La deliciosa pestilencia de Miami Beach

Fotografía de Leila Macor

07/05/2020

En Miami Beach se cuelan personajes de la película anterior, la de antes de la pandemia, como extras de una cinta de acción que nadie quiere ver en un drama familiar. Ellos, con sus abdominales esculpidos por cirujanos plásticos. Ellas, con pestañas como tarántulas, uñas como guadañas y cejas de Beyoncé. Ambos han perdido su público y sobreviven a duras penas, asfixiados por un mundo que ya no es el suyo porque no hay nadie que lo venga a ver. Desde que Estados Unidos comenzó a reaccionar en marzo al coronavirus y Florida ordenó la cuarentena, la isla se convirtió en un escenario pastoril donde las familias recorren en bicicleta las calles vacías de coches, las parejas salen a patinar tomadas de la mano y los pajaritos cantan piezas que nunca habíamos escuchado. 

Miami Beach es una isla frente a Miami con 93.000 habitantes que les volteábamos los ojos a los siete millones de turistas que se hospedan aquí cada año y que sostienen su economía. El cielo solía estar surcado de avionetas con carteles publicitarios de fiestas de música electrónica y campos de tiro donde se pueden disparar fusiles semiautomáticos. Pero las playas son turquesas, tibias y gloriosas, y la policía tiene en su comisaría la escultura gigante de un flamenco rosado vestido de oficial, con un radio y el arma al cinto. ¿Cómo no perdonar esta ciudad?

Fotografía de Leila Macor

Las calles costosas y las baratas se alternan como un damero, a veces con una cuadra de diferencia. De un lado hay viviendas de más de cinco millones de dólares y edificios con helipuertos; del otro, hacinados en pequeños apartamentos, están los latinoamericanos y europeos del este, muchos sin papeles, que se ganan la vida cocinando y sirviendo a los turistas que vienen a burlarse del estilo floridiano, desparpajado, festivo de vivir; y que en realidad es la vida de ellos, los de afuera.

Como los indocumentados no pueden conducir, porque no tienen licencia, muchos de los camareros, cocineros, aparcadores de coches y baristas de Miami Beach viven en la propia isla y prácticamente no salen de ella. Se mueven en bicicleta. Ganan alrededor de 700 dólares al mes, con suerte duplicados gracias a las propinas que en Estados Unidos son de un 20%. Ahora se han quedado sin trabajo y sin derecho a la salud, que igual ya no lo tenían y siguen sin tenerlo en plena pandemia. Le pregunto a Miguel, un barista guatemalteco de 33 años que no se llama Miguel, qué hará el mes próximo con la renta. “Pagamos marzo. Para abril nos van a tener que esperar”, cuenta. “Está muy feo. No podemos seguir así mucho tiempo”. Luego me pregunta él a mí: “¿Cuánto falta?”. No sé. ¿Semanas, meses?, le digo. Florida está reactivando lentamente su economía, pero ¿cuándo volverán los turistas a la playa, a visitar la casa donde Gianni Versace fue asesinado? 

Fotografía de Leila Macor

La personalidad entre pícara y criminal de Miami Beach comenzó a formarse en la década de 1920, cuando la isla era un paraíso para los contrabandistas que traían alcohol de Bahamas durante la Prohibición. Había que desarrollar hoteles a toda velocidad para atender la demanda de lugares donde parrandear y, por eso, el estilo de muchas construcciones es de un art decó modesto pero simpático. A mediados de siglo pasado, los ancianos judíos supervivientes de la guerra se refugiaron aquí, hasta que el narcotráfico los echó en los años 1980. Esa época quedó bien documentada en “Miami Vice” y “Scarface”. Hoy (bueno, ayer) los turistas suelen (solían) detenerse solemnemente frente a la escalera del edificio en Ocean Drive donde el personaje de Tony Montana se escapa de los narcos colombianos. Como si fuera histórico de verdad.

Luego vino el desarrollador inmobiliario Tony Goldman a comprarlo todo y pintar las fachadas art decó de colores pasteles entre los años 1980 y 1990. Por cierto es el mismo señor que revivió el Soho de Nueva York y convirtió Wynwood en el barrio artístico de moda en Miami. Gracias a su varita mágica pastelizadora, y en parte también al lavado de dinero que es motor del mercado inmobiliario del sur de Florida, la isla se convirtió en este pastiche rosa y neón que ahora es el hazmerreír del resto del país y al mismo tiempo destino turístico mundial.

En el paseo marítimo de Ocean Drive, normalmente hay miles de turistas sentados al aire libre, con una película de arena, sudor y salitre en las pieles tostadas, tomando cócteles en copas de medio litro cuyo precio luego protestan porque el camarero no les advirtió que costarían 50 dólares. Miguel y sus dos hermanos trabajaban en restaurantes allí. Pero, como son indocumentados, no tendrán beneficios de desempleo. Los 1.200 dólares que regala el gobierno tampoco serán para ellos, ni para los estadounidenses que tienen a un indocumentado en la familia. Es el caso de Juan, que sí se llama Juan. Es un salvadoreño de 30 años con la ciudadanía estadounidense. También trabajaba en un restaurante en Ocean Drive. Su esposa es inmigrante y no tiene papeles. Y el bebé de ambos es un estadounidense nacido aquí. Esa familia, por ejemplo, no recibirá el cheque con la firma del presidente Donald Trump. 

Fotografía de Leila Macor

Les toca esperar que vuelvan la música, el bullicio, las bocinas; los vacacionistas pasándose los tragos de un coche a otro, las chicas haciéndole twerking a un poste de luz. Ahora sólo hay silencio. A veces zumba el motor de un Ferrari, un Porsche o un Lamborghini que atraviesa Ocean Drive a toda velocidad, haciéndose notar como una guacamaya en el Ártico. Un ritmo de hip hop sale de sus ventanillas abiertas y se pierde dos o tres cuadras después, sumido en el canto de los pajaritos, la soledad y la carestía. 

Así es el apocalipsis aquí. Un Lamborghini sin público y miles de inmigrantes en el umbral de la miseria, ambos hambrientos de la misma banalidad, añorando aquel delicioso olor a vómito, orina y empanadas de los domingos de mañana en Miami Beach. 


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