En fin, las cosas que giran en torno a un ejército aprestándo se para ponerse en movimiento, una emoción muy conocida para mí. Por  cierto, leí una noticia curiosa. Al parecer, los taberneros y meretrices de la  ciudad se quejan porque, contrariamente a sus expectativas de bonanza,  el acuartelamiento con prohibiciones de salida impuesto a las tropas, por  temor a las deserciones, les ha causado pérdidas. Me sorprende, y me parece  muy mal síntoma que haya deserciones tan importantes, como para quitar les las salidas a los soldados”.

Hablaba casi sin darse pausa. “Me parece increíble que el comandante  de toda esa operación sea usted y esté sentado conmigo en mi celda, en este  momento. Visitándome a mí; a quien nadie viene a ver, salvo los médicos  piadosos cuando vienen a aliviar mis dolencias y mi leal Morán, cuando  me trae los diarios, El Conciso, de Cádiz, alguna edición vieja de La Gaceta de Madrid, cualquier diario de Londres olvidado en el puerto por algún  pasajero y los libros para leer. Yo –añadió– más allá de estar preso, estoy  condenado al olvido. Créame, eso es lo peor. Por ello, nunca habría siquiera  imaginado que alguna vez vendría a visitarme un militar español de tan  alto rango y grande fama”. 

Le contó que había leído las notas biográficas que de él aparecieron en  los periódicos y daban cuenta de su origen campesino; nacido en un pe queño pueblo cuyo nombre había olvidado. “Fuentesecas, en la comarca  de Zamora”, le recordó Morillo. La sorpresa de Miranda era comprensible.  Por su aspecto y modales sencillos, vestido con traje oscuro de civil, su  interlocutor parecía cualquier cosa menos un mariscal del ejército del rey.  Eso y la cartera de documentos que llevaba bajo el brazo habían hecho que  le tomara, si no por un fantasma, sí por un funcionario judicial con algún  nuevo juicio o sanción en su contra.  

“Y, ¿cuál es la razón de su gentil visita, mariscal Morillo? Usted me dirá  por qué quiso verme”, le preguntó con un tono serio, profesional, una vez  hubo asimilado la emoción de conocerlo. “La expedición bajo mi comando  no se dirige al virreinato del Río de la Plata, como se dice en Cádiz, y ha  visto comentado en los periódicos. Hay varias razones militares y de Estado  para que se dirija a otro destino: a Tierra Firme, a la Capitanía General de  Venezuela, primero, y luego a Cartagena, en el virreinato de la Nueva Gra nada. Mi misión es consolidar la paz en ese vasto territorio y, desde agosto  pasado, cuando se me designó para comandarla, he estado tratando de conocer cuanto sea posible sobre él. En particular, sobre Venezuela, su país,  donde se ha derramado ya demasiada sangre y es mucha la destrucción.

Ya sé lo necesario de ustedes, los militares venezolanos; de Simón Bolí var, Santiago Mariño, Arismendi, Bermúdez e incluso de los caudillos de  las tropas irregulares que han librado la guerra en nombre del rey de Es paña, José Tomás Boves y Francisco Tomás Morales. Nuestra inteligencia  militar, y las dependencias de la Corona en Santiago de León de Caracas,  nos han suministrado información suficiente. En fin, creo contar ya con el  conocimiento que un comandante militar requiere antes de una campaña.  Pero mi misión va mucho más allá de eso. No voy a Venezuela a hacer la  guerra; voy a pacificarla. Necesito, por ello, de las opiniones y consejos de  un militar y político involucrado desde los inicios de esa larga guerra. Al guien como usted, que hasta llevó la bandera que ahora siguen los rebeldes  en Tierra Firme”. 

El general Miranda se mantuvo impasible. Su rostro no denotaba su  gran curiosidad por una expedición preparada para cambiar el curso de la  guerra en su patria. “¿Tiene usted idea de cuántos interrogatorios me han  hecho las autoridades de España, civiles y militares? Deberá usted mirar sus  transcripciones; en ellas está lo dicho por mí, en mi condición de soldado  y patriota venezolano de siempre. Nada más tengo para añadir. Y, aunque  quisiera, no podría hacerlo, pues lo ocurrido en Venezuela lo he olvidado”,  dijo, con arrogancia. 

Morillo la dejó pasar. “Las he leído con detenimiento, ahí no hay nada  nuevo. He repasado sus cartas, proclamas y documentos relacionados con  su participación, desde finales del siglo pasado, en la rebelión de los terri torios de ultramar. En ellos se aclaran algunas cosas, y se explican algunos  hechos, pero no he encontrado allí la respuesta a mis preguntas”.  

“Mariscal Morillo, nada puedo revelarle más allá de lo que ha visto. La  guerra continúa y por tanto las informaciones no dadas por mí en interro gatorios previos no las voy a proveer ahora, menos si he estado prisionero  por tres años, sin información alguna de lo que allá está pasando. De mí se  pueden decir muchas cosas, aunque puede usted estar seguro de que jamás traicionaré a mi patria, que ha sido la causa de mi vida. Usted debe com prenderlo, parece un militar honorable”.

Morillo le presentó sus excusas si, por la forma de su solicitud, había per cibido una propuesta de colaboracionismo. “Mis preguntas no pretenden  obtener información para conseguir alguna ventaja en el campo militar.  Tampoco haría falta, porque los separatistas de Venezuela ya han sido de rrotados de manera definitiva por el ejército realista, por los propios vene zolanos leales al rey. Cuando arribemos a Tierra Firme, salvo unos focos de  resistencia, de bandidos más que de soldados, ya no habrá guerra. 

Como sí debe saber, el de allá ha sido un conflicto bárbaro, librado hasta  el presente sin que haya participado un ejército propiamente español. Tam poco ignora usted que las victorias militares necesitan sustentarse sobre una  realidad. Y esa realidad es que el triunfo de las fuerzas leales al rey demostró  que en Venezuela son muchos más quienes prefieren mantenerse unidos a  España, y protegidos por un monarca a quien quieren, a separarse y formar  una república. No necesito su colaboración para derrotar a los republicanos.  Lo que requiero de usted son reflexiones útiles para reconstruir material e  institucionalmente un país destruido por la guerra. En Venezuela debemos  ponerle término a la violencia y devolverle a la gente la paz disfrutada allí  a lo largo de tres siglos, y hacer de nuevo próspera a esa provincia. Habría  que ser inhumano para no quererlo. Pacificar Tierra Firme, esa es mi orden  y, puedo asegurárselo, también mi propósito”.  

Miranda lo miró con ojos compasivos: “¡Ay, mariscal Morillo! Usted ha brá escuchado decir que quien se mete a redentor, muere crucificado. Puedo  jurarle algo: yo también quería la paz, quería detener esa guerra entre vene zolanos que apareció con la declaración de independencia. Eso era lo que  buscaba ocurriera cuando firmé el armisticio con Monteverde. Pero no lo  cumplió, no se comportó como un oficial del ejército real sino cual un pira ta caribeño. Se aprovechó de las divisiones y animadversión de algunos jefes  patriotas conmigo para cometer grandes abusos y sacar ventaja militar. Tal  vez ese acuerdo fue una ingenuidad mía, como casi acciones civilizadas en una tierra bárbara, pero nunca una traición, como  clamaron Bolívar y otros jóvenes militares venezolanos”.

Morillo miró a los ojos a aquel hombre derrotado y pensó que no men tía. Asintió con su cabeza antes de explicarse. “Lo mío no se trata de una  ingenuidad civilizada en tierra bárbara, general Miranda. Estoy plenamen te informado de lo que ocurre allá. La pregunta que me hago es por qué en  Venezuela las cosas llegaron hasta donde lo hicieron, por qué tanto odio,  tanto horror. Quizás, conociendo las causas, sea posible evitar otra explo sión de barbarie. La invasión francesa de España en 1808 fue el evento  iniciador de movimientos independentistas en las provincias españolas de  América. En casi todas se formaron ejércitos, se declaró la independencia  y ha venido habiendo enfrentamientos contra quienes apoyan la causa de  España. Sin embargo, la violencia en Venezuela va más allá de cualquier  comparación con los otros territorios españoles en América. Supera cual quier parámetro militar y político de estos tiempos.  

La devastación tras casi cuatro años de guerra es desconocida en Europa  desde tiempos medievales. Nada se le parece y, con la lógica más simple,  cualquiera se preguntaría por qué, si en el continente americano la causa es  la misma, en su país, a diferencia del resto, se ha peleado con una maldad  incomparable. Simón Bolívar, en un decreto nefasto, ordenó que la guerra  por parte de ustedes fuese a muerte, incluso contra civiles. Lo insólito es  que ambos bandos lo hayan cumplido a rajatabla. Así, no solo han muerto  miles de soldados, pueblos enteros han sido destruidos y sus habitantes,  civiles inocentes, incluyendo mujeres y niños, masacrados. El ganado ex terminado, las tierras yermadas, nada ha escapado a esa furia devastadora.  Los informes sobre el alcance de la destrucción en Venezuela son increíbles  ¿Qué puede explicar eso?  

Mi ejército es apenas el primero de España que va a Tierra Firme en tres  siglos de historia. Las tropas del rey en Venezuela no han pasado de ser las  guarniciones establecidas allá desde los primeros asentamientos en el siglo  XVI, venezolanos la gran mayoría de ellos, por cierto. España solo tiene allá unos cientos de efectivos, desplegados en un territorio tan vasto que no  podrían siquiera denominarse ejército. ¿Contra quién habéis peleado si ni  siquiera ha sido contra soldados españoles? ¿Qué causó esa locura, de dónde  salió ese odio? Eso es lo que necesito saber. Y, porque busco esa verdad, vine  a hablar con usted”.

El general Miranda lo miró con pesar antes de responderle. “¿La ver dad?” y exhaló un largo suspiro. “No tengo una respuesta para esa última  pregunta, mariscal Morillo. Podría, si dispone usted de tiempo, aventurar  algunas reflexiones propias. No puedo decirle de dónde surgió el odio en  Venezuela, mi única certeza es que está ahí y parece brotar de la naturaleza  misma, del aire, del mar, vaya usted a saber. Es algo muy pastoso, que se  siente y pringa a los otros por igual. Un sentimiento oscuro y profundo, que  no se puede abarcar con la razón. Ya le tocará padecerlo, porque es como  una enfermedad contagiosa; en algún momento se apoderará de usted y  cambiará su alma, lo convertirá en un malvado. Paradójicamente, esa sería  la única manera que tendría usted de sobrevivir Tierra Firme. Algo así le va  a ocurrir, y cuando eso le pase, sabrá distinguir con nitidez ese sentimiento  de otras emociones que tal vez ha conocido en algún pasaje de su vida,  aunque jamás lo entenderá.  

Cierto, Simón Bolívar decretó la guerra a muerte. Mas con ello no hizo  sino darle formalidad legal a algo que ya era una norma de hecho. Ese de creto no es el origen del horror, es su consecuencia legal y política. Me tran quilizo pensando que alguna vez, cuando pase el tiempo, y si algo queda en  pie en Venezuela, los historiadores puedan develar ese enigma. Pero sí tengo  una respuesta clara y meridiana para su interrogante previa. El enemigo de  los venezolanos, contra quien combatimos, es el peor, el más feroz de todos:  nosotros mismos. De eso pueden ustedes estar orgullosos, en eso somos  muy españoles”. 

Dejó la celda en la tarde temprana, después de haber sostenido una de  las conversaciones más ilustrativas de su carrera militar. La elocuencia y el  contenido de las palabras de Francisco de Miranda eran muestras de una sabiduría superior. Por largos pasajes había permanecido callado, solo escu chándolo, por temor a romper la magia de su disertación sobre su propia  derrota. Al despedirse del viejo general pudo sentir su tristeza y soledad.  Había visto desplegada ante sí la genialidad increíble de un hombre, que  bien pudo haber servido a España, por sus conocimientos de tantas mate rias. Al mismo tiempo, había sido testigo de la decrepitud prematura cau sada por el encierro y la confusión mental germinada en la soledad. Había  tenido frente a sí a una persona víctima de la injusticia de los españoles  monárquicos y republicanos de Venezuela.

Gracias por su visita, mariscal Morillo, fue muy grata y estimulante. De bimos habernos conocido antes, porque dudo que volvamos a vernos. Quizás  yo ya no viva mucho más y, ojalá me equivoque, probablemente usted tampoco  regrese a España. Aunque, a veces nos bendicen los milagros, de modo que si  volviere por Cádiz, y aún estuviere vivo, venga a verme, será un placer con versar de nuevo con usted. Ya sabe dónde encontrarme; aquí, íngrimo, con mis  libros y los latidos de mi corazón por única compañía. 


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