LiteraturaArtes

La huidiza oscuridad de Juan Sánchez Peláez

16/02/2019
¿Te basta el aire que va picando el aire?
Lezama Lima

Si fuese posible o si aportara algo de sentido, la poesía de Juan Sánchez Peláez podría reducirse a una imagen: el recorrido que intenta la oscuridad para hacerse luz. La tradición suele ver este camino como ascensión, como una subida mística que no hace sino religarnos a la tierra, por elevación. De hecho, ¿qué es una metáfora sino un aparente traslado de materia oscura hacia una nueva luz? ¿Puede establecerse entonces el mundo como armonioso ámbito de correspondencias por descubrir? ¿Es a eso a lo que el poeta llama la “luz”? La poesía de Sánchez Peláez parece amenazada siempre por los límites que la contienen: “mientras la cacería verdadera ocurre donde no hay límites”. El asombro de sus imágenes no atenúa la dolorosa consciencia de esos límites que se reiteran y se esparcen a través de sus versos, donde esta lucha no se abandona nunca. Una obra poética que revela un tránsito interior y una búsqueda de un tono. Y es que no deja de ser curioso: sus primeros poemas representaron un impacto considerable en la moderna poesía venezolana, pero son sus obras de madurez las que mejor expresan la concisión de quien ya no se siente condenado a los límites, sino que los ha asumido con tanto sosiego que puede jugar, por fin, a que es posible sobrepasarlos: “Dime si la edad madura es fruto vano”.

Su obra poética descubre a un turbador existencialista de la introspección. Fue cultivador del surrealismo sin dogmatismo, que halló en las analogías del contraste y los métodos del asombro, una alucinada visión que se instalaría definitivamente en su forma de decir el mundo: perceptible únicamente como erotismo. La expresividad de sus imágenes y su acompasada noción rítmica abrieron una brecha en la poesía venezolana por la que se coló el agua de la que beberían, algunos más que otros, muchos poetas venezolanos posteriores. Sus nexos de juventud con el grupo La mandrágora en Chile y su filiación (nada oscura) con Rimbaud, Eluard, César Moro y, sobre todo, Ramos Sucre (cuya carga pesada parece a veces casi opresiva), ha convertido la obra de Juan Sánchez Peláez, entre muchas otras cosas, en una elocuente transición hacia nuevas búsquedas líricas en nuestra poesía. Ungaretti se preguntaba, considerando nuestro tiempo veloz y sin duración, si en estas condiciones era posible todavía el lenguaje poético. La pregunta persiste en los versos del venezolano, casi como grito oscuro (o sordo) desde el espacio de lo no dicho.

Los poemas en prosa, el verso rítmico y la sonoridad de su lenguaje demuestran su exploración por sendas diferentes que evocan la partida y el regreso de forma constante. La versatilidad de sus voces, la ansiedad permanente, la conjunción entre cierto misticismo (casi erótico) y el surrealismo (del que va y viene), sus largos y estridentes silencios, su turbulento diálogo con la belleza y sus continuos altibajos de tonalidad hacen que su obra no sea tan fácil de encuadrar en esquemas convencionales, por suerte . Alberto Márquez dice, con razón, que es una obra “muy poco dada para permitir la construcción de un discurso sobre ella”, y esto tiene que verse también como un profundo elogio. Porque la poesía tiene mucho -o todo- de indeterminación y misterio, y también porque las búsquedas de un poeta no cesan nunca, sino que se transforman, gracias a la serenidad y el cansancio; pero, sobre todo, porque no es posible definirla como objeto unívoco y caracterizable, por mucho que nos empeñemos en hacerlo, así sea sólo como pretexto para revelar que nos agrada y que nos ha acompañado durante mucho tiempo como un obstinado afecto.

Pienso en la palabra “carácter” y me parece que puede acercase algo a la poesía de Juan Sánchez Peláez. Carácter es un vocablo con muchas acepciones. Con intención, atendemos a las octava, novena y décima que nos arroja el diccionario de la RAE: “señal espiritual que queda en una persona como efecto de un conocimiento o experiencia importantes…”, “fuerza y elevación de ánimo natural de alguien, firmeza, energía” y “modo de decir, o estilo”. Las tres unificadas podrían contribuir a delinear un poco parte de su decir poético: “por querer paladear la luz/ nos arrodillamos y lloramos así”. Sus imágenes han sido enfáticamente trazadas (como diría Montejo) y conllevan un destino: la invocación de lo otro, lo ajeno, lo extraño, la diferencia, el tú, el contraste, en fin, lo que es capaz de moldear y darle forma al propio yo. Nunca entendido este “yo” como el farsante ego desesperado por reafirmaciones, sino al contrario, un “yo” despojado y liberado que, por fin, puede volverse elemental carne y nervio, dispuestos estos a la decadencia, la muerte y la disolución, sin descartar nuevos nacimientos. “Ay de nuestra presunción y de nuestra historia, jóvenes ligeros en el viento”. ¿No recuerdan estos versos un poco a Lezama? Este decía: “cuanto más nos acerquemos a un objeto o a los recursos intocables del aire, derivaremos con más tosca precisión que era un imposible”.

La belleza es vocación de silencio. Esa paradoja y esa escisión es lo único relevante como materia poética, asumido desde la oscuridad como metáfora. El poeta entabla una relación difícil con la belleza (que se halla siempre más allá del resplandor) porque él mismo no sabe cómo buscarla ni cómo tratarla. Se abren intervalos en los que la distancia permite entonces rehacer el viaje y preparar el regreso, ofreciendo siempre un nuevo comienzo y una nueva búsqueda. El poeta entonces interpela a la belleza, tuteándola: “interrumpida la plática, vuelvo a hablar contigo de la partida y el regreso”. La distancia fue extravío y sólo después de abrir los ojos se encontró en su ufana locuacidad estéril. Este darse cuenta de la necesidad de recogerse, de reunirse uno en sí mismo, nuevamente, pero después del arduo viaje, es lo que permite algún grado de expresión que pueda verdaderamente decirse. “Todo sucedió a vuelo de pájaro, belleza: a la vez mundo compacto, cerrado y libre”. Del diálogo con ella lo que se subraya es la elipsis, la omisión, el silencio; de esa metáfora es que nacerá, espontáneo y auténtico, el encuentro necesario: “te busqué de verdad, lamía en la sombra tus huesos, santa perra”. Pocos versos tan instalados en nuestra memoria poética contemporánea como este. La imagen finalmente ha logrado saberse imagen (Lezama) y la emisión poética se ha posado en nosotros como algo más que fugaz destello.

La poesía de Juan Sánchez Peláez, cada vez más perdurable, vuelve a publicarse en España, gracias a la Fundación para la Cultura Urbana, en Caracas, y a la Colección de Poesía de Visor, en Madrid, que han emprendido un importante proyecto de revitalización de la poesía venezolana. Esta Antología poética, preparada por Marina Gasparini Lagrange y con prólogo de Alberto Márquez, reúne una muestra elocuente y representativa de su obra poética, que tanta redifusión y lectura merece. También aparece en España, gracias a editorial Pre-textos, la Antología de poesía venezolana del siglo XX titulada Rasgos comunes (en alusión al poemario homónimo de Sánchez Peláez) preparada por Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Gina Saraceni. Asimismo, en 2016, salió publicada la traducción llevada a cabo (nunca mejor dicho) por Guillermo Parra del libro Aire sobre el aire (Air on the air) bajo el sello de Black Square Editions. La convulsión de nuestro tiempo no ha podido disminuir el impulso de revaloración de la poesía venezolana y los afectos por las manifestaciones destacadas de nuestra sensibilidad. Estas iniciativas sólo son posibles gracias a un tenaz esfuerzo de los incondicionales que nunca esperan nada a cambio. Todavía no sé de una actividad que, en tiempos aciagos, sea a la vez tan necesaria, reveladora e inquietante para el espíritu humano como la lectura de poesía.

Muchas ánimas nos preguntan

si nuestro extravío es pasajero,

si aquello durará o no

y nos indican la ruta verdadera

siempre atentas

y con palabras que se agitan

entre la niebla

en nuestras costas difíciles y tormentosas.


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