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No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire…
Eugenio Montejo
Cuesta creerlo, pero la conquista de Venezuela se llevó a cabo, en mayor medida, gracias a una leyenda, a una mentira. Manoa es uno de los nombres de la mítica ciudad de El Dorado. Cuenta la leyenda que sus anchas calles y espléndidas casas estaban hechas de oro y cubiertas de esmeraldas. Los indígenas decían que estaba situada a orillas de una laguna donde se celebraba una singular ceremonia. Cada vez que un rey moría, cubrían su cuerpo de oro y lo echaban al agua. Después, cubrían también de oro al príncipe heredero, quien se ponía al centro de una balsa acompañado de cuatro caciques desnudos y enjoyados. También ponían a su rededor numerosos objetos de oro, tal y como se muestra en la famosa “Balsa Muisca” que hoy se exhibe en el Museo del Oro en Bogotá. Llevada la balsa al medio de la laguna, echaban al agua el fabuloso tesoro como ofrenda a su dios.
Durante años esta leyenda corrió por España y Europa excitando la imaginación de aventureros y conquistadores. Alguien ha notado que, en su Diario de Viajes, Colón escribe 139 veces la palabra “oro”, mientras que la palabra “Dios” aparece 51 veces. Puede decirse que, desde los primeros viajes y durante todo el siglo XVI y más acá, todas las expediciones a esta parte del Nuevo Mundo tuvieron como objeto la conquista de la mítica ciudad de Manoa, o más bien, de sus tesoros. Exploradores como Sebastián de Belalcázar, Gonzalo Jiménez de Quesada, Francisco de Orellana, Pedro de Ursúa o “el Tirano” Lope de Aguirre son solo parte de la lista.
De lo que después será Venezuela partieron no pocas de esas expediciones. Algunas hechas para los Welser, familia de banqueros alemanes a la que Carlos V entregó la provincia como pago de una vieja deuda. Jorge de Espira, primer gobernador alemán de Venezuela; Nicolás de Federmann, quien cuenta la peripecia en su Viaje a las Indias del mar océano; Ambrosio Alfinger, fundador de Maracaibo, y Felipe de Hutten, el héroe de la novela de Herrera Luque, La luna de Fausto, capitanearon en nombre de sus tudescos señores expediciones azuzadas por la codicia y el sueño del dinero fácil. Al final del siglo, también el corsario inglés Walter Raleigh remontó el Orinoco hasta la boca del Caroní. A su regreso a Londres, escribió un libro titulado El descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de las Guayanas, con un relato de la poderosa y dorada ciudad de Manoa, contentivo de informaciones sobre las fabulosas riquezas de esas tierras inexploradas. En marzo de 1617, casi veinte años después, Raleigh volverá al Orinoco con una flota de doce barcos, con el propósito de hallar la mítica ciudad.
Lo interesante de todos estos exploradores es que sus vidas terminaron en tragedia. Belalcázar muere en Cartagena esperando zarpar para España, con el fin de apelar una sentencia que igual lo condenaba a muerte; Jiménez de Quesada acaba con lepra, viejo y arruinado en Tolima, después de fracasar una y otra vez, como también sus descendientes, en la búsqueda de la ciudad áurea; Francisco de Orellana jamás regresó de su segunda expedición al Amazonas, donde cayó, dicen, flechado por los indios; Pedro de Ursúa fue cosido a puñaladas por su compañero Lope de Aguirre, y éste, “el loco”, “el tirano”, será también traicionado y asesinado por los suyos en Barquisimeto, después de haber asolado Margarita y Tierra Firme. Tampoco los alemanes acaban de mejor manera. Alfinger cae en Chinácota con una flecha atravesada en la garganta, Federmann termina sus días en una cárcel de Valladolid y Felipe de Hutten es decapitado cerca de El Tocuyo junto a Bartolomé, el mayor de los Welser, por Juan de Carvajal, sin haber podido tener confesión, que imploraba a gritos. El capitán Carvajal a su vez terminará ahorcado de un ceibo que, cuentan las malas lenguas, se fue secando desde ese día, “hasta que de él no quedó memoria”. También Raleigh fue decapitado en Londres, después de haber sido juzgado y torturado por sus fechorías.
No podía ser otro el final de estos aventureros que atravesaron medio mundo impulsados por la codicia y la avidez de la riqueza fácil. Pero erraron, lo que es más triste. Manoa no estaba aquí. Algunos historiadores la ubican en la laguna de Guatavita, cerca de Bogotá; otros la quieren aún perdida en las selvas del Roraima en Brasil. Como dijo Arturo Uslar Pietri, Venezuela no fue sino un lugar de paso, el campamento de donde salir a buscar la ansiada riqueza. Pero algo quedó en nosotros de aquella increíble leyenda. Desde entonces, nunca han faltado en esta tierra quienes, enloquecidos de codicia y apetito de poder, han consumido sus vidas persiguiendo espejismos, propiciando así su propia ruina y la de aquellos que los siguen.
Mariano Nava Contreras
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