Perspectivas

La gran regresión

Fotografía de Federico Parra para AFP

10/06/2018

Cuando en tiempos venideros algún lector curioso se proponga reconstruir cómo se han vivido en Venezuela los turbulentos albores del presente milenio, tal vez un párrafo como el siguiente ofrezca una síntesis valiosa:

Para cualquier venezolano nacido después de 1958 […], el futuro seguramente era un horizonte promisorio. Ciertas plagas de la primera mitad de centuria, a su vez herencia de un siglo XIX lleno de guerras y guerrillas, como militares redivivos, caudillos irredentos y dictadorzuelos de turno, parecían esfumarse bajo un espíritu de convivencia […]. No cabe duda de que esas primeras décadas fueron prodigiosas, de crecimiento y prosperidad […]. Que hacia las últimas décadas de esa cuarentena de años (1958-1998) la corrupción política, la desatención de las políticas públicas y la miopía partidista desdibujaran el camino no fue nunca pretexto suficiente para entregar nuestra joven democracia a los militarotes y golpistas […]. Y es que trocar un escenario que en 1958 se pudo imaginar de redes cibernéticas, autopistas virtuales, energías no contaminantes o altos estándares de educación a distancia por boinas rojas, discursos patrioteros o generales que no creen en la majestad del voto no deja de ser un ejercicio prospectivo que nadie creía posible.

Y el colofón resulta igual de oportuno: “En efecto, nos hemos vuelto pretéritos, anticuados” (p. 525).

Tomo esos pasajes de La gran regresión, muestra cuidadosamente replanteada de la labor ensayística de Antonio López Ortega circulante en la prensa diaria entre 2000 y 2016. El volumen, publicado por ABediciones en 2017, con prólogo de Nelson Rivera y selección a cargo de Samuel González Seijas, divide los textos por años, certera decisión que, sumada al subtítulo, Crónicas de la desmemoria venezolana, logra, por una parte, sugerir la modulación metafórica de la escritura de López Ortega hacia antiguos géneros historiográficos cuya rendición de eventos se hacía en estricto orden cronológico y, por otra, anuncia, de modo sutil, un postulado fundamental. Si el escritor lamenta los anacronismos de la realidad que contempla, su obra, en cambio, adopta sin vacilaciones el tiempo lineal propio de una modernidad que ha de restablecerse. La forma misma encarna la tesis, en la mejor tradición del ensayo —género literario, es decir, artístico, aunque la distracción se lo impida apreciar a algunos—.

He empleado la palabra anacronismo. Quizá convenga referirse, más bien, a una aguda discronía, entendiendo el prefijo como reversión o perversión de un proceso. Si el país parece vencido por una larga serie de disociaciones, usualmente descritas como “polarización”, una mayoría de sus ciudadanos experimenta el tiempo comunitario como un remontarse a orígenes para nada añorados. Ese es el relato oblicuo que La gran regresión construye con el propósito específico de hacerlo “derivar a una reflexión”, como indica Nelson Rivera (p. 7). A lo que habría de añadirse lo señalado con tino y ecos habermasianos por Diómedes Cordero: que tal reflexión propicia una narración alterna, “intersticial” y hasta ahora “inacabada”, la de la “modernidad democrática” local (“Montaje: Narrar la historia”, Papel Literario, El Nacional 17/02/2018, www.el-nacional.com/noticias/entretenimiento/montaje-narrar-historia_223323).

López Ortega ha venido examinando la Venezuela del nuevo milenio desde un desengaño compartido con muchos agentes del campo cultural. Su desilusión, con todo, no se confina en un callejón sin salida. Mientras al meditar registra la intensa crisis de los últimos años, se las arregla para conservar vestigios, si no de optimismo, al menos de una vocación de resistencia que ahora, más que nunca, urge.

La ambición testimonial, desde luego, no disminuye su compromiso con la creación. Para quienes lo lean habiéndose familiarizado con la lírica, el cuento o la novela contemporáneos, no se ocultará la continuidad, la profunda afinidad entre el mundo que la ficción ha plasmado y lo que La gran regresión aborda con perspectiva opinante. La coincidencia —un consenso— nos depara el escrutinio de un entorno en constante deterioro, asaltado por la abyección y lo que figurativamente cristaliza como patologías de la convivencia. Nos las habemos con el ciudadano que siente “el cáncer de la ciudad que no abandona» (p. 28), con la “agonía” de las instituciones (p. 31) o con el espíritu “hecho pedazos” del testigo o la víctima de la violencia cotidiana (p. 36). En esa convergencia entre el ensayo y tendencias dominantes en otros géneros, tiene sentido que, muchas páginas y algunos años después, López Ortega erija un puente alegórico —casi con aires casuales— entre la circunstancia material que ha estado analizando y el orbe de lo novelesco; las primeras líneas del texto titulado “La enfermedad” son elocuentes:

No me refiero, por supuesto, a la excelente novela de Alberto Barrera Tyszka […], en la que un hijo narra la lenta muerte de su padre, víctima de un cáncer gradual, pero quizás sí a un cierto estado de anomia, de inanidad, presente en la sociedad venezolana, que no le permite ni avanzar ni reaccionar […]. Lo que usualmente en otras sociedades serían disparadores automáticos de reclamos, manifestaciones o protestas pacíficas, en nuestro caso se transforma rápidamente en abulia, indiferencia o simple temor. (p. 497)

Junto a la decadencia, surge la entrevisión de oscuridad y tinieblas que con los años se convertirían también en tópico de las letras venezolanas, desde Nocturama y Criaturas de la noche (2006) hasta The Night (2016), pasando por Carreteras nocturnas (2010) y toda la poesía de las sombras que ha generado el período postsaudita. No es de extrañar que en 2002 el ensayista vincule las asonadas de 1992 y los sucesos del 11 de abril con “las mismas formas de la noche” (p. 33); que titule “Tríptico de dolor y sombra” un texto sobre la represión, los allanamientos y hasta los secuestros llevados a cabo por la Guardia Nacional (pp. 131-132); o que, en 2015, “Ciudad de sombras” adjudique a Caracas la desolada y muy realista vastedad de lo gótico:

Caracas de noche se ha convertido en una gran cueva. Las calles se vuelven trochas; los postes, luciérnagas; las aceras, trincheras vacías. Por supuesto que no hay transeúntes, pero es que ya ni siquiera circulan autos. No se sabe para quienes trabajan los semáforos, con sus ojos insomnes. Como muy tarde, los restaurantes escupen a sus pocos comensales a las diez, y los parqueros buscan a los dueños de los vehículos en las propias mesas para decirles que el servicio llega a término. Ni hablar de patrullas o de rondas policiales: eso ya sería fábula contada entre esperanzados. Puedes deambular durante cuadras enteras, incluso en sectores que supones populosos, para sólo encontrar rastros de sombras. ¿Adónde se han ido los habitantes? (p. 732)

Vadeando tanto los escollos del estudio especializado como los del reportaje, tanto las exigencias de la ciencia o la doctrina como las de la información destinada a la inmediatez, estamos ante una escritura que vibra con el pulso de lo poético —la imaginación gozosamente extraviada en laberintos expresivos— sin eximirse por ello de pensar. En lo que a pensamiento concierne, ha de repararse en la articulación de un discurso coherente sobre Venezuela, signo común del nuevo ensayo nacional. Para darse cuenta bastaría recordar títulos de Miguel Ángel Campos —La ciudad velada (2001) o Desagravio del mal (2005)—, Gisela Kozak —Venezuela: el país que siempre nace (2007) o Ni tan chéveres ni tan iguales (2014)—, Ana Teresa Torres —La herencia de la tribu (2009)— y Juan Carlos Chirinos —Venezuela: biografía de un suicidio (2017)—. La gran regresión será, de ahora en adelante, uno de los libros centrales de esta actualización del ensayismo de la tierra. Habría que enfatizar, no obstante, que se trata de una actualización distante y distinta en tono y cosmovisión del telurismo previo de Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry o Arturo Uslar Pietri, mesiánico, magisterial sin rubores. El de hoy es un asedio a la identidad que viene de vuelta del candor letal de los nacionalismos del siglo XX.

Varias inquietudes características de López Ortega giran en torno a la intersección de economía y modos de vida, asunto en él de vieja data. En esta ocasión, se recalca una de las carencias de la cultura venezolana: la imperfecta asimilación de lo que significa el petróleo más allá de los cansinos clichés demonizadores o salvacionistas de profetas o arcontes que pretenden exorcizarlo o sembrarlo; dicho de otra manera, la falta de “interiorización” de lo que esta industria implica para una sociedad a la cual afecta en demasiados aspectos (p. 45). Desde ese punto de vista, no se oculta la vecindad del ideario de López Ortega y el de Miguel Ángel Campos (p. 46). Y la pesquisa de insuficiencias en el imaginario patrio entronca en muchos momentos —lo he anticipado— con otro horizonte conflictivo: el de la modernidad. Pertinentes son las cavilaciones sobre una nación que, pese al atropellado crecimiento urbano de la segunda mitad del siglo XX, a principios del siguiente aún lo siente como ajeno, tolerando que el pasado rural, “la arcadia vegetal, pesada y pretérita”, conquistase las mentes de los gobernantes “mientras las ciudades se pudren” (p. 351). La “regresión” y la “desmemoria”, ideologemas centrales en este conjunto de textos, enlazan con lo anterior; nótese que invitan, por su connotación psicológica, a concebir un país dividido, neurótico, incapaz de individuarse aceptando los desafíos del cambio o la sensata integración de sus componentes. Perfilado con precisión en 2002, uno de los retos ha sido la necesidad de lidiar con la heterogeneidad multitemporal:

El problema central de nuestra sociedad actual: tiempos disímiles viviendo en un mismo espacio. Al lado de tanqueros majestuosos, de terminales mecánicos, de oleoductos subterráneos que recorren distancias inimaginables, de tecnología de punta, más propias del futuro que ya se hace presente, vivimos con las anacronías de la pobreza extrema, de la desnutrición, de la educación insuficiente. Ningún esfuerzo mayor en la hora venezolana actual que contemporizar en un solo flujo los distintos tiempos en los que vivimos. (p. 66)

La neurosis acaso arranque de una génesis contradictoria: una Venezuela petrolera que, a partir de la década de 1910, con celeridad, se inserta en el capitalismo mundial subordinada a los intereses de un caudillo en quien los valores agrarios y semifeudales del siglo XIX se perpetúan. El cariz decimonónico de la modernidad chavista equivale a una variación de esos patrones implantados en el inconsciente nacional.

Nelson Rivera acota en su prólogo que desde 2008 la paleta de temas tratados por La gran regresión se amplía y “las cuestiones de la cultura dialogan de forma más abierta con lo histórico, lo político y lo social” (p. 8). En ese diálogo, por cierto, se delinean el optimismo o el anhelo de resistencia al que he aludido renglones atrás. En medio de la devastación, en medio de las ruinas de lo que fue el sueño de la democracia venezolana, López Ortega subraya el tesonero esfuerzo de artistas e intelectuales por frenar la propensión estatal a la corrupción, el resentimiento y el odio. “Cultura contra muerte”, título de una pieza de 2014, resume abundantes argumentos esgrimidos a lo largo de dieciséis años. Si bien el ensayista hace patente que nos enfrentamos en la Venezuela actual a un reino sombrío, a un colapso que todavía continúa, pone asimismo especial celo en destacar que la tragedia ha tenido —parafraseo las últimas líneas del libro— la consecuencia lateral de templar las conciencias.

Solo me queda por agregar que el porvenir del país sin duda dependerá de una drástica renovación anímica, de un obstinado deseo de recomenzar. Y temple parece, ni más ni menos, la palabra adecuada para referirse a ellos.


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