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Voy caminando por el Centro Comercial Ciudad Tamanaco. Tendré, no sé, diez y nueve años, y llevo pantalones de jean, y una camisa manga larga y un saco ridículo, a cuadros, que considero que es juvenil pero también elegante y quién sabe de dónde lo saqué. También llevo el cabello engominado, yo que nunca me engomino. Voy entre la gente, y me creo un personaje de Miami Vice, «Sonny» Crockett posiblemente. Eran aquellos años, qué les puedo decir. Y el CCCT se fijaba como el epicentro de mis ínfulas consumistas, capitalistas, una vez más, mis ínfulas de gran mundo. De malo no tiene nada, ¿por qué iba a tenerlo? Yo era un joven con ganas cosmopolitas, y el CCCT el centro comercial más grande de Caracas (el Sambil estaba a años luz), el ombligo de la ciudad, allá donde veías a todos y todos te veían.
No era nuevo el CCCT. Había sido inaugurado en 1974, en pleno boom petrolero y podríamos decir que a caballo entre los gobiernos de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez. La segunda etapa fue concluida en 1982, bajo el gobierno de Luis Herrera Campins, un año antes del llamado Viernes Negro. Poco menos de una década más tarde, tal como ha quedado en evidencia, iba yo con mi saco ridículo y mis aires de tipo importante, como si trabajara en la bolsa, como si tuviera un Jaguar, como si ya me hubiera hecho mi propia vida y fuese el muchacho más importante de Wall Street. En 1991 se publicaría American Psycho de Bret Easton Ellis, de modo que, en aquel entonces, yo no me creía un sicópata sofisticado, aunque sí, debo confesar, andaba con mis ínfulas de escritor maldito y genial. No obstante, para no alejarnos de la bolsa de valores, sí había visto Wall Street, que se estrenó en 1987, y me gustaban esas pretensiones de tipo joven, adinerado y elegante. Lo mío no era salvar el mundo. Mucho tenía que salvarme de mi propia idiotez, pero yo aún no me había dado cuenta y vivía feliz dentro de ella.
Me sobran las anécdotas del centro comercial. Son de unos años después de aquella escena vergonzosa donde voy yendo por sus amplios pasillos con mis fantasías de Sonny Crockett. En compañía de mi primo solíamos ir a beber cerveza o incluso a almorzar y luego a beber (cerveza y más cerveza) en el Tío Pepe. Era (creo que todavía es) un restaurante con algo de tasca, con sus mesas con manteles blancos y rojos y sus sillas de madera. Sobre el pasillo del CCCT se extendían algunas de esas mesas, y en sus paredes blancas y de acabado rústico había farolas negras, de hierro forjado, como si las mesas de afuera estuviesen al aire libre, sobre una calle empedrada de alguna pequeña ciudad española. No había una puerta de entrada, sino que el frente estaba formado por varios arcos (quizás cuatro o cinco). Estos arcos asemejaban portales, aunque en realidad era uno sólo el que funcionaba como entrada, el que estaba al extremo a la izquierda, que era, además, el más amplio. Cada arco se cerraba con dos rejas también negras de hierro forjado.
A mi primo y a mí nos gustaba dentro, en la barra. Sentados en las sillas altas pedíamos tortillas españolas, pimientos de piquillo, chistorras, jamón serrano, cervezas… Una vez estábamos allí, y en la esquina, no lejos de nosotros, un hombre quizás cercano a los sesenta compartía con una chica que sin duda era menor que él.
El hombre hablaba inflado. Estaba orgulloso de su joven conquista. En cierto momento pidió una sambuca. Ella dijo que para ella no, gracias, que nunca lo había probado, pero no le parecía una bebida atractiva. Él le replicó que no sabía de lo que se perdía, y le pidió al barman que encendiera el líquido. La superficie con los granitos de café hizo un suave fuego. El barman se alejó y el hombre continuó con la labia. Algo decía de una película. Hablaba de un hombre loco que quería ser escritor y de un hotel en medio de la nieve. Decía que aquella película era una obra maestra. Ella lo escuchaba con admirada atención, afirmando con la cabeza mientras la sambuca ardía sobre la barra. El hombre seguía dándole detalles argumentales de la cinta. Habló de un niñito que hablaba con su dedo, del bar fantasma, del alcoholismo del protagonista.
—Una gran película ésa. The Resplanding se llama, una gran película —cerró el hombre más inflado aún y acto seguido llevó su mano hacia la sambuca. A estas alturas habían pasado unos veinte minutos, y el fuego ya se había apagado sin que nadie interviniera en ello. El hombre se llevó entonces la copita a los labios y, sin más, su espalda se arqueó y su rostro se cerró de dolor.
El hombre soltó la copita, pero la copita se le quedó pegada a los labios y la sambuca saltó por el aire y le cayó en la camisa. La chica no sabía qué hacer, brincaba sobre el asiento, movía sus manos, dejaba ir griticos ahogados que no llegaban a ser escándalo. Por fin el hombre se desprendió la copita de los labios, la lanzó sin cuidado sobre la barra, se puso de pie y, por la ruta que tomó, supongo que corrió al baño. La chica se fue tras él, alarmada, quizás con el fin de socorrerle su labio quemado.
Mi primo y yo nos reímos, el barman reía con cierta discreción un poco más allá; luego, con pañito en mano, fue a limpiar aquel espacio de la barra donde la sambuca había hecho sus pegajosos estragos.
En otra oportunidad andaba con mi primo y con otro amigo en la Caribe de mi papá. La Caribe se accidentó entrando al estacionamiento. Sin mayores preocupaciones empujamos la camioneta hasta un puesto y seguimos a lo que habíamos ido.
Nos metimos en una tasca gigantesca cuyo nombre no recuerdo y que quedaba en una esquina en no sé cuál nivel. Nos sentamos a una mesa y ordenamos cerveza. Al fondo, un tipo tocaba en un sintetizador que era toda una orquesta aquel tema horrendamente maravilloso de la cabra la cabra la puta de la cabra la madre que la parió…
No tardamos en conocer a nuestros vecinos. Eran tres: dos chicos y una muchacha. Unimos las mesas. Si mal no recuerdo, sentí desagrado por aquel súbito acto de camaradería. Uno de los tipos me había parecido un perfecto imbécil. Era soberbio y tenía una sonrisa de esas a media asta, como de bribón de barco, como de patán que esconde navajas.
La muchacha empezó a hacerle fiesta a mi primo; el segundo hombre de la que antes fue la otra mesa no hacía más que beber y cantar los temas rocambolescos del músico de tasca, y el patán se dedicaba a hacer chistes con mi otro amigo. Yo me mantenía a distancia. Apretaba la cerveza, apretaba los dientes, no veía a los ojos del patán. Apenas lo escuchaba, y sólo eso hacía que ardiera en las más altas hogueras del odio. Al cabo de un rato, mi primo el Casanova se hacía en exclusiva de la chica; el segundo hombre, el que bebía y gritaba las canciones del músico, se mostraba un poco más taciturno a causa del sobrepeso alcohólico, y el patán seguía teniendo el control de mi otro amigo, quien reía a carcajadas de sus chistes. Yo le había lanzado un par de comentarios incendiarios a mi colega laudatorio, pero él se había limitado a afirmar con la cabeza, apoyando, como por no dejar, mis insidias; eso y nada más, porque de resto, le reía todas las gracias al patán.
Decidimos irnos cuando el segundo hombre dormía con la cara sobre la mesa y mi primo el Casanova ya había besado a la chica. El patán nos daría el aventón. Nos las arreglaríamos, no había problema. Atrás podíamos ir montados unos en las piernas de otros. La chica estuvo feliz de subirse a las de mi primo el Casanova, mi amigo laudatorio se resignó a ir en el medio y a mí me tocó la ventana, junto al laudatorio. Adelante, de copiloto, iba el aletargado que hacía una hora había estado coreando la cabra la cabra la puta de la cabra la madre que la parió… Por supuesto, el patán iba al volante.
Tuve que aferrarme de la agarradera del techo, pues el patán manejaba como si huyera del fin del mundo. Los vidrios estaban abajo y el viento me pegaba en la cara, me daba latigazos, me hacía humedecer los ojos. La ira me tensaba. En verdad quería hacerle daño a aquel imbécil.
Pensando en estas cosas estaba cuando descubrí que bajo mis pies había algo. Me incliné un poco y alcancé con una mano. Di con un par de libros de Derecho y unos cuadernos de clases. Aquel cretino, al parecer, estudiaba para ser abogado.
Los libros, los cuadernos salieron volando.
Nadie se dio cuenta. El viento, la velocidad, el alcohol, la noche.
Sentí que había algo más allá abajo. Volví a meter la mano y saqué un saco negro, de cuero. Excelente, me dije, que sirva también de comida para la noche, que abrigue a algún indigente de la autopista.
Una vez más nadie se percató.
El viento, la velocidad, el alcohol, la noche.
En cierto momento nos detuvimos. Habíamos llegado a la casa de la chica. Ella y mi primo el Casanova se bajaron. Afuera hubo besos, arrumacos, promesas del volver a verse. Dentro y adelante, el patán fumaba y su copiloto cabeceaba. Atrás, el laudatorio miraba la noche por la ventana, como si alguna tristeza le hubiera ganado el pecho. Mi primo el Casanova volvió, y el carro arrancó a toda velocidad. Mi primo indicaba el camino.
Llegamos a mi casa, esa noche nos quedaríamos los tres en mi apartamento. Las puertas se abrieron de golpe, como impelidas por un fuerte viento. El patán, sin moverse del volante, recibió despedidas alegres y fraternas de sus nuevos mejores amigos. Yo también fui un despliegue de camaradería y buenos deseos. El carro arrancó entonces con ruido y polvo de cauchos. No sé por qué, aquello me pareció la última afrenta del patán, lo que me llevó a concluir que se tenía bien merecido lo que le había hecho.
—El tipo estudiaba Derecho —dije en el ascensor.
El laudatorio preguntó cómo lo sabía si él y yo no nos habíamos dirigido la palabra en toda la noche.
—Por los libros que encontré en el carro…
—Ah —dijo mi primo el Casanova.
—Los mismos que boté por la ventana.
Se quedaron mirándome, no terminaban de asimilar lo que les había dicho.
—También le boté una cazadora de cuero que estaba muy bonita.
Mi primo el Casanova soltó una carcajada, el otro mentó madre con jocosidad.
—Pero si era buena gente —dijo mi primo el Casanova.
—Buena gente un carajo, era un imbécil —repliqué.
Sonaron nuestras carcajadas dentro del ascensor.
***
Este texto pertenece al libro Retablo de plegarias (2019), publicado en Bogotá, Colombia, por El Taller Blanco Ediciones.
Fedosy Santaella
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