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—Dile que si es un verdadero periodista él sabrá lo que tiene que hacer.
Ese fue el mensaje terminante enviado con un amigo personal, luego de una semana de cartas infructuosas.
Desde las 9:30 de la mañana, el periodista novato esperaba pacientemente sentado en un sofá del lobby del Hotel Mark, en Manhattan. La voz en el teléfono de la habitación le había dicho: “Salió temprano. Tú sabes que él se la pasa de agasajo en agasajo”. Pero algo le decía que estaba ahí, en su habitación, leyendo tranquilamente los diarios colombianos que un hombre con bigotes de cantante de rancheras acababa de subirle.
A las 11:30 el veterano premio Nobel salió del ascensor y caminó hacia la puerta del hotel sin mirar a los lados y con el paso rápido del que no quiere ser descubierto. Iba abrigado con una chaqueta de cashimire negro que cubría un suéter deportivo sobre una camisa blanca con rayas negras, y unos diminutos lentes redondos de montura antigua ocultaban sus pequeños ojos negros como aceitunas. Su forma de vestir era un perfecto contraste para su cabeza de rulos color ceniza y sus bigotes de leche. Se detuvo al borde de la puerta. Por fin, después de todo, ahí estaban los dos. Era el primer día de un otoño resplandeciente.
—Señor García Márquez. Mucho gusto. Lo estoy buscando para hacerle una entrevista —dijo el periodista novato a sabiendas de que sus palabras producían una leve crispación en el veterano premio Nobel.
—Pero ¿para qué me quieres hacer una entrevista? En Latinoamérica hay una magnificación viciosa de la entrevista. Creen que todo el periodismo se reduce a la entrevista. No entienden que la entrevista tiene sentido solo cuando el entrevistado tiene algo que decir. Y yo no tengo nada que decir. Es mejor que no pierdas tu tiempo conmigo —dijo buscando con la vista la enorme limusina plateada que lo transportaba a lo largo y ancho de la Gran Manzana.
—Usted sabe cuál es la misión de un entrevistador —se atrevió a responder a pesar de su estado de nervios.
—Yo nunca en mi vida he escrito una entrevista. Puedes buscar en todo lo que he escrito y si encuentras una entrevista mía tráemela y te la compro. Cuando trabajaba como reportero me iba a los lugares, observaba muy bien a la gente, tomaba algunas notas en una libreta y al llegar escribía todo, recreando la situación de memoria. ¡Vamos a tener que invitarte a los talleres de la Escuela de Periodismo para que aprendas algunas cosas del oficio!
—Sí, pero los editores…
—A los editores —dijo elevando su dos dedos índices hacia el cielo— mándalos a la mierda.
—A la mierda. ¿Cómo?
—Sí, bien lejos a la mierda. No tienes que hacer lo que quieren los editores.
De pronto, García Márquez miró su muñeca y se dio cuenta de que había olvidado su reloj en la habitación.
—Mira, es muy tarde. Tengo una cita a las once y media y olvidé mi reloj por el apuro. ¿Tú conoces el significado de la palabra ocupado? Yo soy una persona muy ocupada y lo que menos me gusta es que me pongan en la situación de decir que no. No me gusta que me obliguen a decir «no» —sentenció tomando al novato periodista por el brazo y caminando con él hacia la limusina.
—Pero usted sí tiene cosas que decir. La semana pasada se reunió con Bill Clinton para hablar de Cuba… El problema de Colombia y la guerrilla…
—Mi reloj… ¡Voy a llegar tarde! Vamos a hacer algo, espérame aquí en el hotel. Ya vuelvo para que hablemos 15 minutos. No sé porque no entienden que uno es una persona ocupada —refunfuñó mientras desaparecía tras los cristales oscuros de la limusina.
Antes de arrancar, el chofer, el mismo hombre con bigotes de mariachi que dos horas antes le había hecho llegar a la habitación 14-51 las noticias del día, salió del auto con un mensaje: “El maestro García Márquez le manda a decir que no se vaya”.
El periodista novato volvió al mismo sofá donde había estado desde las 9:30. El lobby del hotel parecía la trastienda de un mercado de puerto: los empleados y turistas pasaban, como los marineros, de un idioma a otro; del francés al inglés, del español al árabe y del alemán a un dialecto de la India, como si el mito de la torre de Babel y la confusión de las lenguas fuera puro cuento. Después de cuatro horas, el conserje del hotel, un argentino con destrezas políglotas, se atrevió a expresarle su solidaridad al periodista novato: “No se preocupe, tenga paciencia, que los inmortales se hacen esperar”.
De esperar, por cierto, el periodista novato podía escribir un tratado. Naturalmente la historia de esta entrevista no comenzaba el primer día de otoño en Nueva York, sino dos semanas antes y a 400 kilómetros de distancia.
García Márquez se encontraba en Georgetown University, en una de sus rarísimas apariciones en la academia norteamericana. La ocasión se pintaba como una oportunidad de oro para entrevistarlo. Un amigo mutuo le había dado al periodista novato un consejo que, a decir verdad, sonaba un poco insidioso: “No le digas que eres periodista porque te va a dar la espalda enseguida, dile que eres un estudiante latinoamericano y que estás haciendo tu tesis sobre sus libros. Así no habrá forma de que se niegue”.
Mirando por la ventana del autobús Greyhound que lo llevó de Nueva York a Washington, el periodista novato —que en realidad también era un estudiante latinoamericano— repasaba una y otra vez todas las anécdotas que se sabía sobre el veterano premio Nobel. Incluso recordó la tarde de 1987 en que lo había visto pasar como una estrella fugaz por la recepción del Hotel Nacional de La Habana, huyendo del asedio de la prensa. Se había llevado a Washington incluso una corbata con la fantasía de colearse en la recepción que la OEA le ofrecería a García Márquez aquella misma noche. Pero una vez en Georgetown University, el periodista novato tuvo que aburrirse una tarde completa escuchando a un panel de intelectuales y académicos perorar sin pausa sobre la obra y milagros del Gabo.
Era como ver otra vez la misma película de la vida de Cristo que pasan todas las semanas santas y, sin embargo, quedarse porque afuera no había nada mejor que hacer. El tiempo pasó sin ver a García Márquez, quien, en realidad, había estado todo el día echándole cuentos a los estudiantes de Georgetown en un salón a puerta cerrada. Para colmo cuando ya se iba de regreso a Nueva York, Jaime Abello, director ejecutivo de la Fundación para el Nuevo Periodismo Latinoamericano, le pidió prestada la corbata para ir a la fiesta de la OEA.
—¿Por qué no? —dijo y le extendió la corbata pensando que era como entregar la bandera de su fracaso.
“Te la dejo con una condición. Que se la des a García Márquez para que me la devuelva en Nueva York”, replicó bromeando.
Por eso le pareció mentira cuando diez días después, el amigo mutuo, que es un fabulador consumado, lo llamó para repetirle lo que García Márquez le acababa de decir. “Tengo en mis manos una corbata que Jaime me dejó para un amigo tuyo. Te la daré a ti el sábado cuando nos veamos para cenar. Seguramente tu amigo tiene muy mal gusto porque esta es sin duda la corbata más fea que he visto en mi vida”.
Era la una y media cuando la limusina se detuvo nuevamente frente a las puertas del hotel. Del ascensor salió Mercedes Barcha, la sabia esposa de siempre y quizá el más famoso de los personajes reales e imaginarios de la vida de García Márquez. Caminaba con el mismo afán de invisibilidad de su marido, pero con paso aún más rápido. En un segundo desapareció tragada por una de las puertas de la inmensa ballena de cuatro ruedas. Un momento después apareció García Márquez, con el reloj que había olvidado en el cuarto entre sus manos.
—Llevo dos horas angustiado pensando que estás aquí sentado esperándome —dijo mientras se ajustaba el reloj a la muñeca—. Me tuve que quedar más tiempo en el sitio donde estaba y ahora voy saliendo a almorzar. Así que te propongo un trato. Ven a las cuatro en punto para hablar 15 minutos. Pero solo 15 minutos porque tengo que salir volando al aeropuerto.
Los dos estaban en la calle una vez más. García Márquez tomó de nuevo el brazo del periodista novato y de repente, sin la menor provocación, le dijo:
—¡Así no es la cosa! Así no se hace periodismo. La entrevista no es eso. La mejor entrevista que yo he leído en mi vida fue la que trató de hacerle Gay Talese a Frank Sinatra. ¿Quieres que te la cuente? —dijo señalando al cielo una vez más con su dedo índice.
—Por favor.
—Sinatra citó a Gay Talese en un hotel de Las Vegas. Cuando Talese llegó a Las Vegas, a Sinatra no se le ocurrió nada mejor que enfermarse. Durante una semana estuvo Gay Talese tratando de entrevistar a Sinatra y durante una semana Sinatra canceló el encuentro. La entrevista de Talese es la historia de cómo durante una semana no pudo entrevistar a Sinatra. Es la mejor entrevista que he leído y ¿sabes cómo se llama? “La gripe de Sinatra”.
—Pero usted no tiene gripe…
Ahora son las 3:55 de la tarde. El periodista novato está sentado en el mismo sofá del principio. Ha revisado mil veces la lista de preguntas. Piensa que las preguntas generales son las mejores para comenzar. Ha chequeado el funcionamiento del grabador. Esta vez se siente sin duda listo, aunque un poco agotado física y mentalmente por los accidentes de la espera. Antes de abordar el ascensor, Mercedes le recuerda a su esposo: “Gabo no te tardes, recuerda que arriba te estamos esperando para irnos a coger el avión”.
García Márquez toma asiento, recostándose de lado en la silla y mira su reloj una vez más.
—Bueno, ¿de qué vamos a hablar? —preguntó llevándose la mano a los labios para acentuar la expresión reflexiva.
—Un segundo. Voy a encender el grabador.
—¡Ah no, nada de grabadoras! —exclama—. Esa lora mecánica es la culpable de muchos de los problemas y desviaciones del periodismo actual. Si quieres, toma notas. Pero, por favor, guarda la grabadora.
*
Un callejón de sueños sin salida
—A dos años del siglo XXI, ¿cómo ve usted la situación de América Latina? Pobreza, drogas, violencia, corrupción… ¿Seguiremos siendo un callejón de sueños sin salida?
—Sí. Seguiremos siendo un callejón de sueños sin salida y así será.
—¿Verdad?
—¿Qué quieres que te diga? Para contestar a esa pregunta hacen falta tantas horas que el producto de la conversación alcanzaría para llenar una enciclopedia de cuatro tomos.
—Desde hace algunos años la enseñanza del periodismo ha sido un interés central en su trabajo intelectual. ¿Por qué le preocupa tanto el periodismo? ¿Cuál es el papel que le asigna en la actualidad y en el futuro de Latinoamérica?
—Cada día nos olvidamos más de la ética. Las escuelas de periodismo enseñan todo lo que tiene que ver con el periodismo, pero no enseñan el oficio. El reportaje, que es el género que amo, ha sido degenerado a la entrevista. Cada vez hay menos reportajes y reporteros en Latinoamérica.
—¿Cree que esa es la realidad del periodismo latinoamericano?
—El reportaje, que es la reconstrucción de un hecho tal y cómo sucedió en todos sus detalles, es cada vez menos frecuente.
—Pero hay buenos reportajes en todos los países de América Latina, y, además, hay también excelentes especialistas en reportajes.
—Nómbrame uno.
—Sin ir muy lejos en Colombia están Germán Castro Caycedo y Mauricio Vargas.
—Ah, pero me estás haciendo trampas.
—¿Trampas?
—Sí, trampas. Porque me estás nombrando a los buenos y esa no es la regla. ¿Qué tal si yo te nombro a Alma Guillermoprieto?
—Excelente. Pero el problema del periodismo no es responsabilidad exclusiva de los periodistas y las escuelas, sino también de una concepción contemporánea de los medios de comunicación.
—Los periódicos han priorizado el equipamiento material e industrial pero han invertido muy poco en la formación de los periodistas. La calidad de la noticia se ha perdido por culpa de la competencia, la rapidez y la magnificación de la primicia. A veces se olvida que la mejor noticia no es la que se da primero, sino la que se da mejor. En otros casos, se le pide al periodista que escriba un reportaje y entonces llega un aviso de publicidad y el reportaje se ve reducido a una columna. Lo que creo es que debemos volver a la vieja manera del oficio. Eso es lo que tratamos de hacer en la Fundación del Nuevo Periodismo Latinoamericano. La ética es el elemento que tratamos de meterles en la cabeza a los periodistas que van a Cartagena. Llevamos a periodistas de mucha trayectoria para que les hablen a los jóvenes desde su experiencia directa en los medios. La ética y el oficio son los ingredientes principales.
—Al leer sus crónicas recogidas en Textos costeños siempre me ha sorprendido la naturalidad con que asumió el oficio de periodista. La crítica habla mucho de cuáles fueron sus influencias literarias, pero poco o nada de sus influencias periodísticas.
—Es muy sencillo. El reportaje era para mí un género literario. Yo llegué al periodismo con una vocación y unas aptitudes de escritor. Lo que hice fue aplicar al periodismo las mismas técnicas de la literatura. No hay otro secreto que ese. ¿Está tomando notas?
—Lo estoy grabando.
—¿Grabando?
Hace la pregunta sacudiendo todo el cuerpo en el sofá, como si se tratara de una invocación satánica.
—Pero con la mente —le mira fijamente como si estuviera hipnotizándolo—. No con el grabador, no se preocupe.
*
Aniversarios de júbilo
—Hace poco se cumplieron 50 años de su primer cuento, 30 de Cien años de soledad, 15 del premio Nobel. ¿Se ha detenido a pensar por un momento qué significa todo esto? En sus años de la Cueva de Barranquilla sospechó alguna vez que todas esas cosas estaban grabadas en la palma de su mano?
—No tenía nada grabado en la palma de mi mano. Yo sabía cómo y qué quería ser y lo hice contra viento y marea. Quería contar historias reales o ficticias y siempre lo supe. Nunca he ganado un centavo sin la máquina de escribir. Nunca me dejé seducir por algo que no fuera lo que yo quería hacer: contar historias en el periodismo, la literatura o el cine. Lo de la fama, las ventas de libros y el dinero vino después de que hice muchos reportajes que nadie leía y escribí algunos libros que nadie compraba. He sido feliz y el secreto de la felicidad ha sido hacer siempre solo lo que me gusta hacer: contar historias.
—Usted, que es mediador entre Washington y La Habana, ¿cómo ve en este momento las relaciones bilaterales? ¿Será posible poner fin al bloqueo en el futuro cercano, algo así como un borrón y cuenta nueva?
—Esa me parece una afirmación alegrona.
—¡Alegrona! ¿Cuál?
—La de que yo soy mediador entre Cuba y Estados Unidos.
—Pero usted ha tenido varias reuniones con el presidente Clinton y es, además, amigo personal y cercano de Fidel Castro. Si no me equivoco, ha estado muy activo en los trámites de devolución del Canal de Panamá por parte de Estados Unidos e incluso hace algunos años intervino para solucionar la crisis de los balseros cubanos.
—Nunca he sido mediador. Esa palabra es incorrecta.
—Al menos sí ha sido un observador.
—Observador sí, pero no mediador.
—Como observador, ¿considera usted que es posible poner fin al bloqueo?
—No lo sé. Lo único que sé es que ese es un bloqueo injusto y sin derecho. Tiene casi cuarenta años y no les ha servido para nada. El bloqueo de Estados Unidos sobre Cuba es un gran fracaso. Desde hace mucho tiempo Cuba lo quiere tumbar, pero no hay señales del otro lado. A partir del día en que termine el bloqueo, la situación de los dos países fluirá instantáneamente. De eso sí estoy seguro.
—Dicen que hay dos tipos de escritores: unos para los que la literatura es una esposa y otros para los que es una amante. ¿En cuál bando se considera usted?
—¿Quién dice eso?
—Me dijeron que lo dijo Carmen Balcells, su editora.
—Te equivocas. Carmen Balcells no es mi editora, es mi agente literario.
—Perdón, su agente literario. Pero ¿en cuál bando se considera?
—Las mejores esposas son siempre las grandes amantes. La literatura es mi esposa, mi amante, mi tía, mi hija y mi abuela.
—Si tuviera que contar una historia de amor en este momento, ¿cómo sería?
—Ya la he contado.
—El amor en los tiempos del cólera. Pero si tuviera que contarla en este momento…
—La contaría igual. Solo que esta vez en vez de narrar su vida hasta los 70 años, la narraría hasta los 90.
—Todo escritor tiene una historia que siempre ha querido escribir y que tal vez nunca escribirá. En su caso, ¿cuál es esa historia?
—Me surgen ideas a cada rato. Voy poniéndole bolas pero no tomo notas porque si tomo notas le presto más atención a las notas que a la historia. Muchas de las ideas se van, otras siguen dándome vueltas. Las que resisten esa prueba son las que escribo. La historia, cuando es buena, se impone por sí misma.
*
70 y 20
—¿Cómo ve el amor en este momento?
—Igual que a los 15 o a los 18, como la cosa más maravillosa sobre la tierra.
—Usted ya no tiene 15 ni 18. ¿No ha cambiado en el tiempo su idea del amor?
—No creas que hay tanta diferencia. Como dice un amigo mío que tiene 80 años: el índice de mortalidad infantil es muy elevado, mientras la tasa de longevidad crece cada día. El amor mueve con la misma fuerza a cualquier edad.
—Es cierto. ¿Se enamora usted todavía? ¿Se ha vuelto a enamorar?
—Y qué tal si yo te dijera que eso pertenece a mi vida privada.
—Lo aceptaría perfectamente.
—¿O tú eres un paparazzo?
—¡¿Paparazzo?! He estado esperándolo en la misma silla del lobby de este hotel desde hace ocho horas y con su autorización.
—Un paparazzo de esos que buscan detrás de la vida de la gente para… —dice desenredando el aire y aguzando los ojos, como si nadara en una piscina imaginaria.
—No, no soy un paparazzo. Soy estudiante y periodista
—El reportero responde pensando lo poco que le agregaba afiliarse a un oficio tan poco lucrativo como desprestigiado en estos días.
*
Mentirse a sí mismo
—¿Qué hace en el momento justo antes de sentarse a escribir?
—He logrado una rutina. Me despierto a las cinco de la mañana. Leo en la cama entre cinco y siete. A las siete me levanto, me baño y tomo el desayuno. Después me visto, como un empleado de banco que va a la oficina, y me siento a escribir. Escribo siempre vestido, nunca en piyama. Apenas me siento reviso lo que hice ayer y continúo escribiendo lo que estaba haciendo porque al terminar el día anterior ya sabía por dónde tenía que seguir. Es una rutina que cumplo todos los días no importa dónde esté, pues no sufro de bloqueos ni de el terror de la página en blanco.
—¿Escribe y ya, sin demasiado trabajo?
—Trabajo siempre hay y muchísimo.
—Entonces, ¿cuál es su mayor problema al escribir?
—El mayor problema es saber cuándo uno se miente a sí mismo, porque cuando te mientes a ti mismo le mientes al lector y la mentira es algo que el lector nunca perdona.
—¿Se ha descubierto mintiéndose a sí mismo?
—Todos los días. A veces estoy escribiendo y me detengo y me digo: “uhmm, por aquí no es la vaina. Esto no me suena”. Entonces vuelvo atrás y empiezo de nuevo. Hay que tener cuidado porque mentirse a uno mismo es lo más peligroso que hay para un escritor.
—¿Sigue preguntándose cada mañana frente al espejo quién es y cuál es su lugar en el mundo?
—Nunca me he preguntado quién soy porque siempre lo he sabido. Soy el hijo del telegrafista de Aracataca. Por cierto, ¿de dónde sacaste eso?
—Lo leí en una crónica de Fernando Quiroz que cuenta las rutinas de Gabriel García Márquez.
—Nunca me veo en los espejos para algo distinto a lo que hacen las demás personas. Lo que pasa es que Fernando tiene mucha imaginación y, por supuesto, también él tiene el derecho a usarla.
—Entre Relato de un náufrago y Noticia de un secuestro hay cuarenta años de distancia y muchas otras cosas. ¿Cómo juzga el veterano escritor Gabriel García Márquez al reportero feliz, novato e indocumentado que recogió el testimonio de aquel sobreviviente?
—No lo entiendo.
—¿Piensa que el reportero novato que escribió Relato de un náufrago hubiera podido escribir Noticia de un secuestro?
—Sí, pero hubiera necesitado los tres años de dedicación absoluta que me tomó a mí Noticia de un secuestro. Relato de un náufrago se escribió en los mismos 14 días que duró el naufragio. Entrevistaba al náufrago por la mañana y durante el resto del día escribía artículos y editoriales. Tenía una presión bárbara. En Noticia de un secuestro tuve todo el tiempo del mundo para investigar y verificar los datos. Mi amigo Antonio Caballero dice que el libro es un reportaje en todo, excepto por una cosa: le falta la presión del cierre que determina al género del reportaje. Si tuviera que escribir hoy Relato de un náufrago lo escribiría igual. Creo también que si aquel joven que lo escribió hubiera tenido tiempo y dinero, habría podido escribir Noticia de un secuestro.
—También hay otra cosa: aquel periodista sin la fama y el prestigio del que usted goza hoy en día no hubiera podido acceder al poder de la misma forma que usted lo hizo.
—No creas. Los periodistas siempre han tenido el poder de llegar al poder. Antes, es cierto, era más fácil que hoy en día hablar con un presidente. Pero claro, muchos de los presidentes con los que tengo que hablar son menores que yo y eso sin duda me da una ventaja a la hora de llegar a ellos.
*
La frontera del papel
—¿Cuál es la frontera que separa el periodismo de la literatura?
—La realidad es el límite. La literatura es para usar una expresión de nuestra época, es la realidad virtual. Pero hay que ser verosímil en los dos campos. La diferencia es que en el periodismo hay que, además, ser fiel a los hechos.
—Le hago esa pregunta porque hay un texto suyo que aparece en un libro como crónica y en otro como cuento.
—¿Qué texto es ese?
—Se llama Cuento de horror para la noche vieja o Espantos de agosto, dependiendo del libro, y relata su visita y la de su familia a un castillo de Miguel Otero Silva, ubicado en Arezzo, en la Toscana. El castillo estaba habitado por fantasmas. Si mal no recuerdo, usted contaba que había dormido en una habitación de la planta baja pero a la mañana siguiente se había despertado con su esposa en el segundo piso y en la misma cama donde el antiguo dueño del castillo había matado a su amante. Ese relato aparece como cuento en sus Doce cuentos peregrinos y como crónica en Notas de prensa: 1980-1984.
—Ah, pero eso no es periodismo. Son notas de prensa, y no solo esa historia sino todo el libro está lleno de fantasmas. Además, te confieso algo —dijo asumiendo el tono de confidente—, todo lo que cuento allí ocurrió de verdad. Es una lástima que Miguel Otero Silva no esté aquí para verificarlo.
—Por cierto, ¿qué está escribiendo actualmente?
—Estoy escribiendo tres historias cortas. Bueno, no tan cortas, de unas 200 páginas cada una. Son historias que quería escribir antes de Noticia de un secuestro. Estaban en la cola, y solo ahora he podido entrarles de frente. Pero no se preocupe por escribir esto porque ya ha sido publicado en todo el mundo y en todos los idiomas.
—¿De qué tratan?
—Son historias de amor entre personas con grandes diferencias de edad.
—Una mujer muy joven con un hombre muy viejo.
—Una mujer mayor con un hombre joven.
—¿Podría contar algo más?
—No puedo porque se me empavan.
—Una de esas historias es el cuento de una mujer que todos los años va a una isla a visitar en un cementerio los restos de su madre. En esos viajes le es infiel puntualmente a su marido con un hombre distinto cada vez.
—¡¿Cómo supiste eso?!
—Usted mismo lo contó ante una audiencia de 70 estudiantes en la Universidad de Georgetown en Washington.
—Ah, sí, pero lo que conté no tiene nada que ver con el resultado final de la historia. En realidad, les conté otra cosa distinta a la que estoy escribiendo. Esa es una técnica que tengo para probar las historias y que me permite ver las reacciones de la gente, saber qué están pensando, cómo sienten un argumento y si lo que les cuento los hipnotiza.
—¿Escribe doble?
—Álvaro Mutis, quien siempre lee primero que nadie lo que escribo, a veces cuando le llevo la versión final de un texto, me dice: “Ah, pero tú si eres cabrón, esto no fue lo que me contaste”.
—Hay una película que trata de dos amantes que una vez al año se reúnen secretamente en una isla para amarse. Los amantes son Jack Lemon y Shirley McLaine. La película se llama El año que viene a la misma hora.*
—Conozco la película. Pero en estos tiempos sabemos que no es la originalidad lo importante, sino la manera de contar la historia. Antígona y Prometeo. Cada siglo se vuelven a escribir los grandes mitos de la antigüedad griega porque son historias inmortales.
—Vuelvo a una pregunta: a dos años del siglo XX, ¿cómo ve la situación de América Latina?
—Lo único que me interesa es que Latinoamérica vaya para adelante y no para atrás. Estamos en búsqueda de la felicidad. Pero, por favor, no me pongas a hacer teoría política porque hace tiempo que ya nadie cree en ella y en estos días nadie sabe qué se debe y qué no se debe hacer. La única certeza es que los latinoamericanos estamos en búsqueda de la sociedad feliz.
—Una pregunta más. ¿A qué se debe que los escritores, pese a todas las debacles, sigan conservando el prestigio y autoridad que los políticos y los otros líderes de la sociedad han perdido?
—Un buen escritor, un buen artista, logra perpetuarse cuando se identifica plenamente con determinada realidad, cuando es un personaje de su lugar y su tiempo.
—“Yo soy yo y mi circunstancia”, como decía Ortega y Gasset.
Eso lo dices tú, no yo. Tú estás interpretando lo que yo digo —reclamó arrugando sus cejas sobre los anteojos de intelectual de antes—. Yo no citaría ese ejemplo.
—¿A quién citaría?
—A Dante, Cervantes y Juan Rulfo —afirmó para no dejar dudas sobre el linaje de su pluma—. Me están esperando arriba desde hace mucho rato —dijo mirando el reloj por última vez.
—Una pregunta más.
—Hace una pregunta me dijiste “una pregunta más” y con esta son dos. Recuerda: lo más difícil de una entrevista no es saber por dónde empezarla sino cuándo terminarla.
—¿Cómo se ve a sí mismo en este momento, a los 70 años?
—Más simpático y más guapo que nunca.
Parecía un final jocoso, pero tenía más bien algo de solemnidad. Los dos personajes se levantaron de su asiento y se estrecharon las manos en señal de despedida. Eran las 4:40 de la tarde y los 15 minutos establecidos se habían transformado en 45. Un poco confundido, el periodista novato volvió a su asiento para poner las cosas en su sitio, mientras extrañamente García Márquez permaneció infinitos segundos esperándolo de pie con las manos en los bolsillos de su abrigo de cashmire negro. No se miraban, aunque tampoco se decidían a moverse. Por fin, García Márquez le volvió a extender su mano.
—Ahora sí me tengo que ir.
—Nos volveremos a ver —dijo el periodista novato con tono sibilino aunque sin saber por qué, como si esas palabras las pronunciara otra persona.
—Bueno sí, pero no hoy. ¿Verdad?
Y así fue.
***
*Postdata. 6 de marzo de 2024. En 1997, cuando hice esta entrevista ya existía el internet, pero ni Google ni Wikipedia habían sido creados. Si la verificación de datos, que es tan común en nuestra época, hubiese sido la norma del momento, los “fact-checkers” habrían pillado que El año que viene a la misma hora (Same Time, Next Year de Robert Mulligan) fue protagonizada por Ellen Burstyn y Alan Alda, no por Jack Lemon y Shirley McLaine, quienes en realidad protagonizaron el clásico de Billy Wilder, El apartamento. La cita anual de los protagonistas no ocurría en una isla –un escenario sin duda más romántico que el cuarto de motel donde en realidad se encontraban. Quiero por eso corregir un error que cometí entonces de buena fe, llevado por la exaltación casi hormonal de entrevistar a uno de mis héroes literarios y el afán de hacerlo hablar de lo que no quería. Sin embargo, gracias a las pistas que pude recoger sobre lo que Gabo escribía en aquel tiempo, pude llegar a la clave de la trama de En agosto nos vemos, la novela póstuma recién publicada: “Una mujer que todos los años va a una isla a visitar en un cementerio los restos de su madre. En esos viajes le es infiel puntualmente a su marido con un hombre distinto cada vez”. Por cierto, el 6 de marzo de 2001, me volví a encontrar con Gabo en Ciudad de México, actual CDMX, en el taller de crónica de Ryzard Kapuscinski, quien resultó ser para él lo más parecido a un alma gemela nacida al otro lado del mundo. Allí aterricé gracias a los mismos cómplices que hicieron posible la entrevista: Tomás Eloy Martínez y Jaime Abello. Tal como hoy Gabo estaba de cumpleaños.
***
Este artículo fue publicado por primera vez en Prodavinci el 6 de marzo de 2012
Boris Muñoz
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