Mapa de las Américas del siglo XVII.
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Pese a lo que se ha dicho hasta la fatiga, la integración latinoamericana es una quimera. Desde la escuela primaria se nos enseña a repetir las jaculatorias de la fraternidad continental, para que nos metamos en la cabeza la idea de una gigantesca comunidad de seres humanos que comparten sentimientos e intereses comunes, sin barreras físicas ni distancias dignas de atención, pero lo que nos venden en esa edad proclive a los encantos no tiene asidero en la realidad. No es cierto que «la América toda existe en nación», como repite un fragmento de nuestro Himno Nacional, porque un conjunto de escenarios descoyuntados y de historias sin conexión, establecido desde el siglo XV, es decir, desde cuando comenzamos a ser como somos debido a una decisión de los conquistadores españoles, conspira en términos avasallantes contra tal posibilidad.
Las reacciones del vecindario ante la diáspora venezolana de la actualidad se han criticado desde los predios de un sentimiento integracionista que reclama respuestas o, por lo menos, pruebas de que la hermandad de los pueblos latinoamericanos choca con la repulsión provocada por unos éxodos que requieren acogidas familiares. Estamos ante una solicitud sin asidero porque no se puede reclamar desde una situación que no existe ni ha existido jamás. Las sociedades del vecindario reaccionan con aspereza ante una invasión de personas indeseables, no solo por los problemas económicos, sanitarios y de orden público que producen, sino también debido a que son sujetos insólitos, remotos, desconocidos: son el otro que produce lejanías, el distinto, el incómodo que está fuera de lugar. En adelante se esbozarán, sin la pretensión de un análisis sólido, puntos de interés a través de los cuales se puede poner en remojo la idea de que formamos en América Latina una parentela de pueblos unidos por la geografía, la historia y la lengua, factores que obligan a un tránsito compartido e inconmovible. Pamplinas.
La idea de formar un mismo territorio es una de las que ha apuntalado la fantasía integracionista. Miremos el mapa. Cuando se observa desde las alturas, la mole de tierra invita a pensar en un aposento genérico y generoso, en una morada que pueden compartir millones de habitantes sin trabas insuperables, pero cuando los ojos descienden topan con una maraña de escollos que no solo incomodan la comunicación, sino que también la hacen imposible. Sin técnicas para la fábrica de caminos entre los siglos XVI y XIX, o sin la voluntad de hacerlos, la relación entre los diversos asentamientos que entonces se establecen es imposible, o intermitente en el mejor de los casos. Un conjunto de barreras infinitas, sobre cuya superación se piensa todavía en la actualidad, obliga al aislamiento de las porciones habitadas. En consecuencia, se forman y maduran comunidades de nulos o escasos vínculos con las zonas adyacentes. Tales comunidades apenas piensan, como es de esperar, en asuntos comarcales y en las necesidades de las criaturas más cercanas, sin ocuparse de individuos que son necesariamente forasteros pese a que no vivan realmente en la lejanía. Si la formación de los estados nacionales, a partir de las primeras décadas del siglo XIX, pasa por el aprieto de juntar las piezas de una topografía separada desde la antigüedad, ¿cómo van a pensar sus líderes en la reunión íntima de las flamantes repúblicas, si no es en sentido retórico?
A la conspiración de la geografía se unen las decisiones imperiales sobre la demarcación de las jurisdicciones administrativas y el establecimiento de autoridades. Los trazos de los mapas se hacen en Madrid, pensando en los intereses de la monarquía que observa el crecimiento de sus posesiones y lo va modelando según se multiplica. Las potestades que deben dominar a la nueva sociedad se fundan o mudan en el Consejo de Indias mientras se extiende y consolida su dominación, fundamentalmente para facilidades de administración, vigilancia frente a las potencias enemigas, tráfico ultramarino y cobro de impuestos. Predomina la lógica metropolitana, que se une a la tiranía geográfica para que no exista una sola comunidad, ni una sola cohabitación, sino un mosaico de lugares y de entendimientos de la vida que se cocinan en el horno implacable de las peculiaridades. Por consiguiente, el territorio que terminaremos llamando Hispanoamérica, o América Latina, no será el resultado de una historia común, sino la evolución de una diversidad de historias que deben influir en la posteridad pese a que las vistamos con un solo uniforme desinteresado y patriótico. Si ni siquiera cambiamos el mapa trazado por los reyes de España, si nos conformamos con heredarlo y apenas retocarlo, ¿podemos transformar la historia, las diferentes historias de las viejas colonias, para hacer una única narración en un mismo ámbito que nos sirva de aliciente porque nos presenta como un solo género humano lleno de promesas?
La fragmentación establecida por la Corona también produce rivalidades entre las comunidades, enconos que el tiempo no puede superar. En las diferentes circunscripciones se aclimata una emulación dirigida al conjunto de las personas aledañas cuya amistad no se desea por el hecho de ser o parecer distintas, hasta extremos que llegan a la aversión. Las diferencias entre los pueblos, asentadas a través de los siglos, producen fenómenos de subestimación o de animadversión apreciables en la forma despectiva de referirse al vecindario, en palabras duras contra los que sentimos como parte de una diversidad capaz de crear abismos, en manifestaciones de superioridad que rayan en el escándalo. Es un hecho difícil de asumir, pero se observa en las maneras que tenemos de referirnos a los moradores próximos, o en cómo ellos hablan de los otros en la mayoría de los vecindarios latinoamericanos. Como si hubiésemos nacido con el signo de una antipatía perpetua. Como si los límites de los mapas no solo anunciaran los espacios físicos de las naciones, sino también barreras de sanidad que alejan de raleas indeseables. No es un tema de fácil tratamiento porque derrumba los estereotipos de la fraternidad, pero sin su apreciación se hace imposible observar la realidad con una solvencia mínima. ¿Por qué fracasa, por ejemplo, la república de Colombia ensayada durante la Independencia? En la diferencia de las economías se encuentra una explicación, pero también, sin duda, en las emulaciones recíprocas de los pueblos metidos en su caldera, en tirrias importantes de ida y vuelta, en una pugna de sensibilidades que conduce necesariamente a un divorcio. Después, las guerras internacionales llevadas a cabo en la América del Sur cuando concluyen las Independencias meten más leña en esa candela que preferimos ignorar.
La consideración del idioma como puente de los pueblos también merece un examen capaz de abandonar las simplezas habituales. En la mayoría de las sociedades de América Latina nos comunicamos en español, ciertamente, un vehículo que no requiere traducciones y que, por consiguiente, facilita nexos accesibles, tratos sin intermediario, pensamos, pero el asunto no es así de sencillo. Las maneras de hablar, debido a que trasmiten los hábitos de un lugar determinado, a que son producto de modulaciones peculiares y, no pocas veces, de vocablos y sentidos a los cuales se atribuyen significados diversos a los manejados en determinados contornos, también nos diferencia y aleja. Basta que abra la boca el otro para saber que es el otro, para sentir su diferencia susceptible de desconfianza, o de sospecha, para que los de allá se pongan en guardia frente a los de acá. Quizá la penetración de los medios de comunicación social a través de los cuales comienzan a perder su singularidad y su peligro las hablas del continente, disminuya el problema, pero no es lo mismo estar frente al televisor que hablar con un interlocutor de otros predios a quien las explicaciones banales presentan como parte de la entrañable familia.
Por último, a todos los entuertos anteriores se agrega la escandalosa falta de información sobre la trayectoria y los rasgos de las sociedades proclamadas como hermanas. Cada país se limita a desarrollar la memoria de los suyos, sin ocuparse de la memoria de lo que sucedió en los alrededores. Cada país levanta sus estatuas y redacta la nómina de sus demonios sin ocuparse de los héroes y los villanos ajenos, con alguna excepción. Cada mapa es singular, porque no hay otro que permita establecer analogías dignas de atención o proveedoras de utilidad. Todas las sociedades han fomentado el estudio de historias y geografías nacionales, para obligar a cada pueblo, tal vez de manera inconsciente, a que no mire más allá de sus narices. Solo reducidos sectores de cada lugar, por motivos profesionales o de negocios, están enterado de los sucesos de un más allá que no interesa de veras, para que predomine una ignorancia que desune en vez de juntar.
Estamos ante un punto de vista que necesita mayor elaboración, divulgado después de sentir las reacciones aparentemente incomprensibles de sociedades de América Latina ante la diáspora de los nuestros. Un asunto singular nos llevó a una generalización que solicita mayor reposo, pero que tiene fundamentos sobre los cuales hace falta una provechosa discusión. Ojalá la tengamos en adelante, para no seguir calcando lo manido sobre un asunto que nos toca tan de cerca.
Elías Pino Iturrieta
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